En toda democracia funcional, los legisladores son, en principio, depositarios del mandato popular y por ende custodios del deber más sagrado: el diseño y la creación de las normas que rigen la vida de todos y todas. En papel, un legislador debe ser alguien que se destaca por su capacidad de representar a un grupo humano, atado en nuestro sistema a lo geográfico. Debiera ser una persona capaz de aportar a lo común, sensata, consciente de su propia falibilidad y en profunda comunión con los intereses del conglomerado que representa. Esto así, porque una ley bien concebida no solo nos organiza, también encarna el pacto colectivo sobre lo que consideramos justo, decente, correcto. Pero en República Dominicana, ese ideal se ha visto traicionado con frecuencia alarmante, aunque, debemos admitir, que nunca, que yo pueda recordar, con tanta estridencia como cuando el Código Penal se promulgó este domingo 3 de agosto. Un día que vivirá en la infamia nacional mientras dure el concepto de República Dominicana.
Nuestros congresistas, salvo honrosas excepciones, al parecer, no entienden el derecho. Legislan como si redactar leyes fuera un trámite mecánico, sin consecuencias. Como si el derecho fuera un instrumento de poder, no un instrumento de justicia social cuyo último fin es proteger la paz pública. Y esta idea, “proteger la paz pública”, más que una omisión, en su recién publicado “Código Penal”, se transmuta en un verdadero ultraje – léase agravio, ofensa, atropello – al corazón mismo del orden democrático.
Y, para muestra, un botón. Entre los artículos del “código” que nuestra partidocracia ha forzado en la nación sin las mínimas consideraciones que los predecesores del Presidente Abinader tuvieron, se ha “colado”, sin mucha discusión pública, el “ultraje”, una figura que penaliza, según el nuevo texto, cualquier palabra, imagen, gesto u objeto, emitido en ámbito privado, que sea considerado ofensivo para la “dignidad” de un servidor del Estado.
Es decir, al leer el texto (artículo 310 del Código Penal), hay que concluir que si usted, en la sala de su casa, hace un comentario irónico sobre algún ministro, legislador, regidor, 5.º secretario de un Juzgado de Paz, no digamos el o la Presidenta y, esa persona se entera y se ofende, podría, con esta norma en la mano, iniciar una acción penal en su contra. Peor, el ofendido no tendría que ni cubrir las costas de un abogado, pues en su lugar el Ministerio Público, con todo su aparato, tendría que perseguir al que hizo el chiste.
Lo que para el legislador dominicano es “ultraje”, en el resto del mundo libre se llama libertad de expresión. Pero aquí, la piel del poder es demasiado fina y la memoria democrática demasiado corta. No saben nuestros legisladores, y al parecer tampoco el Presidente, que para que la ley cumpla su rol debe crear espacio seguro para lo incómodo, lo desafiante, lo irrespetuoso. Porque el poder, si no se le puede incomodar, ya no es legítimo: es abuso institucionalizado.
Alguna esperanza nos queda pues ya el Tribunal Constitucional Dominicano ha afirmado tácitamente la libertad de expresión como un pilar esencial de la democracia al consagrar que la crítica a funcionarios públicos y temas de interés colectivo gozan de una protección reforzada y que los límites a esta libertad deben interpretarse restrictivamente y conforme a los estándares internacionales, particularmente el Artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Esta salvaguarda jurisprudencial – que puede irse con la próxima corte, si seguimos como vamos – no nos protege de un escándalo que es doble. Pues no solo el contenido de este artículo llenaría las últimas fantasías de Atila el Huno, Luis XIV de Francia, Catalina “la Grande” de Rusia, Adolf Hitler. Cualquiera de estos sátrapas hubiera deseado una legislación como esta; ninguno intentó imponerla (pues temían la consecuencia que la misma tendría en cuanto a paz social). Por lo que, el escándalo más grande no es el artículo, sino su aprobación casi unánime, sin titubeos, sin un solo legislador que advirtiera el disparate jurídico, político y simbólico que el mismo implica. Sin un Presidente (nótese la mayúscula) que quisiera defender ya no su legado, sino su nombre ante la historia. Y por esto digo que esta inclusión no puede ser vista como un simple error técnico. Sino como lo que es, la confirmación clara de una partidocracia que legisla sin leer, sin pensar, sin temer a la historia.
Y así, el delito de ultraje termina por convertirse en su propio espejo y el de todo aquello que contiene el nuevo “código penal”. Es él mismo, el verdadero ultraje. Y no uno menor, sino uno profundo. No contra un “servidor” público, sino contra la inteligencia ciudadana, contra el derecho como ciencia, y contra la democracia como proyecto común. Si los dominicanos teníamos alguna duda de que el poder político nacional se entiende por encima de la sociedad como un todo, sólo debemos mirar este “botón” o el “código” que lo enmarca para darnos cuenta de que vivimos bajo la dictadura de una partidocracia inculta, ignorante del límite sano y necesario de su propio poder, y que en esto lleva ella misma el germen ineludible de su propia destrucción.
A veces no es necesario que una ley se aplique para que cause daño. Basta con que exista. Porque hay leyes que protegen. Y hay leyes que denuncian, sin querer, la fragilidad de quienes las aprueban.
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