Todas las actuaciones judiciales y administrativas deben apegarse a la exigencia del debido proceso dispuesta por el artículo 69 numeral 10 de la Constitución. El punto trae a colación el tema del debido proceso administrativo, un tema profusamente tratado por diversidad de autores pero que no por ello ha perdido un ápice de interés y relevancia.

La jurisdicción constitucional dominicana ha sido frecuentemente apoderada del asunto cuando menos desde su Sentencia TC/0331/14, ocasión en la que el debido proceso fue conceptualizado como “un principio jurídico-procesal que reconoce a toda persona el derecho a garantías mínimas” para asegurar que cualquier proceso en su contra, sea “justo y equitativo”. El criterio ha sido reiterado con persistencia, de manera que las disposiciones constitucionales como su interpretación obran asumiendo que “la Administración, además de estar sometida a las reglas o normas jurídicas a que está sometido el Juez y los particulares, debe cumplir estrictamente en su actividad las normas que ella misma ha creado” (Carvajal O., 2008).

Entre otras decisiones relevantes al respecto, la sentencia TC/0426/18, criterio reiterado en la TC/1091/24, recalcó la importancia del debido proceso administrativo en toda actuación de la administración pública estableciendo que: “el debido proceso administrativo sirve como límite contra la eventual arbitrariedad de la administración pública en sus actuaciones”. De esta forma, “la exigencia de que la Administración ciña su actuación a un procedimiento previamente creado, en todos y cada uno de sus actos, constituye una garantía de que la actividad administrativa es transparente, objetiva, participativa y, sobre todo, que se realiza para garantizar el respeto de los derechos” de los administrados.

En la sentencia TC/0114/18 se estatuyó, lo que es indicativo de la consistencia con la que se observa el punto desde la jurisdicción constitucional, que si bien la Administración cuenta con potestad reglamentaria, ello “no implica soslayar que las normas reglamentarias, al no tener rango de leyes están afectadas por el principio de jerarquía normativa que las subordina, precisamente, a la ley, dado que el reglamento es secundario, subalterno, inferior y complementario de las leyes, por cuanto es un producto de la administración, a diferencia de la ley que se legitima en la voluntad popular, los reglamentos deben estar subordinados a la ley”.

De lo dicho resulta claramente explicable el principio de sometimiento de la Administración al Derecho como expresión de los poderes de la Administración pública al sujetarse al sistema de fuentes jurídicas del sistema (es decir, a la Constitución, las leyes, los reglamentos y los principios generales de derecho, cita no limitativa). Se trata de un sometimiento pleno, es decir, sin fisuras, dado que no pueden existir zonas al margen de esa dependencia.

El sometimiento de la Administración al Derecho supone, necesariamente, la posibilidad de que los tribunales del Poder Judicial persigan los incumplimientos y vulneraciones de derechos relacionados con la actividad administrativa. En ocasión de la sentencia TC/0249/22 se reiteró el criterio de la TC/0226/14, en virtud de la cual “los actos dictados por la Administración Pública son válidos y componen una presunción de legalidad”. Esta presunción, a su vez, se considera como la “que permite a los administrados realizar actuaciones e inversiones en base a los derechos reconocidos, otorgados y protegidos por dichos actos. Tal permanencia es lo que, en definitiva, provee de confianza y seguridad jurídica a los administrados sobre un acto que es ejecutivo, tiene eficacia jurídica, fuerza obligatoria y que, finalmente, debe cumplirse en la forma en que fue dictado”.

Claramente, el tema de la presunción de validez de los actos administrativos se vincula con el principio de confianza legítima, pues la Administración desarrolla actuaciones no solamente supeditadas al marco de la legalidad, sino, además, ínsitas en el marco general de la buena fe y la seguridad jurídica.

La ocurrencia de conflictos administrativos, sobre la base de vulneraciones de derechos de los administrados, les permite, como se dice, actuar por diferentes vías para defender sus intereses. Siguiendo el modelo francés, en el que la división de poderes juega rol capital, el Poder Judicial solo podría juzgar asuntos comunes sin incidir de otro modo en la Administración, de manera que contaba, puede decirse así, con un poder revisorio de ámbito reducido (Wray, 2002). Pero esa fue una de las razones de la creación del Consejo de Estado, que en Francia tenía el poder de instruir conflictos jurisdiccionales entre la Administración y los administrados, preservando a la soberanía la capacidad de resolución propia con carácter final. Es como decir, una justicia retenida. Desde 1848, sin embargo, se le otorgaron funciones al Consejo de Estado, que terminó no solo instruyendo sino también solucionando los conflictos en el ámbito administrativo propiamente dicho. Los anglosajones tienen otro método: interpretan la división de poderes como el origen y el fundamento jurídico de la facultad jurisdiccional para activarse en ocasión de los conflictos entre los administrados y la Administración, de manera que “el control de legalidad de todos los actos se sujeta al ámbito del Poder Judicial, como titular de una función que no puede ser realizada por ningún otro” (Wray, 2002).

En nuestro ámbito cabe entender que el contencioso-administrativo finalmente no se plantea por ante la Administración, sino por ante el Poder Judicial. Surge de ello un relevante cuestionamiento de orden doctrinal, digamos que puramente técnico y que por cuestiones de espacio no se tratará en esta entrega: si la Administración se hiciera juzgar por sí misma, si activara su jurisdicción mediata, por llamarla de alguna manera, ¿cabría definir este hecho como imparcial y propio de la tutela judicial efectiva? En ese tenor procede destacar que ya el Tribunal Constitucional fue apoderado y estatuyó (“de manera restrictiva y cautelosa”, según se afirma en la sentencia TC/0607/24) sobre la posibilidad de que la Administración utilizara los que se definieron como medios legítimos para procurar fines ilegítimos, como hechos caracterizantes de la desviación de poder, que es aquella irregularidad que se produce cuando la autoridad pública ha utilizado sus poderes con un fin diferente a aquel para el cual le fueron conferidos.