Un mito pernicioso persigue al periodismo desde las postrimerías del siglo XIX en que el género informativo se abrió espacio entre el opinativo y luego tuvo su momento cumbre en el escenario de la Primera Guerra Mundial (28 de julio 1914-noviembre 1918) cuando se enseñoreó con su doctrina de la objetividad y el modelo de presentación de noticias piramidal, limitado a un estilo breve, seco, meramente expositivo, instrumentalizador del periodista.
“El periodista no puede emocionarse, ni impresionarse, ni llorar, ni reír, ni entristecerse, por muy dramático que sea el hecho, porque tiene que ser objetivo”.
Esa frase ha retumbado en redacciones de los periódicos desde antes el nacimiento de la carrera con la fundación de la primera escuela de Comunicación de República Dominicana, la de la UASD (2-2-1953), y, al paso de las décadas, ha ganado terreno con la repetición acrítica de sus defensores. Vive aún con mucha energía en impresos, radio, televisión e Internet. Hasta en opinantes mediáticos o “comunicadores” que, mientras juzgan, se alardean con la expresión “yo soy objetivo”.
A la luz de la realidad, sin embargo, la frase deviene en una falacia que abona a la deshumanización de la profesión, en tanto castra la imaginación, la creatividad y contribuye al ocultamiento de la matriz ideológica gestora de los procesos de manipulación de la información como mecanismos de control social.
Una nota seca, vacía de sentimiento, que, bajo un molde, relata lo sucedido con los mismos sustantivos, verbos, personajes, frasecillas de enlace y transición, sin contextualización; una articulación que busca neutralizar al periodista en su condición de semiotizador o ideologizador para disminuir posibilidades de roces con los poderes fácticos y políticos, da la sensación de informar, pero solo la sensación.
En las aulas universitarias, durante tres décadas, propusimos a los discentes una disrupción con tal esquema, no solo porque frisa el pensamiento, impide miradas 360 a los hechos noticiosos y prohíbe la construcción de narrativas refrescantes más representativas de las comunidades, sino también porque no envuelve ningún dilema ético y porque una persona sin sensibilidad social bajo ninguna circunstancia será buen periodista.
Era la razón por la que de manera rutinaria asignaba la realización de reportajes y crónicas en barrios de extrema pobreza y en emergencias de hospitales públicos (el de niños Robert Reid Cabral, el traumatológico Darío Contreras y las maternidades).
¿Cómo permanecía inmutable un periodista ante decenas de parroquianos que morían y otras que gemían auxilio tras caerles encima la losa de la discoteca capitalina Jet Set Club, cerca de la una de la madrugada del martes 8 de abril de 2025?
Quien ejerza la profesión tiene que impresionarse, sentir, llorar si el cerebro le dicta que llore (nunca teatro). No hay forma de contar historias creíbles desde la frialdad y la simulación, sin sufrir el sufrimiento de los otros, ni ejercitarse en las técnicas de investigación, narración, descripción, entrevistas.
Pero se debe actuar apegado a la ética, colocándose en el lugar del otro, siendo honestos y socialmente responsables, lejos del sensacionalismo y el amarillismo. El respeto a la dignidad y la imagen de la persona debería estar “entre ceja y ceja” del periodista. O de cualquier otro que merodee en los medios.
Resulta reprochable la difusión de vídeos y fotografías de seres humanos sin vida, desfigurados y bañados en sangre bajo el alegato de que “es eso noticia”, como se vio el martes y el miércoles. Peor si, como siempre pasa, las personas sin prestancia social y económica han sido el objeto de tal crueldad.
La revictimización representada en la difusión de vídeos, fotografías y transmisiones sensacionalistas, daña tanto como el siniestro prevenible acontecido en el establecimiento recreativo. Y ese ingrediente pestilente no ha faltado mientras ya la cifra de bajas alcanza al menos 225, mientras decenas de heridos hospitalizados tratan de ganar vida.
Por lo pronto, el viejo jueguito de la separación radical entre subjetividad y objetividad ya se pasó de estéril. Se olvida que el periodista como humano carga la primera hasta la muerte, porque es parte de él. Y la segunda le viene como “desiderátum ético”, parámetro cada día más distante, empero le sirve como marco de referencia para perseguirlo vía la mejor práctica profesional en beneficio de la sociedad.
Ya lo ha planteado José Bergamín, escritor, ensayista, dramaturgo y poeta español (1895-1983), al escribir sobre objeto y sujeto: “Si yo fuera un objeto, sería objetivo; como soy un sujeto, soy subjetivo”. “Si me hubieran hecho objeto, sería objetivo, pero me hicieron sujeto (soy subjetivo)”.
El desafío del presente no son las tecnologías; tecnologías ha habido siempre. El momento actual demanda concentrar esfuerzos para la puesta en escena de nuevas maneras de contar las comunidades desde su complejidad, de forma amena, sin estereotipos, sin “lugares comunes”, ni cursilerías, bajo la transversalidad de la ética.
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