En este breve artículo me referiré a los hombres con comportamientos violentos. No me detendré en otras características porque no es el espíritu de este contenido.

El tema de la violencia es complejo, ya que se relaciona con aspectos biológicos, psicológicos, familiares y culturales.

Respecto a los aspectos biológicos, la neurociencia dice que la amígdala cerebral es más grande en los hombres que en las mujeres. Contribuye en la toma de decisiones junto con otras áreas cerebrales, en la conducta impulsiva y es generadora de conductas violentas. El neurocientífico Eduardo Calixto sostiene que la hormona de la testosterona hace a los hombres más competitivos, dominadores y agresivos que las mujeres.

La doctora Louann Brizendine, en su libro sobre el cerebro masculino, especifica que a los hombres les cuesta parar cuando se enfadan, lo que denomina ira autocatalítica.

En las redes sociales y programas noticiosos vemos cómo un hombre golpeador le pega a la pareja hasta dejarla destrozada.  Jacobson y Gottman le llaman pitbull a este tipo de agresor. Golpea a la pareja hasta matarla o por lo menos hasta creer que la mató. Es poco probable que muestre un comportamiento violento fuera del matrimonio.

La ira se nutre de testosterona, vasopresina y cortisol, hormonas que reducen el miedo físico. La mujer no representa para el hombre una verdadera amenaza. Si ella reacciona con ira ante su violencia, se enfurece más. Ante tal reacción, la mujer deja de defenderse, se siente impotente y abandona cualquier intento. Aprende que defenderse es un riesgo para ella. Además, se da cuenta de que sus esfuerzos no detienen la violencia de la pareja, lo que da paso a la indefensión o desesperanza aprendida (Leonor Walker).

Por otro lado, está la familia como escenario de la violencia. El doctor Calixto plantea que la exposición de los niños a agresiones, malos tratos, negligencia o abandono puede inducir a una conexión errónea de la amígdala cerebral, lo que los hace proclives a la ira y la violencia en la edad adulta. Además, se observa una disminución de la sensibilidad ante esta, por lo que la normalizan.

Asimismo, considera que los niños expuestos a la violencia en el hogar son violentos en la etapa adulta y que en los que se exponen entre los 7 y 14 años, cuando ocurre la tercera poda neuronal, los efectos pueden perdurar en la vida adulta, alterando las relaciones interpersonales, la capacidad para gestionar las emociones y la predisposición a la violencia. Afecta en cómo se procesa la violencia y el dolor.

Patricia Mesa y Luis Moya Albiol plantean en un trabajo sobre neurobiología del maltrato infantil que los niños expuestos al maltrato y la violencia presentan altos niveles de estrés que reducen el hipocampo, lo que conlleva a déficits en el funcionamiento intelectual, académico, social y comportamental.

Los niños no aprenden sobre los límites personales, no registran el “no me golpees”, no aprenden a controlar los impulsos ni a medir las consecuencias; no respetan el freno social ni familiar.

Si los niños se han criado en hogar con un padre violento como los tipo cobra, cuya violencia es brutal y peligrosa (aunque los pitbulls también golpean hasta dar por muertas a las parejas) no tan solo aprenderán la violencia, sino que se alterará su cerebro por la intoxicación con la hormona cortisol.

Las niñas que se crían en un hogar en el que la degradación de la mujer y la violencia son cotidianas y el abuso experimentado es una experiencia familiar conocida, aprenderán a normalizar la violencia desde la infancia.

El individuo y la familia interactúan con la cultura, de modo que esta forma parte de la ecología de la violencia, dado que el sistema de creencias imperante la normaliza, exime al violento de su responsabilidad y culpabiliza a la mujer. Las creencias condicionan los comportamientos, las actitudes y las formas de reaccionar. Ejercer la violencia se convierte en un hábito destructivo.

Celotipia y violencia

Los celos constituyen una emoción, que hasta cierto nivel  es normal en una relación de pareja y están sujetos al temor de perder algo valioso. Se vuelven disfuncionales cuando aparecen los ataques intensos y se percibe una amenaza real o imganinaria de que alguien quiere apropiarse de lo que considera propio, de su posesión. La persona se obsesiona con ideas constantes y obsesivas de que la pareja le es infiel. No hay provocación para generar sospecha, el cónyuge experimenta un sentimiento desproporcionado y aparecen conductas probatorias de ciertos rituales, que incluyen la persecución y el control la vida social, familiar y laboral de la pareja.

El doctor Enrique Echeburúa especifica que existen tres tipos de celos: pasionales, que son arrebatos de alta intensidad y de breve duración; obsesivos, que aparecen en los pensamientos como imágenes o recuerdos repetitivos que surge de forma involuntaria y son percibidos como amenazantes y carentes de sentido, provocan ansiedad y malestar emocional; y los delirantes que son aquellos en los que hay un convencimiento erróneo al interpretar la realidad externa, de manera que el agresor cree que, ciertamente, su pareja le es infiel.

Los celos disfuncionales crean una gran activación psicológica y fisiológica. Los pensamientos se covierten en un bucle sin fin y pueden desencadenar mayor violencia, conductas persecutorias y de  control, terminar en un feminicidio.

La violencia suele agraverse si el agresor presenta un trastorno de la personalidad u otra patología que deteriore la salud mental. El riesgo es que se incremente la posibilidad de mayor violencia. Cabe aclarar que los agresores con trastornos psicológicos son una minoría.

No podemos dejar de lado cómo la cultura moldea y condiciona los comportamientos estereotipados de acuerdo al género femenino o masculino.

Eliminar la violencia conlleva un programa de concienciación, educación y comprensión de todos los sistemas y subsistemas que la normalizan, la justifican y perpetúan. Es necesario que se estimule al pensamiento crítico, reflexivo y justo para eliminarla.

¿Qué se puede hacer?

Meditar. Evidencias científicas han evidenciado que la meditación reduce la activación de la amígada cerebral y que por lo tanto se puede cambiar el comportamiento violento.

Respiración consciente para calmarse y centrarse en su propio yo.

Caminar al aire libre en lugares con árboles.

Incrementar la empatía, el autocontrol y el altruismo.

Tener apoyo social de calidad.

Aprender a retirarse cuando perciba que la intención de violentar aparece.

Comprender que la pareja es una compañera con derecho a no ser violentada.

Asumir que la responsabilidad de la violencia es de quien la ejerce, no de quien la recibe.

Cambiar las ideas erróneas que normalizan y justifican la violencia.

Buscar ayuda profesional.

Soraya Lara Caba

Psicóloga

Psicóloga Terapeuta Familiar PhD en Salud, Psicología y Psiquiatría. Centro de Asistencia Familiar Presidenta PACAM

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