Hoy día está empezando a ser motivo de preocupación el exceso y proliferación de los dispositivos tecnológicos de que disponemos en nuestra época, lo cual ha saturado los espacios y las acciones del ser humano. El problema no radica únicamente en la saturación de dispositivos tecnológicos, sino en la manera en que dicha saturación moldea de forma persistente nuestros marcos de comprensión. Cada nueva supuesta era, ya sea la inteligencia artificial generativa o la IA agéntica, llega acompañada de relatos seductores que orientan nuestras expectativas y configuran nuestros deseos de que todo cambia, pero permanecemos con el mismo marco de pensar sin asumir ese cambio.
En un periodo corto, la hiperinformación ha multiplicado los discursos, cada uno etiquetado con una de estas eras. Esto genera un exceso de información que nos convierte en sujetos infoxicados, perdidos en la hondonada del ciberespacio. Esta situación nos impide detenernos a pensar dónde se sitúa realmente el poder cibernético y qué tipo de enfoque discursivo se ha construido alrededor de él, un enfoque que termina envolviendo todo lo que constituye el cibermundo y lo que hace tiempo hemos perdido: el fin de la privacidad (Merejo,2014).
A ello se suma que un mismo sujeto cibernético, en varias conferencias y en un lapso de apenas dos años, puede hablar de la era digital, de la era de la IA o de cualquier otra era emergente, sin vigilar la coherencia de su discurso. En muchos casos, lo importante parece ser estar en la onda y no en la profundidad del pensamiento, ni en la comprensión del sistema cibernético en sus dimensiones sociales, políticas, culturales y educativas.
Quizás el desafío central de nuestro tiempo no consista en adivinar la próxima irrupción tecnológica, como ocurrió con la llamada Industria 4.0, y más bien en recuperar la profundidad del pensar. En este horizonte, la inteligencia artificial agéntica aparece como una forma más avanzada, dado que no se limita a generar contenido, sino que interpreta, delibera y actúa.
Esta sofisticación tecnológica resulta secundaria frente a la necesidad humana de reabrir el ámbito del metaconocimiento, que es la facultad de observar y modular nuestros propios modos de pensar, de reconocer lo sabido, lo ignorado y lo que permanece en sombra. A ello se suma la metacrítica como ejercicio filosófico de examinar los fundamentos, categorías y supuestos que sostienen cualquier forma de juicio.
Solo desde esta doble disposición, la autoconciencia epistemológica y la crítica de nuestros propios marcos, es posible habitar un mundo transformado por tecnologías cada vez más complejas sin renunciar a la tarea de pensar.
Es por eso, que pensar en lo transido implica comprender horizontes de ideas convergentes y divergentes que solo los años de reflexión pueden ofrecer. Es pensar desde la herida que nos atraviesa; es captar la falta de ética al escribir y al vivir sin socializar conocimiento profundo en áreas puntuales y sin reconocer los antecedentes que sostienen toda temática.
Allí donde el flujo incesante de estímulos adormece el juicio y diluye la responsabilidad, se vuelve urgente una actitud crítica que sacuda la pasividad y recuerde que la libertad no consiste en navegar sin fricción, sino en elegir con conciencia. Solo así, en medio del ruido del cibermundo, puede surgir un ciudadano digital crítico, que comprenda que pensar es inventar y producir ideas propias en un entorno donde, con demasiada frecuencia, se vive únicamente en la repetición y la hiperinformación.
La politóloga Martínez-Bascuñán, al reflexionar sobre Hannah Arendt en un artículo de El País (11/23/2025) titulado “Necesitamos una realidad compartida: Hannah Arendt, el antídoto contra los hechos alternativos”, recuerda un punto central del pensamiento arendtiano con relación al caso Eichmann —el burócrata nazi juzgado en Jerusalén— no era que se tratara de un monstruo con una maldad excepcional, sino algo mucho más perturbador: su renuncia a pensar por sí mismo. En lugar de ejercer juicio, reflexión o conciencia moral, Eichmann se limitó a obedecer órdenes de forma automática, como un engranaje dentro de una maquinaria más grande:
. (…) “La misma facultad que Eichmann había abandonado reemplazando el pensamiento por la obediencia, por el cumplimiento mecánico de reglas. No había decisión en él, no había conciencia, no había juicio. Solo repetición y sumisión. Y eso —descubrió Arendt con horror— es más peligroso que cualquier forma de maldad deliberada. Porque mientras el mal radical es excepcional, la banalidad del mal puede extenderse como una epidemia. Todos podemos caer en ella, sólo hace falta dejar de pensar” (Martínez-Bascuñán,2025, par.5).
Arendt llamó a esto la banalidad del mal, para explicar que no solo los fanáticos o sujetos crueles pueden cometer actos atroces; también pueden hacerlo personas corrientes que dejan de pensar críticamente y actúan sin cuestionarse. Lo realmente peligroso, como señala Martínez-Bascuñán, no es el mal deliberado, es la ausencia de pensamiento, porque esa falta de juicio puede darse en cualquiera.
Cuando una sociedad deja de reflexionar, de examinar la realidad o de ejercer conciencia moral, el mal puede difundirse de forma silenciosa, colectiva y aparentemente normalizada. De ahí la importancia de una realidad compartida basada en realidades verificables y en el pensamiento crítico.
Pensar es un oficio, aunque pocos estén dispuestos a asumirlo con la disciplina y el rigor que requiere. No se trata de permitir que las ideas circulen como un murmullo interior, sino de detenerse, examinar, interrogar lo que parece evidente y trabajar los conceptos con cuidado, como quien pule una piedra hasta revelar la forma que oculta.
El pensamiento que se instala en lo ya dicho vive de la inercia y evita el esfuerzo que demanda revisar, cuestionar y reconstruir. Renunciar a este esfuerzo equivale a abandonar el propio oficio de pensar y refugiarse en respuestas heredadas que no transforman nada.
Sin embargo, el pensar, como se desarrolla en El oficio de pensar. Diálogos filosóficos (Merejo, 2025, tomos 1 y 2), no es un acto solitario ni cerrado, dado que entra en lo dialógico. Pensar implica exponerse al intercambio, confrontar las propias ideas, abrirlas a la crítica y permitir que la conversación con otros, reales o internos, dé forma a aquello que aún no comprendemos del todo.
Ejercer el oficio de pensar implica entrar en combate contra ideas petrificadas. Allí donde el pensamiento rígido clausura preguntas, el pensamiento vivo las abre. Deleuze y Guattari (1993) decían que filosofar es fabricar conceptos, y fabricar implica crear, no repetir. Pensar es arriesgarse a lo nuevo. Solo quien rompe la rigidez de sus propias certezas puede crear algo distinto, puede reinventarse y reinventar el mundo y el cibermundo como híbrido planetario.
En esta lucha, pensar es también un acto ético. Quien piensa se hace responsable de sus juicios y de las consecuencias que estos tengan. Pensar no es un lujo intelectual, sino una forma de vida. El pensamiento petrificado, por el contrario, permite la comodidad de no decidir, de no interpretar, de no actuar con autenticidad. Es la renuncia a la libertad interior, que es la única base firme para cualquier libertad exterior.
El oficio de pensar es, así, una forma de resistencia a la repetición, a la superficialidad, a la obediencia mecánica. Mantener el pensamiento vivo es mantener viva la posibilidad de ser humanos en un sentido profundo. Nada garantiza que el pensar triunfe sobre la petrificación, porque esta última es tentadora, cómoda y silenciosa. Pero mientras exista alguien dispuesto a sostener la pregunta, a mirar un concepto hasta que revele su grieta, a escuchar el murmullo de una idea nueva, el pensamiento seguirá siendo un oficio que respira, que se mueve, que resiste.
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