El Cuervo Blanco (o Cómo Demostrar que los Plátanos son Negros)
Un relato con plumas de lógica, alas de absurdo y un pico bien afilado

Cuando desperté, el cuervo seguía allí.
No uno cualquiera, claro. Este era blanco. Inmaculadamente blanco. Como un testigo de Jehová en el Polo Sur o un pensamiento coherente en una reunión de políticos.
La paradoja había comenzado.

—Todo cuervo es negro —me repetí, mientras le echaba azúcar al café con una desesperación tan existencial como mi cuenta de ahorros.

Pero el cuervo me miraba desde el alféizar con esa cara de “lo siento, quiero expresar mi tristeza y dar el pésame a todas las familias afectadas.”
Más que un lamento, parecía que acababa de arruinar la epistemología moderna con solo existir. Esa expresión impasible —que solo un ave puede sostener sin mover un solo músculo— era la versión plumífera de un comunicado de prensa vacío.

El cuervo no respondió.
Porque los cuervos, aunque tengan doctorado en filosofía analítica, no hablan.
Así como los ricos y los grandes empresarios no se juzgan.
Solo se les ve en los tribunales cuando el daño lo sufre otro rico.
Porque todos los cuervos son negros… pero no todos los crímenes tienen el mismo color.

Para los no iniciados, la paradoja del cuervo —gentileza de Carl Gustav Hempel, un tipo con tanto tiempo libre como paciencia para joder la lógica inductiva— dice algo así:
Si “todos los cuervos son negros”, entonces cada cuervo negro que veas apoya esa hipótesis. Hasta ahí, bien.
Pero aquí viene la orgía semántica: una camisa blanca que no es un cuervo también apoya la afirmación.
Porque confirma el contrarrecíproco: “todo lo que no es negro no es un cuervo.”
Por tanto, cada vez que ves un pepinillo verde, estás confirmando que todos los cuervos son negros.

¡Maravilloso!, ¿no? La justicia se convierte en un supermercado de evidencias inútiles.

Volvamos al cuervo blanco.
No era una metáfora. No era un sueño. No era un disfraz.
Era un puñetero cuervo blanco con la mirada altiva de quien viene a desmentirte la existencia.

—¿Y ahora qué? —le pregunté, mientras mi tostadora quemaba otra rebanada de pan como si fuera parte de una conspiración ontológica.

Llamé a mi amigo Ernesto, que solía estudiar lógica antes de dedicarse a la criptominería y al horóscopo semanal.
Le conté del cuervo.
—¡Eso es genial! —gritó—. ¡Es falsación pura! ¡Popper estaría bailando en su tumba!
—¿Y si el cuervo es albino? —pregunté.
—¿Y si tú también lo eres? —me respondió.
Corté la llamada.

Lo curioso es que, desde ese día, empecé a notar cosas.
El camarero que me servía café no era negro. Tampoco era cuervo.
El taxista que me llevó a casa tampoco era negro. Ni cuervo.
Mi suegra, definitivamente no negra. Definitivamente no cuervo.

La conclusión era evidente: la hipótesis seguía vigente.
¡Todos los cuervos son negros!
Excepto el que tenía en mi ventana, claro. Ese… ese era otra cosa. Una refutación con plumas. Una anomalía empírica.
Una bofetada de realidad.

Con el tiempo, me encariñé con el cuervo.
Le puse nombre: Lógica.
Porque, al igual que ella, parecía estar allí para contradecirme cada mañana con una sonrisa muda y un aire de superioridad.
Lo alimentaba con pedazos de pan y artículos de epistemología.

A veces lo miraba y le decía:
—Eres la encarnación de lo improbable.
Y él, con esa mirada tan suya, tan cínica, parecía responder:
—Y tú eres la encarnación de la desesperación con título universitario.

Una noche, el cuervo se fue.
Voló.
Sin despedirse.
Como una certeza que se disuelve en la ducha.

Desde entonces, lo busco.
En los parques.
En los libros.
En cada objeto que no es un cuervo y no es negro.
Porque ahora sé que cada vez que encuentro una flor roja, un gato blanco o una tortilla, estoy ayudando a sostener una idea absurda:
que todos los cuervos son negros.

Y mientras tanto, en el mundo real, los jueces, como viejos lógicos con toga y calendario vencido, siguen buscando evidencias del crimen perfecto.
Pero todos sabemos la verdad: los ricos solo enfrentan la justicia cuando afectan a otros ricos.
Si el daño es a un pobre, la ley mira hacia otro lado.
Como si fuera…
un cuervo blanco.

De esos que nadie ve.
O finge no ver.

Y eso, querido lector, me parece… espléndidamente trágico.

Ariosto Sosa D´Meza

Resido en Praga, República Checa. Soy egresado de la Universidad Karolina de Praga. Estudie Massmedia y periodismo. También soy egresado de la Academia Cinematografica Checa Miroslav Ondricek. Me dedico como colaborador externo (freelance) para varios medios de comunicación checos. Entre ellos Radio Praga, la revista política semanal Reflex y colaboro en producción en el área de documentales con varios canales de televisión checos.

Ver más