Hubo un tiempo en que el amor se expresaba al compás de una guitarra, bajo la luz temblorosa de la luna y con el corazón latiendo más fuerte que las cuerdas. En las calles de cada pueblo dominicano —de Santiago a San Pedro, de Mao a Barahona— existían los serenateros, poetas del aire libre, mensajeros de las emociones. Sus voces rasgaban el silencio de la noche para declarar lo que el alma no se atrevía a decir a plena luz del día.
El arte de enamorar con música
Dar una serenata era un acto de valentía y ternura. Los enamorados se reunían en secreto, afinaban la guitarra y elegían con cuidado las canciones: “Por amor”, “Historia de un amor”, “Mi amor abre tu ventana”, “Y quiéreme mucho, dulce amor mío”. Cada nota era una confesión; cada verso, un temblor. Había nervios, complicidad y una dulce espera. Cuando la ventana se entreabría, el corazón se detenía. Y si la enamorada aparecía, aunque fuera una sombra, el alma se sentía correspondida.
En las ciudades y campos del país había grupos conocidos: hombres como Sergio Fría Kent (Sergio el feo), Sandro y Cachila y tantos otros que, guitarra en mano, iban casa por casa llevando melodías. Una noche, en el barrio militar, la serenata casi termina en tragedia: cuando sonaba Julio Iglesias con “Quiéreme mucho, dulce amor mío”, un sargento rastrilló su arma creyendo que era un intruso. Aquella carrera —como las de Miguel Diloné en el estadio Cibao— quedó grabada en la memoria, mezcla de miedo y risa, de juventud y amor de Manuel Aracena (Chinini), Germán Ventura (Babaño) y quien escribe.
El ocaso del romanticismo
Hoy, las serenatas son un recuerdo que se apaga en la distancia. Las nuevas generaciones desconocen esa forma de amar que no dependía de pantallas ni mensajes instantáneos. Ya nadie reúne amigos para cantar al pie de una ventana, ni se arriesga a despertar a todo un vecindario por una mirada. En su lugar, el amor se expresa con emojis, audios o videollamadas. Todo más fácil, más inmediato… y quizá también más frío.
Las mujeres de hoy, hijas de otro tiempo, escuchan hablar de serenatas como quien oye una historia lejana, casi de leyenda. Pero quienes vivimos aquellos años sabemos que no había gesto más hermoso que el de cantar por amor, con la voz temblando entre el miedo y la esperanza.
La nostalgia como refugio
Las serenatas fueron una escuela de sentimientos, un ritual de entrega, una forma de decir “te quiero” sin pedir nada a cambio. No había tecnología, pero sí poesía. No había dinero, pero sí coraje. En cada canción se fundían la juventud, el deseo, la inocencia y la ilusión de eternidad.
Recordarlas hoy es rescatar un pedazo de la cultura popular dominicana, un tiempo en que la música era un puente entre los corazones. Quizá las serenatas no vuelvan, pero quienes las dimos, quienes corrimos bajo las balas o las bacinillas de miaos, sabemos que en cada nota quedó guardado un pedazo de lo mejor que tuvimos: la capacidad de amar sin miedo y de cantar sin esperar aplausos.
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