El pasado día 28 de octubre, un contingente de la policía militar de Río de Janeiro, en Brasil, descendió sobre las favelas Complexo da Penha y Complexo do Alemão con el objetivo de contrarrestar la expansión del llamado Comando Vermelho (Comando rojo), el mismo que es considerado como el mayor grupo criminal de la ciudad y uno de los más poderosos y mortíferos a su vez. La entidad criminal surge en 1979 durante la dictadura brasileña y se dice estar conformada por 30,000 hombres en sus filas.
En dicho operativo sobre la barriada considerada como una de las tantas ciudades perdidas, participaron unos 2 mil 500 efectivos que fueron acompañados por decenas de vehículos blindados, helicópteros y un número no especificado de drones. A pesar del número de efectivos y los preparativos que antecedieron, el principal jefe del CV, Edgar Alves Andrade, no fue detenido. A Alves, de 55 años, se le atribuyen un centenar de asesinatos.
En el mortífero enfrentamiento, la uniformada se enfrentó a duelo con criminales fuertemente armados en plena vía pública, calles, callejones de la mencionada favela de unos 200 mil habitantes. El gobernador derechista Claudio Castro, de la bancada bolsonarista, autorizó la siniestra operación. Luego de intensos disparos, ejecuciones extrajudiciales y hasta degüellos, el horror del operativo macabro cobró la vida de 132 personas en lo que parece ser la peor masacre de la historia moderna de Brasil y una de las más horrendas en toda la historia de nuestro continente.
La historia reciente brasileña no es ajena a este tipo de barbaridades. Quizás el lector recuerde el 2 de octubre de 1992; durante un motín carcelario en Sao Paolo, la misma uniformada abrió fuego de manera inmisericorde, ejecutando a 111 reclusos de la prisión de Carandiru, muchos de los cuales no habían participado en la trifulca. Otro evento similar sucedió en el 2002 durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez en Colombia, la operación de la Comuna XIII en Medellín con resultado de más de 80 muertos.
La brutalidad y vesania de la acción pone de manifiesto una vez más el grado de degeneración y deplorable normalización de la violencia que hoy manifiestan los uniformados en distintas partes del mundo, aupada por un discurso derechista de la criminalización de la pobreza y deshumanización de los sectores más vulnerables que hoy abundan en el litoral político en muchos países. El citado gobernador, en su desprecio hacia los residentes de las zonas afectadas, consideró el operativo como un “éxito”, destacando que las únicas víctimas fueron los cuatro efectivos muertos.
El mandatario Luis Inacio Lula da Silva se dijo estar “horrorizado”, según lo indicó su ministro de Justicia, Ricardo Lewandowski, afirmando que el gobierno central desconocía dicha operación.
El execrable acontecimiento pone una vez más en entredicho la viabilidad y sustentabilidad de la política de mano dura y/o militarización de la seguridad. Desde hace décadas, varios gobiernos en el continente y otros lugares, incluyendo EEUU, han recurrido al militarismo, la ejecución de operaciones masivas que han legitimado la muerte, el amontonamiento de víctimas en aras de garantizar la “ley y el orden”. El canon de la mano dura continúa priorizando la fuerte intervención militar-punitiva, patrullaje agresivo y encarcelamiento en masa.
En nuestra región, a principios de la primera década del presente siglo, los gobiernos en El Salvador, Honduras y Guatemala adoptaron la respuesta militarista-punitiva como mecanismo para así enfrentar a las bandas. Lo cierto es que el pandillerismo, el narcotráfico imperante, no habrán de ser removidos del cuerpo societal con una respuesta militarizada. Los mismos se alimentan con el entramado de la desigualdad, racismo estructural, la impunidad y los grandes intereses que se emparentan con los sectores de poder.
Cuando la materialidad estatal no se hace presente en vastos segmentos poblacionales de las urbes, una y otra vez nos encontramos con grupos criminales llenando los vacíos de las ausentes entidades gubernamentales y otras instituciones públicas. Cuando un estado brilla por su ausencia y no es capaz de proveer servicios básicos a la ciudadanía, la experiencia empírica sugiere que grupos, entidades criminales continuarán llenando ese vacío mediante la provisión de servicios básicos, como salud, empleo y protección.
Este operativo macabro nos alerta de la necesidad impostergable de afianzar una gobernabilidad democrática en vastas zonas territoriales donde la acción estatal continúa ausente. Si bien es cierto que el crimen organizado continuará influenciando la vida en nuestras endebles democracias, nuestro deber es abogar por un Estado eficaz que consolide su legitimidad mediante políticas públicas propositivas y eficaces que tiendan a dar respuesta a las múltiples falencias y dilemas que hoy enfrentan millones de ciudadanos en nuestro continente y el mundo.
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