Hace veinticinco años que camino las calles de Villas Agrícolas. Desde entonces, cada temporada de lluvias repite el mismo escenario: calles que se vuelven ríos, casas inundadas, patios llenos de lodo y basura, niños cruzando el agua con los zapatos en la mano. Cuando el sol regresa, quedan el olor a humedad, los mosquitos, las paredes manchadas y una resignación que se ha vuelto costumbre.

No hablamos de las vecinas cañadas de la Zurza o Capotillo. Hablamos de calles principales en el corazón de un sector urbano trabajador, lleno de escuelas, iglesias y pequeños negocios. Allí viven familias que han aprendido a convivir con la incertidumbre del cielo. A veces llega una brigada, se limpian los imbornales o se tapan los huecos, pero el problema esencial —un drenaje colapsado y una planificación ausente— sigue sin resolverse.

Cuando llega una tormenta como Melissa, el nombre cambia pero la historia se repite: el agua sube, el miedo vuelve, los vecinos se organizan, y las autoridades llegan cuando ya todo pasó.

Las aguas estancadas no solo dejan pérdidas materiales: ponen en riesgo la salud. Tras cada aguacero aumentan las fiebres, las diarreas, las infecciones de piel y los problemas respiratorios. Los mosquitos y los roedores se multiplican, y los niños juegan en el agua sin saber que es un caldo de bacterias. No hace falta un estudio científico para entenderlo: la salud del barrio depende de su drenaje.

El problema no es nuevo y no es solo de este sector, pero el cambio climático lo agrava. Las lluvias de hoy son más intensas, repentinas y destructivas que hace veinte años. Lo que antes era una lluvia pasajera ahora es una tormenta violenta que el sistema pluvial no puede absorber. Seguimos confiando en una infraestructura envejecida, diseñada para otro tiempo.

El cambio climático lo agrava, las lluvias de hoy son más intensas, repentinas y destructivas

Hablar de Villas Agrícolas es hablar de la urgencia de adaptarnos al clima que ya cambió. No basta con limpiar una alcantarilla: hay que repensar el manejo del agua, del suelo y de la basura. Las políticas de drenaje, reforestación urbana y gestión de residuos no son lujos técnicos; son políticas de supervivencia.

Porque el agua no se detiene en un taponamiento, pero sí en una botella lanzada a la calle. Las alcantarillas atascadas por plásticos son el espejo de un sistema que no educa, no recicla y no exige responsabilidad. Cada envase arrojado termina flotando frente a una casa inundada. Y sin educación ambiental ni recolección eficiente, ninguna obra dura mucho.

La gente del barrio lo sabe. Sabe que el clima cambió porque lo siente en la piel. Sabe que no bastan las fotos con botas ni las visitas de ocasión. Lo que se necesita es respeto y coherencia: respeto por quienes viven aquí, trabajan aquí y siguen soñando con un entorno digno.

Cada vez que llueve y las aceras desaparecen bajo el agua, uno siente que la ciudad retrocede un paso: en salud, en justicia, en dignidad. Porque un país que no puede proteger a su gente de la lluvia —esa bendición natural convertida en amenaza— está fallando en lo más básico.

El clima ya cambió. Ahora nos toca cambiar nuestras prioridades: construir obras que drenen el agua, recoger los desechos a tiempo, educar a las nuevas generaciones y dejar de ahogarnos en nuestra propia indiferencia. Villas Agrícolas lo merece. Y el país también.

Elisabeth de Puig

Abogada

Soy dominicana por matrimonio, radicada en Santo Domingo desde el año 1972. Realicé estudios de derecho en Pantheon Assas- Paris1 y he trabajado en organismos internacionales y Relaciones Públicas. Desde hace 16 años me dedicó a la Fundación Abriendo Camino, que trabaja a favor de la niñez desfavorecida de Villas Agrícolas.

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