"En aquel tiempo los discípulos vinieron a Jesús, diciendo: ¿Quién es el mayor en el reino de los cielos? Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos. Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe. Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar" (Mateo 18, 1–6).
La muerte de Stephora Anne Mircie Joseph ha puesto en evidencia zonas profundas de nuestra vida social que rara vez se examinan con detenimiento. Confieso que cuando vi a su madre hablar de su hija, brotaron lágrimas de mis ojos, porque como padre tuve una conexión vital inmediata con su realidad.
Más allá del desenlace trágico, su caso obliga a reflexionar sobre cómo se distribuyen la protección, la atención y el reconocimiento en una sociedad donde la pertenencia no siempre se concede de manera equitativa. No es solo la historia de una niña que murió en una excursión escolar, es la confirmación de que las diferencias asociadas al origen racial o étnico, el fenotipo o la procedencia familiar pueden influir silenciosamente en la experiencia cotidiana de muchas personas.
En ese gesto, Jesús no solo honró a los niños, elevó la responsabilidad moral de los adultos al nivel más alto posible
La República Dominicana mantiene una relación histórica compleja con la identidad haitiana y afrodescendiente, una relación marcada por tensiones que no siempre se admiten públicamente. No existen posiciones uniformes, pero sí patrones sociales que muestran cómo ciertos prejuicios permanecen activos, aun cuando nadie los proclame abiertamente. En ocasiones no se manifiestan con agresiones directas, sino con gestos pequeños, silencios prolongados, respuestas tardías o ausencias institucionales que producen efectos muy reales.
Stephora vivía en ese contexto. Su familia había reportado situaciones de burla y exclusión relacionadas con su origen, y esas advertencias no lograron activar mecanismos de protección sólidos. No se trata de afirmar que esas experiencias provocaron su muerte; se trata de observar que la falta de respuestas consistentes ante esas alertas revela una fragilidad institucional que afecta con mayor fuerza a quienes cargan con identidades consideradas diferentes y rechazables por muchos segmentos de nuestra sociedad.
Cuando la protección escolar no actúa con prontitud frente a casos así, la desigualdad deja de ser una abstracción y se convierte en una vivencia concreta.
La discriminación contemporánea rara vez se presenta como un ataque frontal. Con mayor frecuencia, opera mediante indiferencias selectivas, dudas frente a quienes denuncian, cuestionamientos sobre la credibilidad de víctimas jóvenes, relativización de la exclusión que estas describen. Lo racial funciona entonces como una capa no siempre visible que modula la respuesta institucional. No hace falta que alguien pronuncie una frase racista para que exista un trato desigual; basta con que la urgencia del cuidado no sea la misma para todos.
Situaciones similares han ocurrido en otros países. El caso de Joane Florvil en Chile, migrante haitiana fallecida tras una detención rodeada de errores administrativos y falta de comprensión cultural, evidenció cómo los prejuicios invisibles pueden transformar un procedimiento institucional en una cadena de vulneraciones. Esa muerte provocó debates nacionales sobre racismo y trato desigual a personas haitianas, un tema que parecía ajeno hasta que una vida se perdió en medio de malentendidos y omisiones.
Organizaciones internacionales como Amnistía han señalado que las personas de origen haitiano suelen enfrentar dificultades particulares en distintos países del continente, lo que confirma que las tensiones asociadas a la identidad y al origen no son exclusivas de una sola nación.
El caso de Stephora no exige acusaciones generales, exige preguntas responsables. ¿Las instituciones responden con la misma contundencia frente a todos los estudiantes? ¿La procedencia familiar condiciona la credibilidad de ciertas denuncias? ¿El país cuenta con herramientas capaces de atender la discriminación cuando esta se presenta con sutileza? Estas preguntas no buscan culpables colectivos, buscan advertir que la igualdad formal y aparente puede coexistir con prácticas diferenciales y discriminatorias no declaradas.
En una sociedad plural, la protección de la infancia no puede depender de variables identitarias. Una escuela que recibe una denuncia de maltrato debe actuar no solo para evitar daños mayores, sino también para impedir que la exclusión simbólica se normalice y expanda. Cuando esto no ocurre, la educación pierde parte de su función social, pues se convierte en escenario de reproducción de desigualdades que los niños no eligieron.
El país no necesita culpabilizarse para mejorar, necesita revisar sus mecanismos de protección y fortalecerlos. Necesita que la pertenencia sea un hecho y no una concesión. Necesita asumir que la diferencia no puede ser motivo de sospecha ni excusa para la inacción. La muerte de Stephora no explica por sí misma el estado de la convivencia nacional, pero sí señala un punto donde las fracturas se hicieron visibles
Cuando el rechazo hacia un grupo se convierte en práctica social consciente, cuando la desconfianza se legitima desde espacios públicos o privados y el prejuicio deja de ser pulsión individual para transformarse en mensaje repetido y normalizado, las consecuencias se vuelven profundas y duraderas. El odio no permanece contenido; se filtra en las conversaciones, en las decisiones institucionales y en la manera en que se mira o se nombra al otro.
Esa energía social, una vez puesta en marcha, se expande como aceite sobre papel, sin necesidad de grandes declaraciones ni líderes visibles; basta con la permisividad colectiva. Las relaciones cotidianas se erosionan, la sospecha se transforma en costumbre y la distancia entre grupos comienza a parecer natural. Ninguna sociedad sale ilesa de esa dinámica.
Lo que empieza como una idea tolerada termina por convertirse en un clima que condiciona las miradas, los afectos y las oportunidades, y entonces la desigualdad deja de ser una estadística y pasa a ser una experiencia diaria.
Cuidar a los niños no implica solo evitar accidentes, implica escuchar a tiempo, reconocer señales, actuar cuando alguien expresa incomodidad. Una comunidad que desoye esas advertencias no solo falla en su deber, también se priva de la oportunidad de construir un futuro más seguro para todos. Stephora merece ser recordada como la niña cuya muerte obligó a mirar aquello que durante demasiado tiempo preferimos no nombrar, la incómoda evidencia de que la pertenencia sigue siendo un terreno en disputa.
El propósito que deja su memoria es claro. Convertir esta reflexión en políticas efectivas que garanticen entornos escolares seguros donde toda identidad sea acogida con igual dignidad, promover formación docente que integre la gestión de la diversidad, crear canales de denuncia que funcionen con seriedad y sin sospechas previas, asegurar que ninguna diferencia se traduzca en riesgo. No se trata de construir unanimidades forzadas; se trata de afirmar con hechos que cada niño debe contar con un mismo horizonte de cuidado sin importar su apellido, su historia, su color de piel o su origen.
La República Dominicana mantiene una relación histórica compleja con la identidad haitiana y afrodescendiente, una relación marcada por tensiones que no siempre se admiten públicamente.
Ese sería un legado que honraría la vida de Stephora y que, al mismo tiempo, permitiría que el país avance hacia una convivencia donde la pertenencia deje de ser interrogante y se convierta en certeza compartida.
Para Jesús, los niños no eran una presencia decorativa ni un grupo marginal dentro de la comunidad. Les otorgó un valor espiritual y humano que invertía las jerarquías de su tiempo, en las que los pequeños carecían de voz, de derechos y de reconocimiento social. Los colocó en el centro, no como futuros adultos, sino como medida inmediata de autenticidad, humildad y grandeza.
No pidió que se les tolerara, pidió que se los recibiera, que se aprendiera de ellos y que se les protegiera con celo absoluto. Al advertir que dañar a uno solo de ellos merecía un castigo ejemplar, dejó claro que la dignidad infantil no era negociable y que la verdadera fe se demuestra en la manera en que una sociedad trata a quienes dependen de su cuidado. En ese gesto, Jesús no solo honró a los niños, elevó la responsabilidad moral de los adultos al nivel más alto posible.
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