Nadie pensó que lograda la independencia nacional en 1844 el primer presidente dominicano sería Tomás Bobadilla y mucho menos Pedro Santana. Tomás Bobadilla era un veterano y astuto político que había servido largos años a la ocupación haitiana, y Pedro Santana era un hatero que ni siquiera vivía en la capital. Vivía en un campo del Seybo, El Prado, atendiendo sus vacas, y no tenía prestigio social fuera de su comarca. Quien sí era conocido y tenía prestigio social era su hermano Ramón, que también vivía en El Prado. Un día, Juan Pablo Duarte, inmerso en los preparativos independentistas, visitó El Prado en procura de Ramón, pero a quien encontró fue a Pedro. Y cuando le habló de integrarlos a la lucha, éste le dijo que él no sabía de eso, que hablara con Ramón.
Pedro Santana era anti haitiano, pero no tenía autoridad para decidir nada ni le interesaba la lucha independentista ni tenía conocimiento de lo que en la capital se fraguaba bajo el liderazgo de Juan Pablo Duarte, que en 1838 había fundado la Trinitaria para tales fines. Pero los acontecimientos evolucionaron de tal manera, que lograda la independencia quien terminó siendo presidente de la República no fue Duarte, sino Pedro Santana, que apenas meses antes nadie le veía condiciones ni posibilidades de ser el mandamás de la nación.
En política, lo que más se da son las cosas imprevistas. Lo que más lejos está se produce y lo que más cerca está no se da. Con frecuencia los acontecimientos evolucionan diferente a lo previsto por los hombres que siempre actúan ofuscados por sus deseos e intereses muy particulares, lo que los lleva a ver las cosas no como son, sino como quieren verlas.
En la guerra restauradora, aquella que nos libró de España y que para algunos historiadores es nuestra verdadera independencia, la historia volvió a repetirse. Vencido el aguerrido ejército español, en buen razonamiento, debió ser presidente uno de los generales restauradores. Pudo y debió ser, por ejemplo, Gregorio Luperón, que durante la guerra se había destacado como hombre de armas a tomar o Gaspar Polanco o Pepillo Salcedo. Sin embargo, Pepillo había sido, en un hecho injustificable, fusilado por los propios restauradores, Gaspar apenas pudo sostenerse en el poder unos meses, y Luperón en ese tiempo no era considerado para dirigir la nación.
Contra todo pronóstico y previsión, quien terminó encaramado en el poder fue Buenaventura Báez, el caudillo azuano que en la primera República había rivalizado con Pedro Santana. Ese señor era mariscal de campo nada menos que del ejército español y en la guerra restauradora se mantuvo al margen. Sin embargo, terminada la guerra, un general restaurador, de prestigio y poder, José María Cabral, fue a Curazao, lo buscó y con su apoyo lo hizo presidente. En ese momento muchos pensaban que Báez estaba liquidado. Pero lo tendríamos influyendo y dirigiendo el país muchos años más. En política no hay nada escrito con tinta china.
Contra el liderazgo de Báez se le opuso el fuerte liderazgo de Luperón, que, de la guerra restauradora, gracias a su espada, había salido con prestigio y convertido en líder de lo que luego sería conocido como el partido azul. Dirigió junto al propio José María Cabral, la llamada guerra de los seis años contra Báez. En esa guerra y en muchos otros acontecimientos, destacó a su lado un moreno puertoplateño, de poca importancia, que luego, contra toda previsión, terminaría alzándose con el santo y la limosna y encarmandose en el poder, como dictador sangriento. Ese moreno era Ulises Heureaux, conocido por los vivos y muertos sólo como Lílis, y terminó heredando a Luperón y a los azules.
II
La lucha política no es lineal, se debate de sorpresa en sorpresa. Lo más impensable se vuelve real. Lo mismo volvería a darse en 1924 cuando las tropas norteamericanas abandonaron el país y se celebraron elecciones para elegir un presidente dominicano. La voz del caudillo Horacio Vásquez nunca se escuchó contra la ocupación militar. Se mantuvo agachadito, solo observando, ni a favor ni en contra, y cuando todo terminó el hombre se apareció en el escenario y presentó su candidatura presidencial, y sorpresivamente, derrotó a Francisco J. Peynado, que había sido el autor del Plan Hughes-Peynado que puso fin a la ocupación militar norteamericana, y al decir del historiador Rufino Martínez, el hombre indicado para dirigir la nación después de la desocupación. ¿Quién entiende a los pueblos?
Seis años después el horacismo fue heredado por el brigadier Rafael Leónidas Trujillo Molina, y no por Federico Velázquez, ni por José Dolores Alfonseca, ni por Ángel Morales ni por ninguno de los connotados horacistas. Lo heredó un militar, venido de la plebe, no de la oligarquía, sin abolengo, sin apellido, de una familia disfuncional y de conducta cuestionable. Ese militar, astuto y firme en sus propósitos, pero impensable para heredar el horacismo, nos gobernó 31 años, y cuando fue asesinado el 30 de mayo de 1961, lo heredó un hombre que nadie visualizó para sustituirlo. El Jefe siempre deseó ser heredado por su hijo Ramfis y los cortesanos de la Era pensaban en cualquiera, menos en Joaquín Balaguer. El doctor no estaba en los planes de Trujillo ni de nadie. Sin embargo, la muerte del Jefe lo encuentra como presidente del país, y aunque en enero de 1962, hubo de asilarse en la Nunciatura y salir del país, deportado, desconsiderado y disminuido, todos sabemos que terminó heredando el liderazgo de las fuerzas sociales y políticas de Trujillo, que lo respaldó hasta el último día de su vida, aún estando ciego y prácticamente inválido.
Y a Balaguer no le heredó un balaguerista. No lo heredó Fernando Álvarez Bogaert, ni Víctor Gómez Bergés, ni Francisco Augusto Lora ni Jacinto Peynado, que eran sus naturales herederos. A Balaguer lo heredó un "muchacho de villa Juana" sin ningún vínculo personal ni político ni ideológico con él. A Balaguer lo heredó un boschista orgánico e ideológico: Leonel Fernández, que pese a su preparación y su fino olfato político, era inexplicablemente subestimado por cirios y troyanos, por internos y externos. En Leonel se produjo un fenómeno no común. El hombre terminó heredando a Bosch y a Balaguer, es decir, a los dos líderes que protagonizaron durante tres décadas una de las mayores y largas confrontaciones políticas. En el PLD tampoco se le veía como el sucesor de Bosch. Se veía a Euclides Gutiérrez Félix, a Norge Botello o a cualquier otro, pero no a Leonel. A Leonel se le veía como un académico, intelectual, sin condiciones para las lides políticas diarias, pero nunca como heredero ni sucesor del líder. Sin embargo, el subestimado hombre terminó heredando a los dos caudillos de la lucha post trujillista: Juan Bosch y Joaquín Balaguer.
Así de dinámica, imprevista, e interesante, es la lucha por la sucesión política. Muchas veces lo previsto no se da y lo imprevisto se da. Dicen que lo que hay es que estar preparado y en el lugar y el momento adecuados. Muchas veces el heredero está a la vista, y otras veces ese heredero surge de la nada y se corona. Hoy el liderazgo de Leonel tiene un heredero: Omar Fernández. Un heredero, parido en el fragor del proceso electoral pasado, cuando ganó la senaduría del Distrito Nacional. Antes no era visualizado como tal. Ya sí.
Ill
En el PLD se desarrolla hoy no solo una lucha por la candidatura presidencial, sino también por la sucesión. Algunos dicen que se trata de una lucha a destiempo. No. No se trata de si es o no a tiempo o destiempo. En política no se trata de fechas. En política, los actores viven preparándose. Viven luchando todo el tiempo, sin pausa, sin descanso. Es una actividad permanente y agotadora, en la que el valor más importante es el tiempo. El minuto que se va no vuelve. El político se parece al músico. El músico que no graba ni toca desaparece del gusto del público. El político que se ausenta su espacio lo ocupa otro.
Muchos ven la candidatura presidencial como una buena vía para heredar el liderazgo del expresidente Danilo Medina. Pero no necesariamente es así. Puede ser así y puede no serlo. Y tenemos un ejemplo reciente. La candidatura presidencial por si sola no garantiza la herencia, y puede ser incluso un factor de descalificación. En el PLD, por ahora, la sucesión no está definida. No hay nada claro. Lo que el panorama promete es una lucha cerrada por la antorcha. A veces esa lucha termina fragmentando la organización en múltiples pedazos y al final nadie hereda nada o lo que se hereda no vale la pena. Ojalá que en ese partido prime la sensatez, el buen juicio, la prudencia. Ojalá que la lucha por la herencia, por el pase de la antorcha, que a mi juicio es normal e inevitable, no lo fragmente más y más. Porque las divisiones acaban con todo, con todo, y entonces lo que se hereda es el despojo.
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