Tenía cinco años cuando, una mañana fría, con mi camisa azul cielo, pantalón caqui, tenis Campeón y mi lonchera de metal de Batman y Robin, mis padres me llevaron por primera vez al Colegio De La Salle. Me cuenta mi madre que, inicialmente, no querían inscribirme por mi corta edad, pero gracias a su persistencia lo lograron.
Vagamente recuerdo mi asombro al ver aquella gran mole que era su edificio. También cuando mi madre, con su mano suave, tomó mis manitas trémulas y me ayudó a subir la pequeña escalera que conduce a su puerta principal. Poco después, fuimos recibidos, junto a otros niños de nuevo ingreso, por la profesora doña Fulvia y el espigado hermano Glaret. No olvido las lágrimas que brotaron de mis ojitos cuando mis padres se despidieron y me dejaron.
Entonces, doña Fulvia —de corta estatura, pero con la dulzura y firmeza que la caracterizaban como excelente educadora— nos dirigió unas palabras de bienvenida que apenas entendí y nos llevó de la mano a nuestra primera aula. Allí lloré con más fuerza. Así comenzó mi historia como lasallista, una historia que se prolongó por casi catorce años. Siempre estaré agradecido a mis padres por esta sabia elección, hecha con amor y sacrificio para mi educación y formación.
En vísperas del 44.º aniversario de nuestra promoción “Alegre y Solidaria” (1980–1981), he querido rescatar parte de ese pasado gratificante, algunas vivencias que marcaron lo que somos.
Desde la primaria nos hablaban del fundador de la congregación, San Juan Bautista de La Salle, y de su aleccionadora historia. Pero fue años después cuando comprendí verdaderamente la grandeza de su obra. Esto lo logré gracias a un ser humano formidable y maestro excepcional: el hermano Alfredo Morales. Recuerdo cuando llegó al aula con su habitual camisa blanca de manga corta, corbata sobria, pantalón gris, calva pronunciada, lentes y paso rápido. Nos saludó con su sonrisa contagiosa y nos cautivó al hablarnos del mentor de nuestra institución. Nos narró con pasión cómo este sacerdote y pedagogo francés abandonó fortuna y privilegios para fundar un movimiento revolucionario: formar profesores laicos para educar a niños pobres.
El hermano Alfredo encarnó a la perfección ese espíritu. Dejó un fecundo legado. Fue un excelente profesor, músico, escritor y promotor de importantes obras sociales, como el Centro de Juventud y Cultura de Cienfuegos, donde frecuentemente hacíamos trabajo comunitario bajo su guía. Con él forjamos conciencia social, sentido crítico y solidaridad. Miles de niños y jóvenes que lo conocieron pueden decir lo mismo.
A lo largo de los años en La Salle, acumulamos cientos de anécdotas. Allí fuimos niños, adolescentes y casi adultos. En cada rincón del colegio hay un olor, un color, una historia, un recuerdo, parte de nuestra vida. Hasta el imponente Diego de Ocampo, que se dibujaba al ocaso, era parte de nuestro familiar paisaje. En La Salle forjamos lazos de amistad que muchos aún conservamos después de más de seis décadas de existencia.
Una de esas historias la viví entre los diez y los doce años. Residía a cinco minutos del colegio, así que no tenía por qué llegar temprano… pero lo hacía por una razón muy especial. A eso de las 7:10 a. m., aproximadamente, me recibía el siempre amable Carlos, encargado de la limpieza, con su suape y su profuso llavero colgando de la correa, que sonaba muchísimo. El olor a mistolín que solía usar en sus eficientes tareas aún lo siento.
El motivo real de mi llegada temprana era que el panadero, que traía el pan caliente para los hermanos que vivían en el último piso, dejaba su triciclo en el patio. Mientras él subía, yo tomaba prestado su vehículo para dar unas vueltas por las canchas, los garajes o el play. Nunca tuve siquiera un velocípedo, así que aquello era para mí un lujo imperdible.
Un día quise extender la travesía y salí con el triciclo a la calle La Salle. El asfalto estaba húmedo. El frío de la primavera se sentía. Con emoción, llegué hasta el frente de la fábrica de hielo, que estaba al fondo, del lado del Colegio Duarte. De pronto, choqué con un viejo jeep Land Rover. Caí, y los panes rodaron por todas partes. Raudo y veloz me levanté, arreglé el triciclo, recogí los panes… cuando se me acercó un hombre con voz estruendosa. Al ver el rayón en su vehículo, comenzó a insultarme y hablarme de policía. Yo, aterrado, no sabía si decirle “perdón” o “gracias”; solo recuerdo que comencé a orinarme del susto. Entonces apareció el panadero, quien calmó al hombre y, en su estilo sereno, le entregó una funda de pan sobao caliente. Así terminó todo… excepto que, desde ese día, el panadero nunca más me dejó tocar su triciclo. Y yo, por supuesto, dejé de llegar temprano al colegio. Esta historia se mantuvo en secreto hasta hoy.
También atesoro el recuerdo de nuestros entrañables profesores. En primaria e intermedia: las veneradas hermanas Rosita y Antonia, con su firme disciplina; el hermano Marcos, sabio en ciencias duras, siempre alegre, bozo de brocha, en su motor negro 50. En secundaria, inolvidables figuras como Demetrio, con su chabacana blanca, paciencia infinita y dominio impecable de las matemáticas, que no eran mis fuertes; Ceballos, pequeño en estatura, pero gigante en ímpetu, con su cigarrillo y sus clases magistrales de historia, que disfrutaba; Pineda, con sus trajes oscuros y maletín, quien nos inculcó el amor por la Cívica, que sí me encantaba, y me exhortó a estudiar Derecho y enseñar, pues “me daría bueno”. Por eso, entre otras razones, terminé siendo profesor en el Colegio Duarte nocturno, y luego colega suyo; más tarde, docente por más de una década en la PUCMM, tareas ambas que me han hecho muy feliz, a Dios gracias.
Jamás podré olvidar a nuestro apreciado Llisán Wu, el chino, profesor estrella de Literatura, quien con su estilo humano y auténtico nos introdujo en los grandes de la literatura y nos cultivó el amor por la lectura. Aún conserva la misma sonrisa y afecto de siempre. También al consagrado hermano Pedro, que con su parsimonia nos aterraba cada viernes de fin de mes al entregarnos los boletines de notas, y nos levantaba los lunes con su arenga, de saludo a la bandera, que nos dirigía desde el pequeño balcón del edificio central. Al hermano Agustín, en su hermético y mágico laboratorio. A Rómulo el Grande, profesor de Educación Física. Y, en especial —cómo olvidar— a la joven y trigueña profesora Teresa G., cuando en ocasiones fungía de sustituta en secundaria y que los varones del grupo solíamos alentarla a volver.
Además de profesores, colaboradores, compañeros y amigos que marcaron nuestra historia. Con muchos de ellos compartimos detalles, aventuras, travesuras y paseos inolvidables: al Teleférico, donde nos quedamos hasta la noche por una avería; al zoológico; a la casa club de Hache en la capital, donde casi me ahogo sin que nadie lo supiera (hasta hoy); a la casa de los Montones, de los padres de Josy; a la playa de Sosúa, cuando nos hospedamos como sardinas en lata en un bungaló del Batey. Cómo olvidar, por ejemplo, el “apacible” sonido de la regla de Parmenio, que rivalizaba con las campanas del colegio.
Permítanme ahora detenerme en dos compañeros y amigos muy especiales. Dos dignos representantes de las palabras que identifican nuestra promoción. El primo, Pedro Fabio, quien, desde aquellos años, dentro y fuera de La Salle, siempre nos ha compartido su radiante alegría, exquisito humor, sabiduría y don de gente fuera de serie. Me siento orgulloso de ser su primo y amigo. Perdón, primo, por aquella ocasión en que te puse un chinche de cabeza roja en el pupitre antes de sentarte. El primo, en nuestro grupo, es nuestra feliz versión masculina de Mafalda. Y el otro es… un duende: el alemán, Elio Raúl. Desde primaria nos hicimos amiguitos, jugábamos pelota en el play del colegio o en el precioso jardín de su acogedora y queridísima familia; teníamos iguales aspiraciones: ser peloteros. Siempre hemos estado enlazados. Hoy me enorgullece seguir teniendo como amigo a este noble y solidario ser humano. Ambos, gran reserva de la mejor cosecha lasallista.
Tampoco olvido nuestro último día de clases, firmando frenéticamente todos nuestros respectivos polos azul claro. Como Silvio, hoy digo sobre ese unicornio azul: “Y si alguien sabe de él, le ruego información. Cien mil o un millón, yo pagaría”.
Aún tengo fresco en la memoria el acto de graduación en el recién inaugurado salón de actos del colegio. El rostro feliz de don Lorenzo y doña Tele, al ver a su único vástago varón recibir su título de bachiller. Luego, acompañarnos en la celebración con toda la promoción en el Gurabito Country Club.
Parece que fue ayer ese memorable 20 de junio del ‘81. ¡Cuánto ha pasado desde entonces! Pero la llama de nuestra promoción sigue ardiendo. Honramos la memoria de los apreciados compañeros que se han marchado. Procuramos mantener vivos los valores lasallistas, por ejemplo, a través de un fondo de asistencia económica para quienes lo necesitan y… dos grupos de WhatsApp que son verdaderas expresiones de surrealismo mágico: uno general y otro, para los disques deportistas —aunque un poco selecto, pues es solo de Caballeros.
Ambos segmentos tienen sus protagonistas estelares: el primo Pedro Fabio, con sus finos chistes interminables; la insaciable Gabi, superando a doña Flor, con sus cinco maridos: Joselo, el Cholo, Luichy, el Cocona y el de verdad, el muñeco; la Faride y, no Raful ; Domingo, el "come light"; el Cocona, el perenne bohemio; Marte, el ciclista empedernido; el violinista del tejado; el famoso Mello; el Cholo o el Laico; Cheda, el encriptado; Aníbal, el indomable; La Mocanita; Marcelita y Lina, las de los chelitos; y Ricky, el administrador y conciliador por excelencia. Yo, al igual que la mayoría del grupo, suelo ser solo un observador, que se deleita y aprende con todo lo que ahí ocurre.
Nuestra promoción ha hecho valiosas contribuciones a la sociedad en sus múltiples roles familiares, profesionales y sociales. Afortunadamente, ninguno ha requerido nuestros servicios profesionales por hechos que deshonren la impronta lasallista. Con entusiasmo, aspiramos a seguir viviendo bajo el estandarte de la Alegría y la Solidaridad, y preparándonos para celebrar nuestro 45.º aniversario el próximo año… Dios mediante.
Al concluir estos garabatos de emociones, brotan lágrimas de mi ser, que de pronto se erigen en gotas de rocío, acariciando la hermosa mañana de domingo en que los plasmo.
Noticias relacionadas
Compartir esta nota