La recién aprobada Ley 74-25, que actualiza el Código Penal dominicano tras casi dos décadas de debate, moderniza varias figuras delictivas, pero mantiene intacta la prohibición total del aborto.
Detrás del discurso de modernización legal, el costo humano sigue recayendo sobre las mismas: las mujeres pobres. En la República Dominicana, la política del aborto continúa siendo una cuestión de clase, donde la posibilidad de decidir —o sobrevivir— depende del dinero que se tenga y de dónde viva.
Nuestra apatía mata.
Las niñas y mujeres que no pueden pagar o acceder a información segura siguen asumiendo los riesgos: complicaciones, criminalización y silencios en hospitales públicos. Amnistía Internacional y profesionales de salud describen un mapa de desprotección marcado por la pobreza, la ruralidad, la migración y el poder religioso.
“Cada caja de misoprostol (un medicamento sintético utilizado para inducir el parto) ronda los seis mil pesos, unos 100 dólares por caja”, explica la doctora Lilliam Fondeur, ginecóloga y obstetra. “Y eso no es todo: hay pacientes que requieren más de una caja. Si se trata de una intervención quirúrgica, hacerlo en quirófano requiere una sonografía… y eso ronda entre mil a tres mil dólares”.
La política del aborto en República Dominicana sigue siendo una cuestión de clase, donde decidir o sobrevivir depende del dinero que se tenga y del lugar donde se viva.
El proceso, ella explica, es a menudo que la paciente llega con un aborto incompleto, y al ser incompleto lo puede cubrir el seguro, pero tienes que demostrar que no tiene vitalidad.
“Solo está penalizado para la que no tiene recursos”, continúa la doctora Fondeur. “Claro, te la ponen difícil porque tienes que llegar con un aborto incompleto… y para eso se requiere tiempo, sangrado, todo eso es incómodo, pero la que tiene recursos lo puede hacer libremente”.
Los testimonios de Lilliam llegan a todas partes. Mujeres de todos los orígenes y demográficos —ricas, pobres, religiosas, trabajadoras, jóvenes, madres experimentadas— coinciden en algo: si se les diera la opción, ejercerán el derecho a elegir.
Sin embargo, sería negligente ignorar que la mayor parte de la violencia sexual y la mortalidad materna tiene un origen más estructural. Según UNICEF (2023), las mujeres dominicanas de bajos recursos son desproporcionadamente vulnerables, con una mayor probabilidad de formar parte del 30% de niñas que se casan antes de los 18 años y de quedar embarazadas antes de alcanzar la edad de consentimiento.
El 65 % de las adolescentes dominicanas, entre 15 y 17 años, ha sufrido algún tipo de violencia sexual a lo largo de su vida (UNICEF, 2019). Estas mismas niñas y mujeres son también las más propensas a morir por abortos inseguros. Como explica la doctora Lilliam Fondeur, “la falta de concienciación y acceso es la cruz más grande que hay que cargar”.
El programa El Informe con Alicia Ortega ha documentado en múltiples ocasiones la existencia de centros médicos sin autorización que operan al margen de la ley, recibiendo a mujeres que buscan interrumpir un embarazo (Noticia SIN, 2021). Estas clínicas, que proliferan fuera del polígono central, representan uno de los rostros más visibles de la clandestinidad. En la mayoría de los casos, las pacientes deben acudir luego a un hospital o clínica cercana con lo que se denomina un aborto incompleto. Muchas no logran sobrevivir para contarlo.
“Llegan con complicaciones, y esas son las que mueren", dice la doctora Fondeur. “El sistema se lava las manos porque eso está prohibido por ley, y son pobres. Y las pobres no le duelen a ningún gobierno. Es más, [dicen que] ‘ella se lo buscó”.
Según datos del Ministerio de Salud Pública y de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la República Dominicana registra una de las tasas más altas de mortalidad materna del Caribe, con alrededor de 107 muertes por cada 100.000 nacidos vivos.
La República Dominicana también mantiene una de las tasas más altas de violencia sexual de la región: se evidencia un incremento notable en la tasa de casos de violencia sexual en adolescentes femeninas de edades comprendidas entre 10 y 19 años de un 53.8%. Entre enero y julio, la Procuraduría General de la República (PGR) contabilizó 3,854 reportes por distintos delitos sexuales. (Diario Libre, 2025)
En este contexto, la penalización absoluta del aborto no solo perpetúa la desigualdad, sino que alimenta un ciclo de pobreza, violencia y muerte evitable.
Y entonces nos presentan las tres causales. Este movimiento, con casi veinte años de existencia, exige el derecho legal a interrumpir el embarazo solo en tres circunstancias: cuando el embarazo es resultado de violación o incesto, cuando la vida o la salud de la mujer corren peligro, o cuando el feto es incompatible con la vida.
Durante más de dos décadas, el movimiento ha persistido a pesar de los retrocesos. Su demanda no busca legalizar el aborto de forma generalizada, sino reconocer excepciones básicas que la mayoría de los países latinoamericanos ya han adoptado. Sin embargo, cada intento de incluir las tres causales en el nuevo Código Penal ha sido desviado o archivado por los legisladores.
La penalización absoluta no solo perpetúa la desigualdad, sino que alimenta un ciclo de pobreza, violencia y muerte evitable.
La resistencia política no es casual: responde a una alianza histórica entre sectores conservadores del Congreso, líderes religiosos y grupos empresariales que utilizan el tema del aborto como moneda de cambio electoral.
El costo político de apoyar una reforma se percibe como demasiado alto, especialmente en un país donde la Iglesia católica y las iglesias evangélicas conservan fuerte influencia sobre el voto popular. Los proyectos de ley se discuten, se modifican y finalmente se diluyen en comisiones que nunca llegan a votarse.
Amnistía Internacional, una organización no gubernamental internacional centrada en investigar los derechos humanos, deja claro su apoyo a la despenalización del aborto en América Latina. La organización considera que la ignorancia específica sobre al menos avanzar un paso más en la aplicación de las tres causales no es más que una violación de derechos humanos.
Durante su visita al país en junio de 2024, Guillermo Rodríguez García, coordinador de la campaña de derechos reproductivos de Amnistía Internacional, explicó que el trabajo en la República Dominicana se ha enfocado en denunciar “la prohibición total del aborto y el liderazgo de las organizaciones feministas del país”.
Para Rodríguez, el contexto dominicano se conecta directamente con la campaña regional “Niñas No Madres”, ya que “es de los países más agresivos en no revertir embarazos de adolescentes”.
El informe que Amnistía estaba preparando durante su visita al país—“Vida de la población migrante”, liderado por la investigadora regional para el Caribe, Johanna Cilano—documenta la violencia interseccional que enfrentan las mujeres más vulnerables: migrantes, afrodescendientes y pobres.
Durante su trabajo de campo, el equipo de Amnistía recorrió Santo Domingo, Haina, Santiago, Dajabón, Puerto Plata, El Seibo, Barahona y Las Terrenas, observando cómo “mujeres embarazadas, muchas de ellas migrantes haitianas, dejaban de buscar atención médica por miedo”.
Rodríguez recuerda incluso haber presenciado “oficiales de migración entrando a un hospital público en El Seibo para intentar deportar a una mujer embarazada que buscaba ayuda médica”. En algunos casos, dice, fueron testigos de abortos espontáneos en condiciones precarias.
El estudio, que saldrá en los próximos meses, profundiza en cómo la política migratoria dominicana y la prohibición del aborto se entrelazan en un mismo patrón de violencia institucional.
La criminalización del aborto es un síntoma de una enfermedad más profunda: la indiferencia estructural hacia las mujeres vulnerables.
Ciliano también agrega que, durante las discusiones legislativas de 2024, en las que estuvo presente, “las causales fueron vistas como una discusión incómoda que ‘retrasaba’ el código, algo subordinado”. En ese ambiente, incluso las defensoras de derechos humanos han sido amenazadas y carecen de protección.
Las palabras de Ciliano, García y la doctora Fondeur sostienen que la raíz del problema no es solo la penalización, sino el hecho de que las conversaciones sobre el aborto, o incluso sobre la salud reproductiva, a menudo se dejan de lado, se estancan o se perciben como un ataque directo.
“Todavía los métodos que ofrece el gobierno tienen muchos efectos secundarios”, dice la doctora Fondeur, refiriéndose a las inyecciones trimestrales o los implantes que alteran el ciclo menstrual. “El método más eficaz, el preservativo, no se promueve ni masculino ni femenino”.
En las más de seiscientas farmacias populares del país, gestionadas por el Estado, “no venden anticonceptivos ni píldoras de emergencia”, exclama Fondeur. “No hay un compromiso estatal con la planificación familiar”.
Las adolescentes, además, evitan acudir a hospitales por miedo al estigma y la falta de privacidad. “Tener sexo no tiene que ser algo público”, insiste Fondeur, subrayando que la educación sexual integral sigue ausente en las escuelas, universidades y programas de salud pública.
Su diagnóstico final es contundente: la criminalización del aborto es un síntoma de una enfermedad más profunda.
“No podemos construir un país acostado en privilegios. ‘Porque yo puedo, el otro que se joda’—eso no es libertad”, advierte Fondeur.
Fondeur relata experiencias con pacientes que, tras interrumpir un embarazo, se niegan a apoyar públicamente la causa.
“Las que tienen recursos lo hacen libremente, pero no se comprometen”, cuenta. “Ellas lo viven, pero cuando les dices ‘posiciónate’, te dicen que no, que ‘eso no se ve bonito’, o que a su mamá no le va a gustar”. En su consulta, ha escuchado una y otra vez la misma justificación: “Doctora, mi caso era un caso especial”.
Para Fondeur, esa palabra “especial” condensa el privilegio y la negación. Cada una se convence de que su experiencia fue distinta, pero la consecuencia es la misma: la falta de empatía hacia las demás y el miedo a cómo el aborto o el movimiento por las tres causales es percibido por sus comunidades.
En términos de privilegios económicos y geográficos, Fondeur deja claro que su práctica en la ciudad versus lo que ha observado en otras provincias es una clara distinción.
“No es lo mismo vivir en la ciudad de Santo Domingo o en el Distrito Nacional —aunque tú seas pobre— que vivir en Elías Piña, en Pedernales o en Sabana de la Mar para tener información de cómo hacerlo”, explica la doctora.
Sin embargo, la forma en que la sociedad ve el aborto, o el movimiento de las tres causales, está en gran medida deslindada por la religión.
En los últimos años, el Congreso dominicano ha abierto sus puertas a figuras ultraconservadoras que moldean el debate público sobre derechos sexuales y reproductivos.
El discurso religioso ha reemplazado el análisis técnico y médico, convirtiendo el aborto en un asunto moral, no de salud pública.
En 2021, la Cámara de Diputados invitó al obispo Víctor Masalles, presidente de la Comisión Pastoral por la Vida, a hablar sobre la ley del aborto, sin convocar a los grupos feministas que defienden la despenalización. Ese mismo año, también se invitó al argentino Agustín Laje, un youtuber ultraconservador que abiertamente se opone al aborto y se enorgullece de “luchar contra el feminismo y la ideología de género”.
Mientras tanto, colectivos feministas como la Colectiva Mujer y Salud, Profamilia, el Foro Feminista Magaly Pineda y la Campaña por el Derecho al Aborto en las Tres Causales han denunciado haber sido excluidos o censurados durante las vistas públicas en el Senado. En varias ocasiones, sus propuestas y documentos técnicos no fueron admitidos en las discusiones legislativas, o sus representantes fueron interrumpidas y retiradas de los espacios de debate. (Diario Libre, 2024) (Colectiva Mujer y Salud, 2023)
Estos episodios, dice la doctora Lilliam Fondeur, “evidencian que nosotros no somos un Estado laico, lo somos en los papeles. En el ejercicio se hace lo que diga la Iglesia”.
La influencia religiosa se extiende más allá del Congreso y alcanza la esfera cultural. En 2023, grupos conservadores lograron retirar una danza simbólica dedicada a Atabey, la diosa taína de la maternidad, durante un evento en Sosúa, tras calificarla de “anti-Dios”.
El episodio se convirtió en un ejemplo de cómo la presión de sectores religiosos continúa moldeando el discurso público sobre moralidad y maternidad en el país, reforzando la visión clerical sobre los cuerpos y las creencias.
Desde una mirada regional, Cilano coincide en que el discurso religioso ha reemplazado el análisis técnico o médico. Sin embargo, denuncia que la jerarquía eclesiástica y los grupos antiderechos han logrado “convertir el tema del aborto en un asunto moral, no de salud pública”.
Mientras tanto, estamos estancados. Políticamente, en un punto de quiebre. Nuestros representantes no solo no nos representan, de la manera más seria y literal, sino que optan por ignorarlos. Han ignorado las vidas de Esmeralda Richiez, Rosaura “Esperancita” Almonte Hernández, Carina de Valverde, Adilka Feliz y un millón más de mujeres anónimas y olvidadas que habrían tenido un final diferente.
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