Salí de mi pueblo natal hace 39 años. Hoy volví, no por una visita nostálgica, sino a realizar unas diligencias comunes: ir a la compañía telefónica y al banco. Lo inesperado no fue la espera en fila, sino el silencio de las miradas. No reconocí a nadie y nadie me reconoció a mí.

Soy extranjero en el pueblo donde nací, donde forjé mi conciencia social, donde di mis primeros pasos como dirigente estudiantil y más tarde como periodista.

Cuando era estudiante de secundaria, organizábamos protestas por mejores condiciones en las aulas. En la universidad, levantamos la voz contra la represión, el autoritarismo y por una educación científica popular. Aquel pueblo era testigo y escenario de mi despertar político, de mis primeras columnas, de mis primeras palabras públicas y de mis primeros discursos.

Fui parte de una generación que, con utopía, creía en la palabra, que marchaba con libros en la mano y sueños en el corazón.

Pero hoy, en el mismo lugar donde alguna vez llenamos las calles de consignas (Las elecciones no son la solución, el camino es la revolución) y promovíamos debates, me sentí como un visitante sin referencias. Una generación nueva ha crecido en mi ausencia, con su propio lenguaje, sus propios referentes, sus propios códigos. La historia que me une a este lugar no está escrita en sus memorias.

El tiempo no solo transforma el paisaje, también borra los rostros que sostienen la identidad de un pueblo.

Los compañeros de lucha ya no están. Algunos partieron, otros se dispersaron, otros simplemente fueron tragados por el silencio. Y yo, que fui testigo de aquella efervescencia juvenil, regreso ahora para entender que la distancia no solo es física, también es histórica.

No hay carteles que recuerden nuestras causas. No hay placas conmemorativas que cuenten las batallas. Solo la brisa, que a veces parece murmurar los nombres de los que alguna vez encendimos la llama.

No vine a buscar aplausos, vine a recordar que aquí aprendí a pensar y a luchar.

Hoy soy un extraño entre los míos, pero no por desamor ni por desarraigo. Es la consecuencia natural del paso del tiempo. Mi historia quedó detenida en una fotografía en blanco y negro, mientras el pueblo siguió a color. Mi identidad fue tejida aquí, pero ya no habita entre los jóvenes que caminan por estas calles.

Ser extranjero en tu propio pueblo no es una tragedia, es una lección de humildad y memoria.

Aun así, hay algo que no ha cambiado: el olor de las tardes, los bellos atardeceres de la ciudad donde nací, la brisa mañanera, las esquinas donde soñamos con cambiar el mundo. Aunque no me reconozcan, yo sigo reconociendo este suelo como mío. Y mientras haya memoria, habrá pertenencia.

Aunque mi rostro no despierte recuerdos, mi historia sigue enterrada aquí, como semilla de lucha y esperanza.

EN ESTA NOTA

Julio Disla

Estudió Comunicación Social en Universidad de La Habana, con un posgrado sobre Prensa Internacional en el Instituto Internacional José Martí, en Cuba. También estudió Pedagogía Mención Ciencias Sociales en el Centro Regional Universitario del Noroeste (CURNO), extensión de la UASD. Laboró como periodista en el Nuevo Diario, El Hoy y El Nacional de Ahora. También para los noticieros radia Noti tiempo, Radio Comercial, Acción Informativa, Radio Acción, Santiago y Disco 106, en la capital. Fue director de prensa de la Agrupación Médica del Seguro Social. Ha escrito varios libros; entre ellos De Pueblos y Héroes, Onelio Espaillat, ejemplo de firmeza y Agenda de la Libertad. Reside en Estados Unidos.

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