Como principal tutor de la sociedad a la clase política se la endilga el mayor oprobio por la corrupción en la gestión pública. Sus más comunes purulencias son los sobornos de funcionarios que, atrincherados en sus puestos, dispensan canonjías y privilegios. Por falta de transparencia y monitoreo adecuado, sin embargo, pocos notan que las contribuciones de los entes privados a las campañas electorales pueden ser más dañinas. Un reciente y bien articulado pronunciamiento del CONEP sobre el problema reclama ponerle coto al daño que algunas infringen a la institucionalidad.
El contubernio entre actores privados y públicos ha estado presente desde los albores de la república. No importó que Duarte sentara el ejemplo de honestidad cuando devolvió, al regresar a Santo Domingo desde Sabana Buey, el dinero que la Junta Central Gubernativa le había asignado para fortalecer junto a Santana las defensas anti haitianas. Santana, Buenaventura Baez, Lilis y otros de los que ocuparon el solio presidencial en el siglo XIX acudieron a los comerciantes por préstamos. Los empréstitos leoninos tambien exigían canonjías de los mandatarios, entre las cuales sobresale la concesión y sobrevaloración de obras.
Candido Gerón ha perfilado ese “saqueo histórico” en su obra “172 años de Corrupción en la Republica Dominicana” (2017). Su extensa investigación lo llevó a concluir que “la corrupción en el país ha creado una especie de agonía institucional y el dilema apunta a la instalación de la cultura del ‘caudillismo mediático, la corrupción y el nepotismo.” Por su parte, Antoliano Peralta Romero ha señalado que “el peor efecto de esta aberración social es que se ha ido creando en las nuevas generaciones una cultura de la corrupción. Muchos dominicanos de estos tiempos ven en el acto de desfalcar al Estado, una conducta tolerable o de la que no hay que avergonzarse”.
Tal vez el más influyente órgano de la sociedad civil, Participacion Ciudadana ha realizado varias investigaciones importantes sobre la corrupción más reciente. Todas –como la reportada en La Corrupción Sin Castigo (2014)—concluyen que un manto de impunidad siempre ha favorecido a los culpables. Por lo general, sin embargo, el foco de las investigaciones se concentra en la entidades públicas y sus incumbentes. No se conoce de ninguna publicación que haya desenmascarado el entramado de corrupción de los agentes privados, ya sea solos o en contubernio con los funcionarios del estado.
Tal vez el periodo de menor contubernio público-privado se registró durante la tiranía de Trujillo. Es vox populi que en ese lapso solo Trujillo robaba y los privados que se beneficiaban lo hacían por su magnánima concesión. Es practicamente después de su ajusticiamiento que comienza la dupla de públicos y privados para esquilmar los ingresos y bienes del estado. (A la memoria acude el “Cuenten los Austin” de esa alborada.) Los tres caudillos que dominaron el escenario político desde entonces –Balaguer, Bosch, Pena Gomez—se reputan como hombres serios y honestos, pero eso no significó que no hubiera escándalos de corrupción durante sus respectivas gestiones públicas, todos protagonizados por funcionarios. Los 300 millonarios de la época de Balaguer es de legendaria recordación.
Tambien durante los gobiernos de Salvador Jorge Blanco e Hipolito Mejia hubo corruptelas que trascendieron. Pero ninguno de los casos alcanzó la espectacularidad de los subsecuentes durante los 20 años de gobiernos del PLD. Los más sobresalientes casos, como los sobornos de Odebrecht con Punta Catalina (además de las 18 obras civiles) y Embraer con los Tucanos, califican más como corrupción de funcionarios por parte de actores extranjeros. Aunque fueron muchos actores privados que se enriquecieron con los contubernios que asignaban obras y manipulaban licitaciones, la atención de la opinión pública nunca se centró en los protagonistas privados. Y la indignación publica con la corrupción imperante, la cual desembocó en manifestaciones sin precedentes como las de la Marcha Verde que finiquitó la era peledeista, nunca culparon a los privados. Así de descarada era la corrupción de los funcionarios.
Lo paradoja es que ningun gobierno anterior a los del PLD había creado tantos mecanismos extraordinarios para prevenir o sancionar la corrupción. Los antídotos que creó el PLD han sido todos un fracaso: juramentos de funcionarios para profesar la ética, la declaración jurada del patrimonio, la ley del derecho a la información pública, las veedurías, la creación de la dirección de ética gubernamental y de la procuraduría especializada contra la corrupción administrativa. La Cámara de Cuentas se zambulló en un cómplice silencio y dejó de jugar su rol institucional. (Del 2008 al 2016 la Cámara de Cuentas entrego al Ministerio Publico 78 auditorías a los partidos políticos sin ningun resultado.) El Ministerio Público en general, ahogado por los nombramientos partidaristas, tampoco jugó un papel activo y las Altas Cortes eran vergonzosamente genuflexas.
Con un Ministerio Publico independiente el pais esta ahora intentando asestar duros mandarriazos a la corrupción gubernamental. Eso ha sido reforzado por una serie de medidas de la Direccion General de Ética e Integridad Gubernamental, incluyendo el nombramiento de oficiales de cumplimiento en las entidades públicas. No se divisa, sin embargo, ninguna medida o entramado para prevenir la incorporación perversa de los actores privados. La idónea gestión de la Direccion General de Contrataciones Públicas, aunque crucial para impedir muchos desvaríos, no dispone de dispositivos que prevengan los dolosos actos de los agentes privados. Afortunadamente, la nueva Cámara de Cuentas está comenzando una labor efectiva pero no se nota por parte del Congreso una fiscalización eficiente sobre la rendición de cuentas.
Hace décadas que se viene comentando que, después de Trujillo, las grandes familias ricas del pais son las que verdaderamente gobiernan el pais. Su riqueza fue inicialmente revelada por los libros del valiente periodista Esteban Rosario: “Los Dueños de la Republica Dominicana” y “El Grupo Vicini: El Verdadero Poder”. Pero, aunque todos intuimos que esas familias ejercen influencias que van mucho más allá de la que pueda ejercer el pueblo llano, las urdimbres correspondientes no trascienden. Algunos de nuestros presidentes incluso han desafiado esos poderes: recuérdese la declaración de utilidad pública a terrenos de Boca Chica y Andres hecha por Balaguer. Ha sido en este gobierno del cambio, sin embargo, donde la alegada influencia de los “poppys” ha sido más criticada por evidente en cargos ministeriales.
Cuando se piensa en lo que podría ser una estrategia para prevenir el dolo privado conviene apuntar a lo más trascendente. Eso implica encontrar antídotos a la corrupción de las campañas electorales, sin duda el nexo donde se comienzan a cocer los contubernitos. Con 4,113 cargos electivos la tarea de enfrentar la corrupción se torna muy retadora. Por eso es preferible que se comience por la más dañina: la corrupción que se incuba cuando a la campaña presidencial le inyectan recursos los más ricos de la sociedad. Con esas contribuciones se condiciona el amplio accionar del futuro presidente y se crean condiciones para que los donantes reciban favores que, en última instancia, dañan al fisco y, por ende, a los más pobres. Según una publicación de la OEA: “El dinero y su poder pueden desvirtuar la voluntad del pueblo; pueden alterar la competencia electoral; sobornar, dictar políticas públicas, tornar frágil a la democracia.”
Ha causado una grata sorpresa la recién declarada posición del CONEP acerca de la necesidad de corregir los potenciales entuertos creados por las contribuciones a las campañas electorales. En aras de proseguir con la modernización del régimen electoral, el CONEP ha reclamado de las autoridades “erradicar definitivamente la posibilidad de que recursos ilícitos puedan permear la actividad política; a evitar que el crimen organizado traspase los partidos políticos, y a fortalecer el escrutinio del patrimonio de los candidatos y de los aportes que reciben.” Por eso han demandado que se fortalezca “el rol de control y fiscalización de la Junta Central Electoral (JCE), como órgano rector, mediante su Unidad de Control.” Con esto se esperaría desnucar el eventual contubernio entre donantes y candidatos, lo que prevendría el contubernio subsiguiente de los funcionarios con los entes privados.
Además, quien escribe ha sugerido en un escrito anterior que “una manera de lograr eso sería que a los partidos se le requiera presentar a la JCE, con suficiente tiempo de antelación, un “Plan de Campana” donde detallen todas las actividades proselitistas que ejecutaran. Para ello la JCE proveería una Guía sobre los tipos de actividades permitidas que clasifiquen para ser totalmente financiadas por el Estado. Y por supuesto, los partidos tendrían que limitarse forzosamente a seguir estrictamente ese guion y no pasarse de ahí.”
Por la presente urgencia de aprobar una nueva legislación electoral es muy posible que el reclamo del CONEP no se acoja en sus disposiciones. Eso significaría que la dañina intromisión de los ricos en las campañas electorales no sería enfrentada como se debe. Sin duda, nuestra frágil democracia seguirá a la deriva mientras no se le ponga coto a los abusos que se derivan de esas donaciones. De ahí que tampoco sería escuchada la reciente petición de un obispo para que la justicia le dé un escarmiento a los corruptos.