Conocí personalmente a José Rafael Lantigua, en 1989, en un congreso organizado por Bruno Rosario Candelier, en PUCMM, recinto Santo Domingo, en el que se pasó balance crítico a la Generación literaria de los 80, y en el que Lantigua fue uno de los expositores, y donde se debatió si era una generación o una promoción. Al final del evento, me le acerqué y me auto presenté: le dije quién era y de dónde era. Me preguntó: ¿Tú viniste con Bruno? Fue apenas una conversación fugaz, pero que se prolongó en el tiempo, con las afinidades electivas, las coincidencias, la gratitud, las amistades comunes, el afecto y la estima, en un diálogo de interés por la literatura y los libros, que solo su muerte interrumpió, el fatídico martes 5 de agosto.
Ese congreso fue decisivo para mí, pues aún vivía en Moca, estudiaba en la UASD de San Francisco de Macorís, era del taller literario Octavio Guzmán Carretero (que funcionaba en la casa de Bruno Rosario Candelier), y me había avisado Eugenio Camacho (quien fue desde Moca) que, junto a Pedro Ovalles, nos reuníamos en la casa de este último poeta, cada sábado a comentar libros y hablar de literatura, no sin fervor, fe y pasión febril. Funcionaba como un taller literario sabatino de intercambio de ideas, libros y lecturas. Yo era lector –y coleccionista– furibundo del suplemento Biblioteca (cuando lo editaba el diario Ultima Hora), de Lantigua, una ventana que me permitía informarme –y formarme– sobre el acontecer literario del país y del mundo, y aprender de los análisis críticos que hacía, de libros y autores, así como de sus famosos y sabrosos Anaquelitos, su Editorial y un Dossier. Iba cada lunes a la oficina del periodista Florencio Manuel Tejada, quien me regalaba gentilmente todos los suplementos de los fines de semana que, en esa época, representaban un medio de difusión, formación y conocimiento para los escritores emergentes y de provincias, y que nos servían –o suplían– de formación y educación literarias. De modo que así leía y seguía los pasos de Lantigua, quien había dejado una impronta en Moca, en el Centro Juvenil Don Bosco, en los años sesenta, como activista cultural, deportista y corresponsal periodístico hasta 1972, año en que se marchó a la ciudad capital a desarrollar su talento como periodista y publicista. Por lo que no lo conocí en Moca, al ser de otra generación, pero sí era él amigo cercano y entrañable de mi prima y escritora Ligia Minaya Belliard y compañero de estudios y trabajo de mi otra prima y educadora, Ligia Santos Belliard. Y también había sido profesor, en el Liceo de Moca, de mi otro primo, Lizandro Disla Belliard. De suerte que, al saber de mí, tener tantos vínculos familiares y, sobre todo, por su sentimiento de la mocanidad, iniciamos una amistad admirativa, que se fortaleció con mi arribo a Santo Domingo, en 1990. Haciendo las sumas y las restas, aprendí mucho de él y aprendimos a querernos. Cuando fue secretario de Cultura dejé de decirle tú y le decía usted, y él a mí siempre me decía don en las reuniones, o don Basil o Basilón (como me decía su gran amigo Enriquillo Sánchez y como también aprendió a decirme Soledad Álvarez). Era cálido, con sentido del humor, efusivo, tempestuoso, afectuoso y solidario. También, coherente e intolerante a las traiciones y a las deslealtades. Al salir del cargo de ministro se llenó de amigos y de enemigos implacables e impiadosos, que no le perdonaron sus aportes al sector cultural como ministro de Cultura, sino que solo veían al político y no al intelectual y escritor, y al mejor promotor del libro y la lectura del país, sin duda alguna. Su vocación ética y profesional, por ordenar institucionalmente el cuerpo cultural del país, durante su gestión, lo hicieron pagar caro su precio y sembrarle de espinas el camino a la obtención legítima del Premio Nacional de Literatura. Fue víctima, en gran medida, de las guerras intestinas y de tendencias en el seno de su partido de Gobierno, lo cual fue otro factor que influyó para que no se le reconociera su legado ni tampoco la dedicatoria de una Feria Internacional del Libro, evento del cual fue su creador, ideológico, artífice y guardián. Y si el país cultural es otro, se debe a la creación e internacionalización de este festival del libro y la lectura, que nos colocó en el mapa de los circuitos de las ferias del libro del mundo. Pero la miopía que prohíja el resentimiento, casi siempre, termina obnubilando la razón y el sentido común. Su peor desgracia fue haber estado en el poder, pues al salir del mismo, se entronizó el olvido, que se convirtió en contraseña contra su legado y sus aportes, en el descubrimiento y visibilidad de nuevos escritores que tuvieron más fortuna en el reconocimiento público de sus obras, y en la creación y fortalecimiento de instituciones culturales.
Era muy creyente (en su juventud fue monaguillo), y gran conocer de la Biblia, de la historia de la Iglesia católica del país y de la historia del catolicismo, lo cual me sorprendía.
Sus grandes pasiones fueron leer, escribir y viajar, y esta última, desgraciadamente, le jugó una mala jugada, al contraer en Turquía una bacteria, que lo condujo a una muerte injusta y dolorosa. Era muy hogareño y familiar. Decía con orgullo: “Soy casero”. Esa vocación de gran esposo, buen padre y buen hijo lo llevaba en la sangre. En su casa era un anfitrión de lujo: se ponía eufórico y celebraba con buen vino y exquisita comida la amistad, los logros de los amigos (ya fuera un premio o la publicación de un libro). Su casa fue la casa de los poetas y los escritores, y un oasis de la palabra, la conversación y la fiesta del confort. Siempre buscaba una excusa para hacer agasajos en su casa, como un paraíso de paz, educación y con una biblioteca inmensa, lujosa, catalogada y cuidaba por el mismo, y que es la envidia sana de todos. Era, además de un enorme crítico literario, ensayista de prosa lúdica y libre y extraordinario periodista cultural, un gran bibliófilo. Disfrutaba comprar libros y estar al día de las novedades editoriales, y de ahí que era un “feriero” o visitante de ferias de libro (como yo), un asiduo turista de librerías del mundo (la última foto que me envió fue de la feria del libro de Madrid, de donde me trajo un libro de regalo, como siempre lo hacía, y lo mismo hacía yo con él). De ahí que logró hacer una biblioteca de sueño y ensueño, lugar donde se refugiaba a leer, investigar y escribir. Vivió como un perfecto escritor. Tenía como Borges la visión de la biblioteca como un paraíso o una imagen de la eternidad.
Tengo un anecdotario de nuestra amistad y de nuestra relación laboral que ningún espacio enmarcaría este paisaje de la memoria. De modo que mi gratitud hacia él es inmensa: como mi protector, amigo entrañable, confidente y especie de hermano mayor. Como yo vivo más en el medio cultural que él, tras su salida de la vida pública, nos hablábamos o escribíamos por teléfono, casi a diario, para comentar la actualidad del país letrado. Conmigo se desahogaba con las iniquidades y mezquindades del medio intelectual. Nos guardábamos secretos y confidencias. Hacíamos pactos de amistad y testamentos que nunca traicioné ni traicionaré. Mi gratitud como ética de vida es inmensa y mi admiración a su forma de ser y pasión por las letras son inconmensurables. Con sus artículos y crónicas llenó toda una época: primero en el suplemento Biblioteca durante veinte años (1983-2003), que hacía solo y mudaba o se llevaba consigo (lo fundó en El Nuevo Diario, se lo llevó a Ultima Hora y terminó en el Listín Diario), y luego con Raciones de Letras, en Diario Libre, desde 2012, cuya página era seguida y leída por legiones de celebrantes lectores (yo me despertaba temprano a retirar el periódico debajo de la puerta de mi apartamento para leer su columna con un café). La extrañaré mucho. En medio de la congoja, la desolación y la conmoción que me depara su muerte, añoraré sus conversaciones, los encuentros, los reencuentros, los juntes en su casa, en la librería Cuesta, los regalos de libros y su página de cada viernes.
Cuando estaba en Miami, en casa de mi hijo mayor, al leer el 20 de junio su columna titulada “Pepe Mujica”, le escribí: “Su mejor crónica”. No sabía yo que ya estaba interno en la UCI de una clínica en Santo Domingo, hasta que Miguelina, su esposa, nos escribió cuatro horas más tarde, desde su número de celular, la ingrata noticia de lo sucedido en Turquía. Nunca me imaginé que, cuando me dijo que se iría por un mes por Europa (España, Italia y Turquía) y que para hacerlo había enviado la columna de los cuatro viernes siguientes (¡Qué disciplina!), sería un viaje sin retorno. Así era de ordenado con la escritura y de respetuoso con sus lectores. La misma disciplina y pasión demostró durante la etapa de Biblioteca o durante el ciclo de dirección de la revista Global de Funglode, cuyos números temáticos son de colección. Siempre me regalaba tres números, que él celebraba como un triunfo, un deber cumplido y una meta realizada. Raciones de Letras y la revista Global fueron sus dos últimos proyectos y sus dos grandes pasiones editoriales. La última foto que me envió (el 11 de junio) ya estaba en la Feria del Libro de Madrid, y me dijo que le pidiera un libro. Le envié la portada de varios. Cuando, a duras penas, se pudo comunicar con sus amigos más cercanos –por mensaje de whatsApp o audio—, el 24 de julio, me dijo que había encontrado en la caja de libros que trajo de Madrid un libro que creía era para mí. Se trata del libro Caminar, pensar, escribir, de Rafael Argullol, de la editorial Acantilado. Le dije que sí y me dijo que me lo enviaría a Funglode. También le dije que le había dejado en Funglode la última novela de Mayra Montero, titulada La tarde que Bobby no bajó a jugar, de Tusquest, dedicada a Miguelina y a él. Me dijo: “Gracias. Abrazos”. Fueron sus últimas palabras de despedida.
Cuando fue designado como presidente de la Comisión Permanente de la Feria del Libro, en 1996, me llamó para que coordinara, en 1998, un coloquio sobre Octavio Paz y Juan Rulfo, en el marco de la Feria, cuando la transformó en internacional. (La primera dedicada a España (1998), la segunda a México (1999) y la tercera a Francia (2000)). Esas versiones de la feria marcaron un hito en esta fiesta del libro, y Lantigua fue su artífice y arquitecto. Toda la estructura organizativa y filosofía de este magno evento ferial se deben a su tino, conceptualización, visión, creatividad, pasión y gerencia. Al llegar a la dirección de la Feria del Libro, se planteó la meta de conocer las experiencias de las grandes ferias del libro del mundo, y de ahí que visitara la de Frankfurt y Guadalajara para incorporar algunos de sus programas y acciones, y convirtió la Feria Nacional del Libro en Feria Internacional de Libro, aunque, con el tiempo, ha sufrido cambios y algunos para peor. Anunciaba, en el acto de clausura, el país invitado de honor del año siguiente, así como el autor homenajeado, práctica que se descontinuó. El acto de inauguración y de clausura eran verdaderos espectáculos, que conmovían, por su calidad, esplendidez, brillo y perfección, en su montaje y puesta en escena; igual sucedía en cada versión de la entrega de los Premios Anuales de Literatura y Música, cuyo acto de premiación era una producción de alta creatividad artística. Desde la feria, ideó y creó el Premio Feria del Libro E. León Jimenes al Libro del Año, fundó la colección Coloquios (descontinuada desde 2016, por olvido o necesidad de negar su aporte) para reunir cada año las charlas y debates temáticos, sobre las efemérides, el autor homenajeado y el país invitado de honor; creó la colección de libro de lujo, tapa dura y numerada del escritor homenajeado (también descontinuada, pues se hace en edición tapa blanca, popular y sin numerar); instituyó la tradición de pagar a los escritores y poetas por su participación en las conferencias y recitales poéticos; fundó los pabellones temáticos y las áreas (infantil, gastronómica, de espectáculos, etc.) que cada año se transformaban y enriquecían. Creó el concepto de la Calle del Día, en la que cada día, se le dedicaba a un escritor, al iniciar el programa de actividades, y donde el autor sostenía un diálogo con el público en el Pabellón Café Bohemio, otro en el Pabellón de Cocina (donde se les hacía al autor, a sus familiares y amigos, un plato especial), y se le rendía homenaje con discursos y semblanzas: se invitaba a un colegio o escuela y un artista le hacía un dibujo. Cada año, en el marco de la feria, la Editora Nacional publicaba decenas de libros (durante su gestión se editaron más de 500 libros), y Lantigua instituyó una tradición que se extinguió con él: las famosas “Fundas de Cultura”, donde se distribuían más de 500 fundas con la colección completa de las ediciones de los tres sellos del Ministerio (Ediciones de Cultura, Editora Nacional, Ediciones Ferilibro, Ediciones de Ultramar del Comisionado, Cuadernos de Cultura, Ediciones Rumbo Norte, Ediciones Rumbo Sur, Ediciones Premios Anuales de Literatura, y las colecciones Patrimonio Cultural, Provincias y colección especial 30 de Mayo: Puerta a la Libertad). Además de las publicaciones que se hacían durante todo el año, incluyendo las ediciones de las ferias regionales del libro y de Nueva York. Asimismo, los 19 números que editamos de la revista País Cultural, un referente como órgano de difusión y publicación de artículos y ensayos, poemas y cuentos, reseñas de libros y entrevistas, crítica literaria y de artes, y donde cada número venía ilustrado con pinturas o dibujos en su interior y la portada, dedicado a los maestros de la plástica dominicana. Era una revista de lujo y de colección, que tuve el honor de dirigir y fundar, en 2006, con el apoyo entusiasta de Lantigua, y cuya periodicidad fue interrumpida (la retomé durante la efímera gestión de doña Carmen Heredia, cuando hice tres números, y al salir ella, volvió a dormir el sueño de la desidia, la indiferencia y la abulia de la retaliación, jugando el juego del olvido). Cada número Lantigua lo celebraba y me felicitaba, con una nota elogiosa, que conservo. Me consta que la leía completa y la coleccionaba.
Como era supersticioso, pese a sus convicciones cristianas, creía en la resurrección y aparición de los muertos y en cábalas, por lo que, gracia a esa visión de la vida, tuve la dicha de sentarme primero que él, en la silla de su despacho el día que tomó posesión, luego que, el incumbente saliente, abandonara el cargo. “Siéntate tu primero, Basil. Yo no”, exclamó, delante de todo el equipo que lo acompañábamos. Otro privilegio que tuve fue cuando, el mismo día de su juramentación y asunción del cargo, me invitó a acompañarlo en su vehículo a juramentar a Diómedes Núñez Polanco, como director de la Biblioteca Nacional, al reemplazar a Diógenes Céspedes. A los pocos días de asumir su condición de secretario de Estado de Cultura (no era aún Ministerio), me designó como primer director general del Libro y la Lectura (2004-2008) y en su segundo periodo, como primer director de Gestión Literaria (2008-2012). Es decir, me creó ambas direcciones, y enseguida me encargó ponerme al frente de un programa de conferencias que tenía en su mente de una experiencia previa, denominado Corredor Cultural. Consistía en un ciclo semestral de conferencias que aglutinó a cientos de escritores, intelectuales y académicos, que yo administraba y coordinaba, y que tenía un carácter local, provincial e internacional. Era un proyecto crucial para su gestión. Hacíamos una lista de conferencistas, se les pagaba los honorarios, se coordinaba en cada lugar con un responsable, se hacía un brochure y un afiche informativos, se coordinaba con las Embajadas dominicanas el recibimiento y la realización de la actividad en cada país, y en cada municipio o provincia, se coordinaba con el director provincial de cultura del Ministerio. Así funcionaba ese proyecto que abarcó toda su gestión. También me apoyó cuando ideé el programa de becas, que Lantigua denominó Sinacrea, y que consistió en otorgar una beca durante un año a 12 escritores (jóvenes la mayoría) en los diferentes géneros literarios, a fin de que produjeran una obra de teatro, poesía, cuento y novela. Durante ese periodo se les pagaba 20 mil cada mes, se les publicó el libro y se hizo un acto de celebración en el Teatro Nacional. Fue un anhelo de Lantigua de hacer aquí lo que se hace en países como México, con el Sistema de Becas de Creación Literaria (Este proyecto también quedó trunco, tras su salida como ministro).
Viajé a Europa por primera vez, gracia a que fui parte de las delegaciones que asistíamos a congresos, festivales de poesía y ferias del libro en Italia y España, donde creamos la primera cátedra Pedro Henríquez Ureña, en la Universidad de Salamanca, en 2012, o a la segunda Semana Dominicana en Milán, Turín y Génova, en 2010. También cuando era delegado del país para el CERLALC (Centro Regional para la Promoción del Libro para América Latina y el Caribe), participé en las reuniones en Costa Rica, México y Colombia, o en las ferias del libro de Costa Rica, Panamá, Venezuela, Perú, o su apoyo como poeta para asistir a los festivales de poesía de Salamanca, Puerto Rico y Nicaragua, o a los congresos de cultura de Argentina y Cuba. En fin, fueron tantos los proyectos y las iniciativas suyas y mías que apoyaba, que sería difícil insertarlas en estas páginas. Algún día, en mis memorias, escribiré y contaré las vicisitudes, los avatares y los logros alcanzados por la gestión de José Rafael Lantigua, gracias a su ahínco, entrega y pasión inquebrantables. Algunas imágenes fotográficas y textuales están en las Memorias de su gestión, en el Catálogo de Publicaciones y en el periódico Observatorio, órgano informativo de las actividades realizadas por su Despacho, que conforma el testimonio visual y escrito de su paso por el Ministerio. En cierto modo, yo era utility: director, asesor y secretario particular del Despacho.
Lantigua, como buen publicista, tenía la convicción de que la feria había que “venderla al pueblo”, hacerla una fiesta no solo del libro sino de la cultura, a fin de atraer –y enganchar– a los nuevos lectores y al público en general. Y el tiempo le dio la razón: hizo de la feria del libro, el mayor evento de masas del país, el más esperado, el que concita más interés, genera más expectativa y movilidad económica en la cadena de servicios, y el que eleva la popularidad de los gobiernos de turno. Asumió la feria del libro como un proyecto personal, filosofía de vida y pasión cultural. Y así asumía todos los retos personales y los desafíos profesionales. De modo que la Feria Internacional del Libro, por decirlo de algún modo, forma parte de su obra, de su legado, así como la creación del suplemento Biblioteca, lo que lo convierte en uno de los mayores gestores culturales de los últimos cuarenta años y en una columna vital del cuerpo social y cultural de la Nación dominicana. Fue no un nacionalista, pero sí un duartista, un ciudadano ejemplar, un gran dominicano. No olvidemos que escribió Hacia una revalorización del ideal duartiano (1977), Duarte en el ideal (1999), Duarte para jóvenes: reflexiones sobre su ideal (2016), y que escribió acaso la más brillante interpretación de la era de Trujillo, titulada La conjura del tiempo: memorias del hombre dominicano (1994). Escribió Semblanzas del corazón (1985), una crónica de su vida en Moca, que me tocó leer la presentación en el Museo de las Casas Reales, ante la Asociación de Mocanos residentes en la capital. También tuve el honor de que me escogiera para presentar su poemario Los júbilos íntimos, en 2003, en la Biblioteca de la UCSD, junto a Soledad Álvarez, o co-participar de la presentación del libro de poesía Territorios de espejos, en la Biblioteca Nacional, en 2013, y escribir sobre sus últimos poemarios La fatiga invocada (2014) o Cuaderno de sombras (2015). También Lantigua incursionó en la literatura infantil con su cuento de Navidad, El niño que no pude ser censado (2009). Fue un extraordinario antólogo, donde se destacan Islas en el sol: antología del cuento dominicano y cubano, junto a Francisco López Sacha (1999), Venir con cuentos: muestrario de cuento dominicano (2012) o Temblor de isla: muestrario de cuento dominicano (2019). Asimismo, fue un enorme biógrafo, al escribir, a mi juicio, la primera biografía de un poeta: Domingo Moreno Jimenes, apóstol de la poesía (1976).
Cuando fue designado como ministro de Cultura, en 2004, también lo asumió bajo, lo que él mismo llamó la trípode: creatividad, pasión y gerencia. “Estoy dejando el forro”, nos decía. Incluso bajó su intensidad de lectura y escritura, y hasta cerró el ciclo de Biblioteca de 20 años, en 2003, con la edición de un número especial (tipo periódico), en un acto en el Patronato de la Ciudad Colonial, donde me asignó la tarea de leer un texto (y donde Franklin Gutiérrez editó un opúsculo-homenaje con opiniones sobre el suplemento Biblioteca y sobre Lantigua). Fue una etapa (al menos la inicial y de fundación) en que me decía que cuando quería leer, al llegar tan agotado a su casa, se quedaba dormido. Así de intenso fueron sus días al frente al Ministerio para organizarlo e instituirlo, proyectarlo y descentralizarlo, y crear nuevas y necesarias dependencias.
Meses antes de cada Feria Internacional del Libro, creaba una oficina móvil en la Plaza de la Cultura y asumía personalmente el evento para garantizar su eficacia y éxito. Se dio el lujo de invitar a los mejores y más famosos escritores de la región y del mundo de habla hispana. El mismo escribía los informes y los textos, y supervisaba el arte de prensa, llamado “Así va la feria”, en un espacio pagado en todos los periódicos, y que servían de calentamiento previo al gran festival del libro y la lectura (práctica que, al salir del Ministerio, en 2012, dejó se hacerse). Era significativo verlo en un carro de golf supervisando todos los espacios y los detalles para que el evento quedara perfecto. Fue pues, a la vez, el ministro y el director de comunicación y de imagen del Ministerio. En fin, era perfeccionista y obsesivo con el orden: corregía todos los aspectos, y hasta creaba una denominada Comisión de Detalles. Hacía una reunión semanal con todos los coordinadores, pues decía que los coordinadores eran los que hacíamos la feria (a mí me tocaba casi siempre coordinar el ciclo de coloquios y, en dos ocasiones, el Pabellón del Libro y la Lectura (en el Año del Libro y la Lectura, de 2007) o de algún autor homenajeado. Le gustaba rotar a los coordinadores, y hasta el día previo a la inauguración de la feria, realizaba la última reunión, a fin de saber el estado de situación de cada coordinador de área. Tenía la concepción, proveniente de su experiencia en el sector privado, de “dueño”. Nos decía que había que asumir los cargos y los puestos como si fuéramos los dueños, con la finalidad de garantizar la protección y la defensa de la función pública o privada. Y, en definitiva, le daba resultado. Así pues, José Rafael Lantigua fue una escuela de gerencia cultural para una generación de gestores culturales y un ejemplo de honestidad, trabajo, pasión, creación, gerencia, capacidad y entrega. Eran famosos los encuentros de gestión cultural en los pueblos y en la capital por sus charlas motivaciones y su dominio de todas las áreas de la institución, y donde nos informaba de las realizaciones, logros y metas, en una especie de memoria institucional. Tenía la capacidad de durar dos y tres horas hablando sin descansar, pues la capacidad expositiva, las cualidades retóricas y argumentativas que practicó, en los medios de comunicación, eran proverbiales –y que conviene destacar–, ya que no es frecuente en un escritor combinar eficazmente el dominio de la palabra escrita y la oralidad. Era, en gran medida, un enorme orador y exquisito conferencista, capaz de improvisar discursos y redactar una pieza discursiva, de espléndida brillantez, como lo hacía en el acto inaugural de cada Feria del Libro, en la entrega de los Premios de Literatura, y en ocasiones y eventos especiales (algún dio deberían reunirse en un libro esos discursos y conferencias), y lo hacía con naturalidad y buena dicción, sin afectación ni engolamiento.
Practicó la descentralización, al crear los premios y la colección de historia de las provincias y hacer en cada región, de manera rotativa, los encuentros anuales de gestión cultural para hacer balance y trazar metas. Creía en el incentivo y la premiación, y de ahí que cada año entregaba premios en metálico y trofeos, y publicaba en la prensa, en una página pagada, las fotos de los empleados y funcionarios. Creó el premio Personalidad del Año a los dominicanos destacados en el exterior. Aumentó la dotación de 50 mil pesos cada año hasta llegar a 250 mil, en cada género y categoría, a los Premios Anuales de Literatura, transformó el Sistema de Talleres Literarios y las Escuelas Libres, creó nuevos viceministerios, direcciones y unidades, o al menos, otras las institucionalizó. Convirtió la Casa de Cultura en Nueva York, en el Comisionando de Cultura de los Estados Unidos, con sede en NY, cuyo primer director fue el académico y escritor Franklin Gutiérrez, quien fundó las ferias del libro de NY y le dio categoría institucional a esa dependencia. En fin, valoraba en su justa dimensión tanto la cultura popular como la clásica y tanto el patrimonio oral como material, y consiguió con el gobierno pensiones para carnavaleros, pintores, escritores y gestores culturales.
Desde el Ministerio de Cultura fuimos compañeros de múltiples jornadas literarias y luego políticas. Yo, que había sido de izquierda en los años 80, acudí a su llamado para formar parte, en 2002, del movimiento cultural La Cultura con Leonel. En todas las actividades donde tenía que hablar nos recordaba que era yo la primera persona a quien le habló de ese proyecto, lo cual me daba satisfacción y me comprometía aún más con su gestión, a la que le dio brillantez, institucionalidad, modernidad y progreso. Loor a su legado. Paz a su alma. Que viva su memoria.
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