Lidio Feliz, Fiordaliza Cofil, Marileidy Paulino y Alexander Ogando, equipo de República Dominicana ganadores de la medalla de oro del relevo mixto 4 x 400 metros en el Mundial de Atletismo en Oregon.

Querida Irene,

 

Luego de dos años la persecución llega a su fin, como a un papiro escondido, hace un par de días el Covid me encontró. Entre antigripales y vitaminas, tu ensayo El Infinito en el Junco oxigena mi presidio. Las vacunas dan una batalla pareja y este pálpito semanal busca en tu obra el sendero para continuar su relato andante.

 

Me dispuse a la arqueología del cuento que narra las huellas en mi piel mestiza. Tengo una especie de jeroglífico tallado en la cara por un vecinito sin querer. Es una diminuta marca de su rifle sobre mi frente cuando hacíamos mímicas de la acción en Los comandos de Garrison. En un giro histriónico de mi compañero de juegos, el arma de juguete fabricada con materiales imprudentes dio con mi frente cuando quise abalanzarme por su espalda. 

La sensación de mareo, el olor a sangre entre mis dedos y el eco de la risa de otros niños se leen como un braille. En otras capas de la memoria táctil, el cuento sigue con el susto de mi madre, la antitetánica, los puntos y el dolor. En esa sutura entre la ceja y la sien derecha, cerca de los pensamientos sensatos, quedó relatada una Ilíada infantil, grabada en un tiempo en el que poco comprendía sobre los horrores de la guerra o la quimera irrenunciable de la paz.

 

Otro cuento añejo reposa sobre los relieves de mis piernas, narrado por magullones y manchas de caídas y golpes de impactos contra mi propia bicicleta, una Dodge para niñas color rojo metálico y sillín blanco, fabricada en Ontario, Canadá, en una fábrica de vehículos militares y mi regalo de parte de los Santos Reyes Magos. El aceite de rosa mosqueta y la crema de cacao frotadas en la pubertad no las borraron, las oculté detrás de pantalones acampanados de fuerte azul.

 

Tu consejo de buscar la historia escrita sobre las páginas de nuestra piel, me reconciliaron con el valor testimonial de la cicatriz y las marcas.

 

Fui principalmente una niña Ulises de aventuras exteriores. En esos días primarios, la Dodge era mi compañera de andanzas, mi Dean Moriarty. Las marcas son la escritura prístina del ser humano antiguo y trotamundos que sobrevivió hasta la niñez en mi ADN, extinto otra vez, cuando me hice adolescente y con chicos solo quería bailar música disco.

 

En el vehículo de tu ensayo, la pienso, la pienso a la Dodge como Sal Paradise a Dean en el epílogo de En la carretera (1957), un rollo mecanografiado continuo escrito en tres semanas por Jack Keroauc, como un papiro oliente a asfalto.

 

La fugacidad de mi ejercicio de escritura de pocas cuartillas a la semana, una crónica andariega que va tras la recolección de una temática mestiza y aleatoria, descubre en tu trabajo su estirpe vagabunda.

 

Mis asientos de escritura en movimiento salen de dos paradojas, la de un país americano temeroso de su frontera oeste, así como lleno de narradores naturales y bibliotecas con escasos visitantes.

Me reúnes con la caravana milenaria que he buscado nómada entre Brumas del Pacífico, Días Saharianos o el gusto por la tradición oral (Mi fotingo).

 

Desde el primer párrafo de tu ensayo encuentro a los campesinos o paganos de antaño a la vera de los caminos, contemplando a los jinetes al servicio de los que procuran el dominio del conocimiento con desconfianza. Mi apellido materno asegura que el mínimo europeo de mi biología viene del humilde tercer estado de la sociedad medieval.

 

Comenté a mi amiga Yulissa Álvarez Caro, quien me apuró a leerte con mensajes continuos por el Whatsapp mientras recibía los primeros y peores síntomas del virus, una coincidencia asombrosa. Eugenio María de Hostos, pensador caribeño, observó lo mismo que describes entre los campesinos dominicanos durante el siglo XIX, idea que introduce mi artículo Los verdaderos héroes. 

Contrario a lo descrito por Hostos hace dos siglos y por tu obra en la Antigüedad, soy heredera pagana con cuentos de cosas chiquitas, asomada atrevidamente a la vera del camino literario saludando el paso de la caravana de papiros que cuentan historias.

 

Mi cardiólogo, el doctor Carlos García Lithgow, aprobó la receta de mi amiga. Continué la lectura y sumaba cada vez más lugares de adhesión para mi escribir variopinto en tu libro; ideas dispersas solo unidas a mi antojo, que un pariente ancestral habitante dentro de mí me pone a contar; podría ser una aldeana murciana, origen del apellido Pagán o una negra cimarrona enamorada de leyendas taínas. Alguien que vivió odiseas me empuja.

 

Vengo de una línea de ascendientes mulatos que mezclan nombres griegos con taínos; así tengo un abuelo paterno Diógenes, un papá Guaroa y un bisabuelo materno Arquímedes, tan excéntrico como el encuerado de Siracusa.

 

He escrito acerca del éxodo de las recetas en La identidad empieza en las cocinas. En Los Beatles Volvieron, insistí que su reciente documental evoca los antiguos hexámetros, y en incontables ocasiones he evocado al Ateneo de la Juventud, movimiento juvenil que hace cien años celebró, de este lado del Atlántico, en México, gracias a un Sócrates dominicano, Pedro Henríquez Ureña lo que El infinito el Junco también. (El cumpleaños de Pedro en la casa de Soto, Ladrillo Azulado, A la hora del paseo).

 

Tu ensayo es el antídoto contra los riesgos de la escritura episódica y ajena a cánones temáticos. La pariente primitiva que me insufla en mis adentros aventuras del pensamiento contables, que quizás nunca pudo transcribir, encuentra en tus letras un nuevo arco del triunfo.

 

Nos entregas conocimiento envuelto en el mejor de los paquetes, tus comentarios eruditos y tus cavilaciones, acerca de la humanidad de tu hallazgo; un patrimonio colectivo que nos reúne como hijos de todos los pueblos antiguos y no solo de uno escogido; esto es, reconocernos como el sueño mestizo de Alejandro, sin dejar de ser lo que sea que elijamos.

 

Mientras te leo y la tos conspira en contra, cuatro dominicanos, entre ellos una de origen haitiano, ganan la medalla de oro del relevo mixto 4 x 400 metros en el Mundial de Atletismo en Oregon. Se escucha el himno de mi país en transmisión mundial y me susurras:

 

Desde Anatolia hasta las puertas de la India, en el mundo helenístico expandido y mestizo, ser griego dejó de ser un asunto de nacimiento o de genética, tenía mucho que ver con amar los poemas homéricos.

 

El delirio del coronavirus saqueando a gusto mi claridad mental y mi pelo, me ha dado este permiso atrevido de enviarte este papirillo electrónico como sencillo trueque a tus manos, un breviario del relato encontrado en mi piel.

 

No fui niña de libros de cuentos; hubo algunos, no demasiados, leía comics, escribí en Baby’s in Black, novela gráfica. El cuento de mi infancia es el propio de los benjamines en los que habitan personajes imaginarios que acompañan la soledad; en una dación en pago para mi cardiólogo, se lo conté en Jugando a las tacitas con @bebetodice.

 

El oficio de cronista lo empecé con dientes de leche. Contaba historias fantásticas provenientes de otras sonoridades, lenguas y visiones que llevaba a mis amigas del colegio. Salían del cine. Desde Chaplin hasta Bogdanovich, formaba colecciones semanales repartidas de tres en tres.

 

Mudé dentadura reuniendo apetito por las palomitas y por el relato a causa del trabajo de mi papá en una casa distribuidora de películas y administradora de salas de cine (Renacer con la primavera).

 

Con el nuevo yo de la pubertad, sensual por naturaleza, del cuento una prefiere ser el personaje central, pero la timidez y el desarrollo asimétrico me pondría a esperar los besos. Fue cuando tres amigas, Soraya, Anita y Ana, como escribas de Alejandría, me enseñaron el gozo por la lectura. Durante el tiempo en que los amores fueron solo quimeras, la sensualidad interior de las palabras me facilitó otros estímulos.

 

Me hice abogada y el poder de la argumentación me permitió canalizar batallas basadas en la razón. La Aquiles de la cortada en la frente encontró las armas del helenismo para combatirlas. Sin embargo, mi Ulises interior anduvo décadas por un mar a la deriva y sin anclaje.

 

Lo dominicana me hace parte del sueño de Alejandro, pero ese rasgo cultural no quiso quedarse en la piel o en los combates basados en la razonabilidad jurídica. Un buen día me escapé de los signos del gineceo de la vida contemporánea, para liberar pensamientos archivados. La Ulises interna se emancipó a través de la escritura de esta columna, antes solo jurídica, renombrada bajo el título Artes y oficios.

 

Ese renacimiento temático con frecuencia marca el camino al pasado, hacia los bisabuelos (Alter ego), las tatarabuelas (Peregrinos del siglo XXI) y otros linajes culturales (La invención de Tharpe, el rock n roll, Elena Garro, madre tóxica de una obra atrayente).

 

Mi crónica se libera con tu ensayo. Me salva un poco del miedo de callar emociones e ideas sin la meditación propia del libro escrito. A veces no escribo, converso. Al pie de estos artículos he empezado hablando con gente primero desconocida, como Yulissa, el doctor García y ahora contigo.

 

Y es que, querida Irene, nunca dejé de ser la niña peculiar que llegaba los lunes por la mañana con mi poncho morado a la primaria, a contar las películas exhibidas en el cine Triple y la que volaba en la Dodge despeinada sobre pilas de arena buscando emoción que ahora encuentro de madrugada en el teclado.

 

Mi vieja calle era un cul de sac, pero para mí, sobre la Dodge, era grande como las carreteras atravesadas por Kerouac, hijo de la literatura de los caminos reflexivos.

 

Creo avistar la gran caravana con emoción febril, mientras el Covid pasa de mí. La leo en El infinito en el Junco, y en la gracia olímpica de medallistas Lidio Feliz, Fiordaliza Cofil, Marileidy Paulino y Alexander Ogando.

 

Me despido invitándote a visitarnos. Recorre en conversaciones con nosotros el hallazgo arqueológico iniciado por Henríquez Ureña, cuando escribió El Español en Santo Domingo, sobre las viejas lenguas vivas, conservadas en el modo que hablamos los dominicanos.

 

El español antiguo anda en arcaísmos que hablamos por las calles de Santo Domingo y el resto del país, ello hay bastante; disfrutarías del acorde formado por notas andaluces con el bajo de tono africano de nuestro acento. En nuestras bocas podrás cucutear que estamos cundíos de palabras que salieron de la vieja África, en tanto el taíno extinto come a diario de nuestra mesa y se mantiene cacique de los ríos, las cordilleras, los animales y el hábitat que bautizó.

 

Somos un papiro orgánico y vivo, diciendo palabras de pueblos desaparecidos, un canto homérico que late valor, arrojo y utopía.

 

 

Con aprecio,

 

Angélica Noboa Pagán