La mitología griega alecciona al ser humano, en repetidas ocasiones, debido a su osadía y desobediencia a los dioses. Por eso, el sinfín de castigos ejemplares que padece todo el que se deleite oyendo el canto letal de las sirenas (ver, https://acento.com.do/opinion/el-canto-de-las-sirenas-de-homero-a-freud-pasando-por-nietzsche-9528171.html); o bien, aquellos que como Prometeo ponen en entredicho el origen y la finalidad de la civilización humana (ver, https://acento.com.do/opinion/el-mito-de-prometeo-rebeldia-y-civilizacion-9530044.html).
En ese contexto, el mito de Sísifo trae una nueva lección a todo el que, como Odiseo, esté dispuesto a desafiar su hado, haciendo valer solamente su valor y astucia.
El mito de Sísifo
El mito de Sísifo, enraizado en la tradición griega antigua, narra la historia de un rey de Corinto condenado por Zeus a empujar, perpetuamente, una enorme roca cuesta arriba por una ladera, solo para verla rodar hacia abajo una y otra vez.
Esa imagen de repetición interminable y esfuerzo inútil perdura como símbolo de la estéril lucha humana ante un universo indiferente, debido a lo absurdo de la libertad y de la vida humana.
Cierto, Sísifo era célebre por su astucia. Pero, tantas veces engañó a los dioses, y se sucedieron tantas revelaciones de secretos divinos, burlas a la muerte y desafíos al orden impuesto por los olímpicos, que el castigo recibido no fue tanto el dolor físico padecido, sino la inutilidad de su esfuerzo, el estéril fracaso de su quehacer, la ausencia de sentido último de todo su cometido.
De ahí que infinidad de pensadores, poetas y filósofos han encontrado en Sísifo una figura rica para la reflexión sobre el sentido de la vida, el castigo, la rebelión y la libertad.
El eterno retorno
A finales del siglo XIX, Friedrich Nietzsche, con su concepto del eterno retorno, plantea una hipótesis inquietante: ¿qué pasaría si tuviéramos que vivir la misma vida una y otra vez, eternamente, sin posibilidad de cambio? Esa idea, expuesta en La gaya ciencia y en Así habló Zaratustra, se convierte en una prueba ética: solo aquel que puede decir “sí” a la vida, incluso a pesar de su repetición infinita, alcanza una afirmación radical de la existencia. Desde esa perspectiva, su relación con Sísifo mitológico es clara.
Hasta aquí, el castigo de Sísifo puede verse como una forma de aquel concepto, es decir, repetir por siempre un mismo acto sin finalidad última. Pero, por eso mismo, la afirmación del eterno retorno en Nietzsche es una expresión de amor fati (amor al destino), mientras que, en autores posteriores del siglo XX, se refiere a una rebelión ante el absurdo. En ambas instancias, la idea central es que la grandeza humana reside en asumir la vida tal y como es, sin apelar a concepciones metafísicas y, mucho menos, a consuelos esclavizantes o religiosos.
El absurdo
En efecto, en 1942, el escritor y filósofo francés Albert Camus publicó El mito de Sísifo, un ensayo filosófico en el que redefine la figura del héroe griego. Para Camus, el mito no es una mera historia trágica, sino una metáfora de la condición humana en un mundo absurdo. El absurdo, para Camus, surge del choque entre la búsqueda humana de sentido y el silencio del universo. No hay respuestas definitivas a las preguntas fundamentales de la vida. ¿Por qué existimos? ¿Qué propósito tiene el sufrimiento? De ese vacío nace el absurdo.
Camus interpreta a Sísifo no como un hombre derrotado, sino como alguien que acepta su destino y lo abraza con conciencia plena. En una de las frases más famosas del ensayo, Camus concluye: “Hay que imaginarse a Sísifo feliz”. Esa felicidad no surge de algún logro atribuible a su ajetreo circular, sino del acto de aceptar su condición y de encontrar en el esfuerzo mismo un acto de libertad. Sísifo, en su lucha inútil, se convierte en símbolo del ser humano que, aun consciente de estar sumido en el absurdo, se niega a rendirse.
El sinsentido moderno
En su forma contemporánea, millones de personas empujan cada día su propia piedra: levantarse, trabajar, consumir, dormir y repetir hasta llegar al final sin fin. En este sentido, Sísifo representa al individuo atrapado en sociedades institucionalmente estructuradas que imponen patrones de comportamientos culturales repetitivos, desprovistos de propósito existencial.
Sin embargo, algunos pensadores y artistas han encontrado en esta figura un impulso para la transformación personal. El psicólogo Viktor Frankl, por ejemplo, sostiene en El hombre en busca de sentido que incluso en las situaciones más desesperadas (como los campos de concentración), el ser humano puede encontrar un propósito que dé sentido a su sufrimiento. Esta postura, aunque distinta a la de Camus, complementa su visión: no es el resultado externo lo que nos salvaguarda, sino la actitud interior frente a lo inevitable.
Sísifo también ha sido inspiración constante en la literatura, el teatro y las artes visuales. Autores como el inolvidable Franz Kafka, en relatos como Ante la ley o El proceso, exploran el sinsentido del sistema, el esfuerzo interminable por alcanzar una justicia o verdad inalcanzable. En otro registro, la obra de Samuel Beckett, especialmente Esperando a Godot, evoca la espera interminable como forma de condena ‘sísifica’.
Así, pues, lejos de ser una reliquia mítica de la antigüedad, la figura de Sísifo se ha convertido en metáfora de la condición contemporánea, no solo de la clase obrera, sino de todas. Cada uno y todos los individuos buscamos orientación en un mundo que no deja de padecer de indiferencia, desconfianza y exceso de vorágines borrascosas.
Es, por tanto, que el mito sigue vivo, pues toca una fibra íntima e inextirpable de la experiencia humana.
En conclusión, lo decisivo es que Sísifo es inconcebible sin la piedra y su movimiento fútil. Cada uno de sus infinitos ascensos es, tanto un acto de resistencia, como un testimonio inútil del coraje de existir.
En un mundo donde las certezas desaparecen y el sinsentido pulula, Sísifo se alza como un modelo paradójico: héroe del absurdo que no se deja vencer por este. La roca que cae es, al mismo tiempo, la posibilidad de la resistencia y del intento. Y, la cuestión de fondo, siempre ha sido y sigue siendo la misma: discernir si ese volver a empezar el continuo ascenso de la ladera de la vida, cada día, revela la terquedad natural y sin razón del voluntarismo a ultranza; o, tal vez, si cifra lo más humano de la condición humana, es decir, creer en algo o en alguien que devuelva el sentido y la esperanza a ese ser –por ahora absurdo y sinsentido– en su actual ir cuesta arriba.
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