Ante la ola de críticas contra el anteproyecto de Ley Orgánica sobre Libertad de Expresión y Medios Audiovisuales en la República Dominicana, es entendible que a veces, en nuestro país, nos apresuramos a juzgar el libro por su portada, o la película por su título, antes de darnos la oportunidad de leer el libro o ver la película. Pero creo que es vital que entendamos de qué se trata realmente este anteproyecto de ley.

En el fondo, lo que busca es algo fundamental: actualizar nuestras leyes para que puedan lidiar con los desafíos de hoy, con toda la tecnología y los cambios sociales que nos están transformando. Eso significa dejar atrás normas que ya no sirven, como la Ley 6132 de 1962, y reafirmar algo que es esencial para todos nosotros: la libertad de expresión. Esa idea de que cada persona tiene el derecho a alzar su voz, sin que el gobierno le diga de antemano lo que puede o no puede decir.

Pero también se trata de encontrar un equilibrio. De reconocer que, con esa libertad, viene una responsabilidad. Por eso, esta ley establece reglas claras para evitar abusos, regula las plataformas digitales para que sean más transparentes sobre cómo funcionan, cómo deciden qué vemos y qué no, y quiénes son los responsables aquí en el país. Protege la información que es importante para todos nosotros, limita la censura, y algo que me parece crucial, prioriza la seguridad de nuestros niños. Algunos se burlan diciendo que la intención del gobierno es como la de una dictadura, pero no se detienen a pensar que las redes sociales son, real y efectivamente una dictadura de las corporaciones propietarias de las mismas.

La propuesta intenta, crea una institución, el INACOM, para supervisar los medios, las plataformas, los espectáculos públicos, para asegurar que se cumplan estas reglas. Y establece el derecho a corregir errores, a asegurar que la información sea accesible para todos, incluyendo a las personas con capacidad diferentes, y a que haya claridad sobre quién está detrás de lo que vemos y leemos.

Es un esfuerzo por navegar un terreno complicado, por asegurar que, en esta era digital, la libertad de expresión siga siendo una fuerza para el bien, para la verdad, y para una sociedad más justa.

La libertad de expresión en la era digital

Las sociedades no son museos de normas estáticas; son organismos vivos que respiran a través de las interacciones humanas, moldeadas por herramientas tecnológicas que redefinen constantemente sus fronteras. La libertad de expresión, como principio fundacional de las democracias modernas, no escapa a esta evolución. Surgió como un antídoto contra la censura monárquica y eclesiástica, se consolidó en la lucha por la prensa libre durante la Ilustración y hoy enfrenta su prueba más compleja: navegar un mundo donde las palabras ya no solo se imprimen en papel, sino que se viralizan en algoritmos, donde el anonimato digital puede ser un escudo para la difamación o un arma de opresión.

El anteproyecto de Ley Orgánica sobre Libertad de Expresión y Medios Audiovisuales de la República Dominicana es un intento necesario —aunque imperfecto— de cerrar la brecha entre un marco legal diseñado para la era analógica y las realidades de la hiperconectividad. Al reconocer el acceso a internet como un derecho fundamental, establecer principios de neutralidad de la red y exigir transparencia a las plataformas digitales, el texto legisla sobre una verdad incómoda: la vida digital no es un espacio paralelo; es una extensión de la sociedad misma, con consecuencias tangibles.

La doble ciudadanía: Derechos en la vida real vs. vacíos en la vida digital

Imaginemos por un momento dos escenarios:

  1. Un periódico impreso publica información falsa sobre un funcionario. La ley permite una rectificación obligatoria, responsabiliza al director y protege el honor mediante procesos claros.
  2. Una cuenta anónima en Twitter difunde los mismos datos falsos. La desinformación se propaga a miles en minutos, el daño es irreversible y, aunque la ley dominicana ahora exige a las plataformas identificar responsables, el anonimato y la escala global de internet complican la reparación.

Este contexto no es una anomalía; es la regla. Las leyes tradicionales, pensadas para medios con editores identificables y alcances limitados, chocan con una realidad donde un tuit puede incendiar una narrativa pública o un deepfake puede destruir una reputación en segundos. El cyberbullying, por ejemplo, no es simplemente un "bullying virtual": es una agresión multiplicada por la persistencia de lo digital —los mensajes no se borran, las burlas se archivan, el acoso traspasa fronteras—. Mientras la legislación penal tradicional persigue el daño físico o verbal en espacios concretos, el daño digital opera en un limbo donde la víctima sufre en silencio, frente a una audiencia invisible y masiva.

Avances y desafíos en la arquitectura de lo digital

La propuesta dominicana acierta al entender que regular lo digital no es censurar, sino garantizar que los derechos consagrados “offline” tengan equivalencia “online.” Al obligar a plataformas como Meta o Google a operar con transparencia —explicando algoritmos, permitiendo apelaciones ante restricciones y protegiendo datos de menores—, el texto reconoce un principio clave: la tecnología no es neutral. Las herramientas que facilitan la expresión también pueden amplificar el odio, y su diseño —desde la opacidad de los algoritmos hasta la monetización del compromiso (engagement) — incide directamente en el discurso público.

Sin embargo, el proyecto enfrenta dilemas inherentes a toda regulación digital:

  • El equilibrio entre privacidad y responsabilidad: ¿Cómo exigir a las plataformas que identifiquen a usuarios infractores sin vulnerar el derecho al anonimato, esencial para disidentes políticos o periodistas en regímenes represivos?
  • La jurisdicción en un espacio sin fronteras: ¿Puede una ley nacional obligar a empresas globales a cumplir estándares locales sin caer en fragmentaciones regulatorias?
  • La velocidad de la innovación vs. la lentitud legislativa: ¿Cómo evitar que normas rígidas queden obsoletas ante el próximo avance tecnológico?

Los guardianes del caos: ¿Por qué la ultraderecha le teme a la regulación?

La resistencia a regular lo digital no es ingenua. Sectores políticos y económicos que históricamente han instrumentalizado el caos —mediante campañas de desinformación, discursos de odio o manipulación de narrativas— ven en la falta de reglas un campo fértil para su influencia. Cuando un meme falsificado puede alterar elecciones, o cuando cuentas bots pueden inflamar conflictos sociales, la ausencia de controles se convierte en un arma.

Ejemplos palpables de esta dinámica abundan. El caso de "Pizzagate", donde teorías conspirativas infundadas sobre una red de pedofilia vinculada a una pizzería en Washington D.C. se propagaron viralmente a través de redes sociales, ilustra el poder de la desinformación sin control. Esta narrativa falsa no solo difamó a individuos inocentes, sino que incluso incitó a un hombre a disparar dentro del establecimiento. De manera similar, durante procesos electorales en diversos países, se han documentado campañas orquestadas mediante cuentas automatizadas ("bots") para diseminar noticias falsas y polarizar a la opinión pública, erosionando la confianza en las instituciones democráticas. Las campañas de odio dirigidas a minorías étnicas o grupos vulnerables, amplificadas por algoritmos que priorizan la viralidad sobre la veracidad, también son un claro ejemplo de cómo la falta de regulación permite la propagación de narrativas dañinas con consecuencias reales en el mundo físico.

En República Dominicana, como en otras latitudes, estos grupos se escudan en un fetiche de la "libertad absoluta", confundiendo deliberadamente la protección de derechos con la censura. Pero la verdadera libertad de expresión no puede coexistir con la impunidad de quienes la distorsionan. Permitir que las mentiras circulen sin contrapesos, que el acoso digital quede sin consecuencias o que los algoritmos prioricen el odio por sobre el diálogo, no es defender la democracia: es socavarla.

Por una ética digital colectiva

Adaptar las leyes no es suficiente. Se necesita una ética pública que entienda que, así como las calles tienen semáforos y las transacciones tienen contratos, el espacio digital requiere reglas claras para proteger la convivencia. Esto implica:

  1. Educar en alfabetización digital, enseñando a discernir entre información y desinformación.
  2. Fortalecer instituciones como el INACOM, dotándolas de independencia y recursos para auditar plataformas sin caer en autoritarismo.
  3. Globalizar los estándares, promoviendo acuerdos internacionales que eviten que las empresas elijan jurisdicciones laxas para evadir responsabilidades.

La libertad de expresión del siglo XXI no puede anclarse en romanticismos del pasado. Debe ser reconstruida con la lucidez de quien entiende que, en un mundo donde un clic puede incendiar una sociedad o salvarla, la ley no es un obstáculo, sino el cimiento de una plaza pública verdaderamente libre.

José M. Santana

Economista e investigador.

Jose M. Santana Investigador Asociado del Profesor Noam Chomsky de MIT. @JoseMSantana10

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