Los ruegos de Polifemo a su padre Poseidón, dios de las aguas, para que no deje sin castigo el daño que Ulises y sus hombres le habían hecho, son un grito de rabia y de impotencia a la vez, una poderosa invocación:

«¡Óyeme, Poseidón, que ciñes la tierra, dios de azulada cabellera!, si en verdad soy tuyo y tú te glorías de ser mi padre, concédeme que Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Ítaca, no vuelva nunca a su palacio. Mas si le está destinado que ha de ver a los suyos y tornar a su bien construida casa y a su patria, que sea tarde y mal, en nave ajena, después de perder todos los compañeros, y que encuentre nuevas penalidades en su morada».

Lo anterior se cuenta en el canto IX de «La odisea», y lo peor es que todo sucede al pie de la letra. No por nada Poseidón es dios de los mares y los terremotos, uno de los principales doce dioses del Olimpo. Un dios con muy malas pulgas, como casi todos los dioses.

En el tortuoso viaje de regreso se sucede una aventura tras otra; los vientos empujan las doce naves en que Ulises viaja junto a sus hombres a tierras lejanas. Algunos morirán ahogados y otros devorados por gigantes; enfrentarán peligros y bestias que desafían la imaginación. Ninguno, al final, quedará vivo. Ulises se queda solo y cae en manos de la ninfa Calipso, que lo retiene durante siete años en la misteriosa isla de Ogigia.

Las sirenas no solo cantan, también confrontan el deseo, la memoria y el precio de la curiosidad

Uno de los episodios más memorables del viaje, si acaso hay alguno que no lo sea, es el del encuentro con las sirenas.

La Odisea, Canto XII.  (Fragmentos sobre “Las sirenas”)

«Primero llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan estas con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil; que sujeten a este las amarras, para que escuches complacido la voz de las dos Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o les ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas […]

«Entretanto, la bien fabricada nave llegó velozmente a la isla de las Sirenas, pues la impulsaba próspero viento. Pero enseguida cesó este y se hizo una bonanza apacible, pues un dios había calmado el oleaje.
«Levantáronse mis compañeros para plegar las velas y las pusieron sobre la cóncava nave y, sentándose al remo, blanqueaban el agua con los pulimentados remos.

«Entonces yo partí en trocitos, con el agudo bronce, un gran pan de cera y lo apreté con mis pesadas manos. Enseguida se calentó la cera, pues la oprimían mi gran fuerza y el brillo del soberano Helios Hiperiónida, y la unté por orden en los oídos de todos mis compañeros. Estos, a su vez, me ataron igual de manos que de pies, firme junto al mástil sujetaron a este las amarras y, sentándose, batían el canoso mar con los remos.

«Conque, cuando la nave estaba a una distancia en que se oye a un hombre al gritar en nuestra veloz marcha, no se les ocultó a las Sirenas que se acercaba y entonaron su sonoro canto:

«“Vamos, famoso Odiseo, gran honra de los aqueos, ven aquí y haz detener tu nave para que puedas oír nuestra voz. Que nadie ha pasado de largo con su negra nave sin escuchar la dulce voz de nuestras bocas, sino que ha regresado después de gozar con ella y saber más cosas. Pues sabemos todo cuanto los argivos y troyanos trajinaron en la vasta Troya por voluntad de los dioses. Sabemos cuánto sucede sobre la tierra fecunda.”

«Así decían lanzando su hermosa voz. Entonces mi corazón deseó escucharlas y ordené a mis compañeros que me soltaran haciéndoles señas con mis cejas, pero ellos se echaron hacia adelante y remaban, y luego se levantaron Perimedes y Euríloco y me ataron con más cuerdas, apretándome todavía más.

«Cuando por fin las habían pasado de largo y ya no se oía más la voz de las sirenas ni su canto, se quitaron la cera mis fieles compañeros, la que yo había untado en sus oídos, y a mí me soltaron de las amarras».

Sobre este curioso encuentro hay muchas versiones, entre ellas una bastante extraña de Bertold Brecht:

Odiseo y las sirenas

Como es sabido, cuando el astuto Odiseo avistó la isla de las sirenas, aquellas cantantes devoradoras de hombres, se hizo atar al mástil de su navío y a sus remeros les tapó los oídos con cera a fin de que, gracias a esta cera y a las cuerdas que lo ataban, su goce artístico quedara sin consecuencias nefastas. Mientras remaban bordeando la isla al alcance del oído, los sordos esclavos pudieron ver a nuestro héroe retorciéndose en el mástil como si anhelara liberarse, y a las seductoras mujeres hinchando sus temibles gargantas. Todo transcurrió, pues, aparentemente según lo previsto y acordado. La Antigüedad entera creyó en el éxito de la artimaña del astuto héroe. ¿Seré yo el primero en tener ciertos reparos? Pues lo cierto es que me digo: sí, todo perfecto; pero ¿quién puede decir, aparte de Odiseo, que las sirenas cantaron realmente al ver a ese hombre atado al mástil? ¿Querrían aquellas poderosas y hábiles mujeres prodigar su arte con gente que no tenía ninguna libertad de movimiento? ¿Será esto la esencia del arte? Antes me inclinaría a pensar que las gargantas hinchadas vistas por los remeros se debían a los insultos que, con todas sus fuerzas, lanzaban ellas contra aquel cauto y condenado provinciano, y que nuestro héroe se retorcía en el mástil (cosa de la que también existen testimonios) porque, en definitiva, se sentía avergonzado.

FIN

Ulises regresaría solo al cabo de veinte años, disfrazado de mendigo, y encontraría su palacio invadido por una multitud de vividores que lo creen muerto y pretenden la mano de su esposa, la fiel Penélope. Con ayuda de su hijo Telémaco, organiza una matanza tan prolija que causa alarma en el inframundo, recobra su dignidad y sus posesiones, recobra a su ajada y fiel Penélope. Quizás vivieron felices para siempre o por lo menos hasta la muerte.

Sin embargo, este no parece ser el fin de la historia, aunque es el fin de «La Odisea». En otros relatos, otros poemas, otras fuentes, se afirma que a Ulises lo mató un hijo que había procreado durante el azaroso viaje de regreso con la maga Circe y que eventualmente el hijo, que no sabía que era su hijo, se habría casado o ayuntado con Penélope. Para colmo, Telémaco se une sexualmente a Circe y además todos se vuelven inmortales… Pero quizás solo se trata de calumnias.

Lo peor de todo es que un poeta griego moderno, llamado Konstantínos Kaváfis, se inventó un poema al que llamó «Ítaca», en el que dice cosas por las que Ulises, sin duda, lo habría colgado por cierta parte:

“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca, / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias. / No temas a los lestrigones ni a los cíclopes / ni al colérico Poseidón, / seres tales jamás hallarás en tu camino, / si tu pensar es elevado, si selecta / es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo. / Ni a los lestrigones ni a los cíclopes / ni al salvaje Poseidón encontrarás, / si no los llevas dentro de tu alma, / si no los yergue tu alma ante ti. / Pide que el camino sea largo».

Para Kavafis, el viaje es lo que importa. La utopía de Ítaca es lo que da sentido a la vida…

Pedro Conde Sturla

Escritor y maestro

Profesor meritísimo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), publicista a regañadientes, crítico literario y escritor satírico, autor, entre cosas, de ‘Los Cocodrilos’ y ‘Los cuentos negros’, y de la novela histórica ‘Uno de esos días de abril.

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