Las lluvias de este julio me trajeron una historia que flotaba. El tiempo tuvo suficiente chance de mojarla y borrar sus páginas. Tal parece que las tristezas y las esperanzas que ellas cuentan se evaporaron hasta nubes protectoras. Acontecida encima de una superficie sobre agua no la cuento yo, ella se cuenta a sí misma a través de mi escritura nómada. A continuación, el primer chubasco que inició su precipitación.

I

Intersecciones mistéricas

 

El sábado por la noche, disfrutaba de la compañía de mis amigas Sandra Nogué y Elianna Peña. Entre ellas el diálogo es distendido y cómodo. Son mujeres con grandeza de espíritu y extrema discreción. A su lado me doblo como una ramita flexible, aireando efluvios del alma, pensando sueños en voz alta. Elianna, más bromista, se ríe con sus sanas carcajadas; tiene casi tres décadas escuchando ocurrencias mías, incluidas las evaporadas sin materialización.

Hablábamos las tres sin parar, felices de compartir ese momento, hasta que bajaron las luces en Casa de Teatro para iniciar la obra que fuimos a ver: A veces grito. Hará unos diez años cuando Sandra me sugirió que dejara de escribir solo notas de cine en Facebook para encontrar mis historias propias, pero ¿cuáles?

Antes de que el actor iniciara su parlamento, les susurré a mis amigas: —Creo que descubrí que la crónica es lo mío. —Shhh, se escuchó.

Tres días siguieron y el martes veintiséis de julio se estrenó Santa Evita la serie en la plataforma Star Plus, al cumplirse setenta años de la muerte de Eva Perón. El retorno en adaptación cinematográfica de esa obra que leí con fervor en 1997 me hizo organizar en mi mente los anales de una predilección por la crónica literaria y cinematográfica: El ciudadano Kane, Santa Evita, Memorias de España 1937, Crónica de una muerte anunciada, La noche de Tlatelolco, testimonios de historia oral, Buscando a Sugar man.

A diferencia de Fincher, Martínez, Garro, García Márquez y Poniatowska, no soy periodista, ni me persiguen tormentos como los que desafortunadamente pusieron fin a la vida del documentalista Bendjelloul; sí me persigue el interés por el acertijo conformado por esos dramas-crucigrama. Mientras un joven actor gritaba en el teatro el monólogo escrito por Ginebra cuando tenía diecinueve años medité que en una semana cumplo uno más y me gustaría encontrar una crónica-puzzle para contar.

Ha llovido en el Caribe este julio. Los juncos de Irene Vallejo germinan más allá de su obra con las ligeras vaguadas que nos visitan. En un acto de generosidad, el sábado pasado, la autora compartió en su cuenta de Twitter la carta que le escribí y publiqué en Acento con el título Canto homérico de una caravanera perdida en el Caribe.

Los juncos son plantas que crecen sobre el agua, ajenas a mi paisaje urbano. Minutos después, un seguidor de la ensayista de nombre Raúl Pilling-Riefkolh, residente en Phoenix, Arizona, según se lee en su perfil, con similar cortesía dirigió un tuit común a Vallejo y a mí. Decía que mis palabras en ese artículo le habían transportado:

—…simultáneamente a dos lugares, la lectura de El infinito en un Junco el año pasado y mi niñez-adolescencia en Puerto Rico hace muchas décadas. Atesoro esas intersecciones mistéricas, escribió el completo extraño.

Desde España, Irene Vallejo, con regalada calidez, nos dio un me gusta y unas palabras hermosas a ese mensaje de Pilling-Riefkolh y al mío previo; mis amigos y otros cultores de la obra se reunieron sobre esos caracteres pulsando corazones y enviando mensajes desde Santo Domingo, Venezuela, Tijuana y Colombia. En el subterráneo WhatsApp, los amigos, traficábamos la euforia de compartir con la autora. Le contesté al tuitero:

—Gracias, Raúl. En una de esas coincidencias increíbles, mi abuelo paterno, Humberto Pagán nació en Juncos, Puerto Rico.

Lo que sigue no sale de mí, fue algo que empezó a crecer silvestre a mi lado, como si fuera yo un río, su hábitat natural. De la historia en vertical, como un tallo buscando la luz, solo hago la crónica. Raúl Pilling-Riefkolh, forastero en las redes, con minutos por mis orillas, por una fortuna aleatoria generada por un mensaje de la ensayista, me manda unas fotos tomadas en Juncos. Ni yo, como tampoco ninguno de los otros nietos de Humberto Pagán en Santo Domingo conocemos ese pueblo al este de Puerto Rico. Nosotros, hijos dominicanos de sus hijas, Leda (†), media hermana de mi madre Amanda (†), y mis tías Nora (†) y Leticia, no conocemos ese sitio.

Solo quizás mis primos criados en Puerto Rico, hijos de Óscar (†), conocen el lugar; en realidad no lo sabía y ni les pregunté. Visité Puerto Rico en muchos veranos de mi adolescencia; las estadías transcurrían entre el municipio de Carolina, en casa de mi tío, y los paseos a San Juan, la capital. Las fotos del tuitero presentan un paisaje campestre tropical. Pilling-Riefkolh mandaba seis fotos y sentimientos de familiaridad:

—Angélica, el tatarabuelo de mi abuela paterna era Teodoro Jácome Pagán y Cancel, fundador del pueblo de Lajas. Hace un mes estuvimos de visita en Puerto Rico. Fuimos al restaurante Bacoa en Juncos, un pedacito de cielo.

En verdad Pagán es un apellido tan común en Puerto Rico, como lo es, por ejemplo, De los Santos en la República Dominicana. No obstante, las imágenes del pueblito compartidas por este entusiasta nuevo amigo invisible estaban bonitas.

No fui cercana a mi abuelo materno, con lo cuál tenía olvidado a Juncos, donde nació a finales del siglo XIX. Nunca busqué datos o fotos de ese lugar en internet. Que allí nació y creció el procreador de mi mamá antes de partir a un viaje migratorio en los años veinte del siglo XX, era lo que conocía de su mocedad en la isla vecina. Descortesía habría sido ignorar el detalle de Raúl por lo que le contesté:

—Precioso lugar. Veo que somos primos, esto es un patio con mar. Le respondí, aunque personas de apellido Pagán y puertorriqueñas, he conocido muchas.

El tuitero tenía a las musas de visita y a Vallejo entrelazada en el intercambio:

—En las Antillas se acrisolan tantas crónicas. La mía incluye taínos, africanos, españoles, canarios, daneses, alemanes, franceses…gotas de viajeros inquietos que arrastraban sus ribetes y candiles clásicos, y dejaban sus huellas en surcos que aún dan vida. Yukiyú sonríe.

Simpaticé con él, entendí que era otro caravanero de palabras nacido en las Antillas; a la vez, me daba pena seguir convocando a la escritora a la conversación. Como me gustan los espíritus libres, al empezar este caballero a seguirme por Twitter, correspondí con lo propio, le seguí también. Gracias a las fotos del residente en Phoenix, de visita por la Isla del Encanto, veía el lugar desde donde un jovencito salió de su país natal hace cerca de cien años.

Cuando era un envejeciente canoso, alto, todavía robusto, de poco hablar que veía en casa de mi tía Nora los sábados, no me interesé en preguntarle de su juventud en Puerto Rico. A Humberto Pagán, “el chico” apodo puesto por mi primo Alberto, debido a su acento borinqueño y su modo de hablar, no le recuerdo conversador ni demasiado interesado en sus nietos. Falleció cuando yo tenía diecinueve años y en poco me afectó su partida, salvo la pena que me provocaba el duelo de sus hijas, quienes lo cuidaron junto a sus esposos con esmero hasta la última enfermedad.

Tía Nora, una mujer con una memoria extraordinaria como su misericordia por este padre más bien ausente en momentos tan necesarios para ella y sus hermanitos, me contó hace unos años cuando venía de México a comer arepitas y otras delicias en su casa, que Humberto Pagán salió de Juncos a buscar fortuna primero a Brasil. Eso no lo sabía.

El espíritu errante de ese abuelo es quizás el conducto del instinto númida de mis letras. Entendía erróneamente que sus traslados empezaron cuando vino a Santo Domingo en los años veinte, donde conoció a Angélica de la Concha Saviñón, hija del pintor Arquímedes de la Concha (otro padre más ausente que presente); Humberto se casa con ella y tienen a Óscar o tío Toqui.

Angélica, mi abuela, murió casi veinte años antes que él, justo un día como hoy, cuatro antes de mi nacimiento, por eso llevo su nombre. La joven pareja Pagán Concha emigró con ese niño a Barranquilla, Colombia. Un barranquillero funcionario en una empresa de telecomunicaciones me explicó que en esos años llegaron olas de puertorriqueños migrantes al norte de su país, debido a la bonanza de los ingenios azucareros.

Entre el marzo que traería a Gabriel García Márquez a la vida en Santa Marta y el octubre en que se desplomó la bolsa de valores de Nueva York, una niña, que de grande leería a Gabo para recordar su infancia y juventud en el Caribe colombiano, así como para olvidar y distraerse de algunas desventuras, nació ese julio. La bautizaron Amanda, y pasarían muchos años y mares de agua hasta la llovizna de hoy, entre ellos las siete traslaciones y sus mareas que tiene de fallecida.

Allá nacieron también la mencionada tía Nora y las chiquitas que sobreviven Leticia y Evelia, a quienes dedico estas líneas. La crónica escrita sobre agua no es esa, todavía no se cuenta. Me sorprendería como una lluvia repentina un poco después.

A quince minutos de leer a un señor llamado Raúl Pilling-Riefkolh, siendo el ensayo El Infinito en el Junco, el motivo que nos reunió en dicha red social, sin haberle visto bien la cara, excepto para notar que era un hombre de facciones correspondientes a esos apellidos anglosajones, este me pregunta por el privado de la red, así no más:

—Hola, Angélica, ¿era Morales el apellido de tu abuelo materno?

¿Cómo ese tuitero sabe eso? Bueno, hace un momento conversé con Irene Vallejo, todo parece posible, meditaba.

Hola. ¡Exactamente, Pagán Morales! Vino a la República Dominicana, casó con mi abuela Angélica de la Concha Saviñón y de ese matrimonio nacieron cinco hermanos Pagán de la Concha, un varón Óscar y cuatro niñas, entre ellas mi mamá. Ellas nacieron en Barranquilla donde vivió la pareja por un tiempo.

Diez minutos después de ese sábado delirante, Raúl agrega:

Su padre era José Pagán casado con Epifanía Morales y Fonseca. Por primera vez en mi vida leo el nombre de mis bisabuelos puertorriqueños.

—Su hermano era Fidel; hay una calle en Juncos en honor a él. Seguiré buscando. La familia de Teodoro Pagán y Cancel (1766-1856) era numerosa, concluye Pilling-Riefkolh, como quien está contándome que llueve en Puerto Rico, por lo que aquí al rato lloverá.

Así descubro que mi tatarabuelo era una tal Teodoro Pagán, nacido en siglo XVIII en tiempos de Carlos III y fenecido en tiempos de Isabel II de España, la reina castiza. Es decir que Sor Juana Inés recién moría en una epidemia en Nueva España (México) en el claustro creyéndose la peor de todas, mientras alguien con parte de la anatomía de la que estoy hecha se paseaba alegre por los ríos de Juncos, en la isla que permaneció cuatrocientos años posesión virreinal española.

Con esos apellidos puede haber varios Humbertos en los registros de actas de Juncos, dudé en mis pensamientos. Era demasiado extravagante un viaje ancestral parido por un tuit de Irene Vallejo con un supuesto primo mío con aspecto sajón. Busco el zinc y las vitaminas, deben ser efectos del post-Covid.

No se me ocurrió contarle a Elian y a Sandrita esa noche en el teatro lo conversado con Raúl Pilling-Riefkolh, la mañana de ese día. La primera se habría muerto de la risa, y la segunda, puertorriqueña, le habría dado pena sacarme de mi hechizo. Seguimos la velada conversando de la actualidad esa noche terminada la función teatral, en un bar de tapas a la vera del puerto Santo Domingo, cerca de la intersección entre el mar Caribe y el río Ozama de la vieja Zona Colonial.

Más temprano, Raúl sí consideró justo dejarle conocer el hallazgo a la autora de El Infinito en el Junco.

—Humberto Pagán Morales se llamaba; viajero antillano. ¡Es que somos tantos! Las canoas nos llevan por los cuatro puntos cardinales, escribió Raúl a la escritora y a mí; podía escuchar en mi cabeza su acento puertorriqueño.

Ese era mi abuelo, sí señor. Por los juncos de Irene nos reencontramos. Impresionante. Ni modo, si vamos a seguir molestando, al menos entretengamos a Irene con el modo en que usamos el español en las Antillas.

Qué asombroso y bello azar, agregó la sencilla Irene.

Es miércoles y llueve a cantaros. Sentada en mi escritorio de espaldas al ventanal cargado de vapor condensado por el choque de las temperarturas dentro y fuera del edificio, y con una destacada pila de pendientes, luego de una semana de ausencia en la oficina, ocupo mi mente en asuntos de trabajo.

Han pasado cuatro días, entro un momento Twitter y encuentro una notificación por la mensajería privada de la red social.

Raúl Pilling-Riefkolh me escribe, ¿qué será ahora?

Lo abrí. No lo podía creer, no lo podía creer.

 

Continuará…