“Me es más fácil ver todas las cosas como una cosa sola, que ver una cosa como una cosa sola”. Antonio Porchia
Hay ciertas personas que poseen una escasa memoria visual o que están convencidos de carecer de ésta. Yo, por el contrario, tengo una capacidad de almacenar recuerdos de un modo tan vívido que, en ocasiones, llega a asustarme. Hace un tiempo, mientras daba un paseo, vi aproximarse a una persona que había sido un buen amigo mío en segundo de primaria. Hacía más de sesenta años, desde que terminamos el curso, que no nos habíamos vuelto a ver. Al cruzarnos le saludé por su nombre y me respondió, pero noté que no me había reconocido. Le comenté entonces que habíamos estudiado juntos en la escuela República Dominicana de Villa Juana. Respondió que efectivamente él había asistido a clase en esa escuela, pero no consiguió recordarme. Lo cierto es que no sé bien qué pensaría de mí, pero esto me ocurre tan frecuentemente que he optado por hacerme el chivo loco cuando me encuentro con personas que conocí por poco tiempo o de manera circunstancial.
Durante algunos años tuve diferentes secretarías en algunos de los puestos de trabajo que fui desempeñando a lo largo de mi vida y sin más propósito ni intención alguna, podía recordar todos sus vestidos, sus bufandas y hasta los zapatos que calzaban. De igual modo me ocurre con mi indumentaria. Puedo almacenar con total naturalidad en mi memoria la corbata y el color del saco que usé cuando me reuní con determinadas personas.
La memoria fotográfica parece ser un rasgo que comparto con otro miembro de la familia. Norma Luisa, una de mis hermanas. Ella logra revivir con claridad y al detalle cuando viaja en automóvil toda la trayectoria de un recorrido, digamos desde la capital hasta Santiago, pero solo del lado derecho. Cuando retorna puede completar y rememorar todo el trayecto con las imágenes que quedaban antes a su izquierda.
El sentido de orientación es tan importante en mi caso que para sentirme en paz debo tener un conocimiento exacto de la ubicación de cada cosa. Cuando residía en New York reparaba en que el sol de la mañana iluminaba la cocina donde tenía una mata de albahaca morada y otra de limoncillo. Hacía entonces algo, que también suele hacer mi hermana, que consiste en trasladar con mi imaginación el apartamento hasta la isla de Santo Domingo entera y al hacerlo supe al fin ubicar la posición de esa ventana.
En el libro El lenguaje de los animales de Temple Grandin, zoóloga, profesora universitaria, activista y escritora autista, asegura que ella, al igual que los animales, contempla el mundo de manera absolutamente visual. Grandin afirma que piensa a través de imágenes. Yo, de igual manera, puedo recorrer caminos que frecuentemente he andado de manera visual en mi imaginación, sin importar el tiempo transcurrido desde que deambulé por ellos. A lo largo de mi infancia caminé con regularidad un trayecto para llegar a las fincas que mi padre tenía. Durante un tiempo disfrutaba de volver a realizar ese mismo recorrido en mi imaginación, hasta que un día sucedió algo que me disuadió de intentarlo de nuevo. Lo interpreté como si una presencia espiritual me impidiera continuar. Después de aquello abandoné por completo estos paseos mentales.
El problema práctico, que a veces conlleva el hecho de tener una excelente memoria visual que se apoya en imágenes conocidas, es por ejemplo que cuando busco las llaves de mi carro, que son como todas de una forma y un color muy concreto, si en ese momento por accidente algo las cubre de forma casual, puedo estar frente ellas, mirarlas y a pesar de ello no lograré identificarlas. Sucede que mi mente es guiada, de manera instintiva, por la forma o imagen exacta que mi memoria guarda de ellas. En una ocasión le confesé a mi nieta, Ana Mariel, que había extraviado mis gafas y después de buscarlas de manera infructuosa, reparé en que me había peinado con ellas puestas y no lo había notado. Por supuesto cuando le pregunté a mi esposa si las había visto tuvo que ser ella quien me descubriera el error. Se lo comenté a Ana y ella me dijo sonriendo -papá tú estás grave. Mis hermanas a menudo bromean conmigo por esta causa, cuando recuerdan que si me ponían delante la comida y uno de los alimentos, por lo que fuera, estaba tapado tal vez por una simple servilleta, yo lo ignoraba como si no existiera. Mi mente no llegaba a registrar su presencia.
Todo esto me lleva a pensar en lo diversa que se manifiesta la mente humana. Viví en una ocasión una situación completamente opuesta a la mía. Fui a visitar una librería de Herrera y me encontré con un librero que me pareció muy peculiar. Cuando entré en el negocio pude observar que muchos de los libros estaban desparramados por el suelo o acumulados con desorden en cajas de cartón y sin embargo si le pedías un título determinado, él se tomaba un poco de tiempo pensando y luego, de manera decidida, buscaba en una caja en particular y rápidamente te mostraba el libro solicitado. Ciertas personas sobreviven y se mueven con soltura y de modo armonioso en medio de un aparente caos, mientras otros, por el contrario, precisan de un orden que a los primeros les resultaría tedioso y sumamente insoportable. Hoy en día necesito subrayar, cuando antes recordaba no solo el número de la página sino si la cita que buscaba estaba en la hoja derecha o izquierda del ejemplar que la contenía.
Todo cuanto estoy contando, puede dar la impresión de que poseer esta capacidad es algo divertido, pero no siempre resulta grato. Muchas veces me ocurre que veo algo o a alguien que me resulta conocido, pero no sé precisar dónde y cuándo lo vi o lo conocí por primera vez. Esta incertidumbre puede durar varias horas, en las que trato de recordar con precisión el lugar y la circunstancia dónde el hecho sucedió. Hasta que no consigo su ubicación exacta, por lo general, no tengo descanso ni paz. Así que, si quieren que les diga la verdad, no sé si merece demasiado la pena el hecho de ser tan preciso en esta vida o si es mejor permitir que la memoria invente los datos que nos faltan y logre creer en su propia historia.
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