2025: de fenómeno estructural a amenaza

A lo largo de 2025, la migración dejó de ser abordada en la República Dominicana como una realidad estructural para ser tratada, cada vez más, como una amenaza. La figura del migrante fue proyectada como factor de desorden, presión y peligro, y las políticas públicas comenzaron a organizarse en torno a esa percepción.

Las deportaciones se intensificaron, el margen para el debido proceso se estrechó, al igual que la frontera entre política migratoria y sanción. Todo ello fue acompañado por un discurso que invoca soberanía y orden, aun cuando ese orden descanse sobre zonas jurídicas grises, procedimientos opacos y una renuncia tácita a la rendición de cuentas.

En ese clima, el temor dejó de ser solo un recurso del poder y comenzó a circular socialmente. El tema de la migración fue apropiado por actores civiles que, en nombre de la defensa nacional y de la Patria, ocuparon el espacio público con prácticas de señalamiento, exclusión y exhibición de fuerza. Se produjo la expresión social de una narrativa previamente legitimada y amplificada por ciertos medios y redes sociales.

Silencios, violencia y normalización

2025 fue también el año en que escenas profundamente deshumanizantes irrumpieron de manera recurrente en el espacio mediático. Operativos que derivaron en verdaderas cacerías humanas; mujeres embarazadas sacadas de centros de salud para ser deportadas; niños y niñas detenidos o expulsados en abierta contradicción con los tratados internacionales suscritos por el país. Estas imágenes contribuyeron a instalar un umbral peligroso de tolerancia frente a la violencia institucional.

Ese clima se tradujo en discursos de odio y, en algunos territorios, en movilizaciones abiertamente xenófobas, como la marcha ocurrida en Friusa y, de manera particular, los desalojos y destrucciones que afectaron al sector de Mata Mosquito. Cuando el Estado vulnera sus propias normas y compromisos, genera un mensaje peligroso: la exclusión deja de ser excepción y la violencia encuentra justificación social.

Al mismo tiempo, el país asistió a un ejercicio de concertación institucional de amplitud poco frecuente. A través del Consejo Económico y Social, y con el respaldo del presidente de la República y de los expresidentes, se reunieron instituciones públicas, sectores productivos, academia y organizaciones sociales para abordar el fenómeno migratorio. El gesto reconocía su complejidad. Sin embargo, con el paso de los meses, ese proceso se fue diluyendo. No hubo conclusiones públicas claras ni una hoja de ruta compartida. El diálogo quedó suspendido, mientras las prácticas más duras continuaban su curso.

El año avanzó así, marcado por una gestión donde la información fue escasa y fragmentada. Faltaron datos completos, informes verificables y evaluaciones independientes.

Las consecuencias no tardaron en hacerse visibles. Sectores productivos comenzaron a resentir la falta de mano de obra; comunidades enteras vivieron en un clima de temor e incertidumbre; y se erosionó una idea básica del Estado de derecho: que la acción pública no puede fundarse de manera permanente en la excepcionalidad ni en la despersonalización. El control ejercido fuera del marco legal no ordena la migración; habilita abusos.

En ese contexto, las resistencias fueron impulsadas en gran medida por los mismos sectores que históricamente han defendido los derechos humanos. Organizaciones sociales, ámbitos académicos, algunas comunidades religiosas y voces del periodismo continuaron señalando estas derivas y reclamando, entre otras medidas, la regularización de los trabajadores migrantes.

Surgieron espacios de articulación como el Colectivo Migración y Derechos Humanos y la Alianza de Defensores de Derechos. Gracias a estas voces, la normalización no fue absoluta.

En noviembre de 2025 se produjo la muerte de Stephora, una niña migrante, envuelta en la opacidad y en una ausencia persistente de explicaciones oficiales. Este caso expuso con crudeza una forma de administrar lo incómodo. El silencio sustituyó al esclarecimiento; la protección institucional desplazó la responsabilidad; el tiempo hizo su trabajo de desgaste. Fue otra señal de la normalización de prácticas excepcionales, la dilución de responsabilidades y la sustitución de la verdad por el silencio, dejando expuestos a los sectores más vulnerables.

La crisis de SENASA terminó por desmentir uno de los argumentos más reiterados del año: que las mujeres migrantes que dan a luz en el país serían las principales responsables del deterioro del sistema de salud. El significativo fraude reveló, más bien, fallas de gestión graves, confirmando que la migración fue utilizada como explicación fácil para problemas que tienen otras causas.

El riesgo de la continuidad

El 2026 se abre en un contexto que no favorece los cambios de rumbo. Las políticas migratorias nacionales no se desarrollan en el vacío: se inscriben en un clima regional e internacional marcado por el endurecimiento, la contención y la disuasión como respuestas dominantes. En ese marco, las decisiones internas, con su trasfondo cultural e histórico, tienden a sentirse acompañadas y legitimadas por una narrativa más amplia que reduce el costo político de la dureza y diluye la responsabilidad propia.

Este entorno limita las posibilidades de corrección. Cuando la política migratoria se integra a una corriente mayor, la tentación es profundizarla, no revisarla. El riesgo es que la excepcionalidad se vuelva doctrina y que medidas concebidas como coyunturales se consoliden como norma. Lo que se presenta como realismo puede terminar siendo renuncia.

Frente a ese escenario, el desafío de 2026 no será solo técnico ni jurídico. Será, sobre todo, político y ético. Reencuadrar la migración exige recuperar valores que han quedado relegados en el discurso público: la empatía frente a la vulnerabilidad, la generosidad frente a la historia compartida, la solidaridad como principio de convivencia y no como gesto ocasional.

La manera en que el país decida avanzar dirá algo esencial sobre su relación con la legalidad, con la verdad y con quienes habitan sus márgenes. La migración no mide únicamente la capacidad de control de un Estado, sino su disposición a no perderse a sí mismo en el ejercicio del poder.

Elisabeth de Puig

Abogada

Soy dominicana por matrimonio, radicada en Santo Domingo desde el año 1972. Realicé estudios de derecho en Pantheon Assas- Paris1 y he trabajado en organismos internacionales y Relaciones Públicas. Desde hace 16 años me dedicó a la Fundación Abriendo Camino, que trabaja a favor de la niñez desfavorecida de Villas Agrícolas.

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