En la isla de Santo Domingo nunca hubo una “nación”, al estilo Europa o los Estados Unidos, o incluso México o Cuba, para no ir muy lejos. En sus poco más de quinientos años, lo que ahora se llama República Dominicana no es más que la creación de una oleada permanente de reasignaciones raciales, culturales, sociales. Somos capas de inmigrantes que se van superponiendo con otras y a la Virgen que reparta suerte, porque Dios no podrá hacer todas las cosas.

Haga el siguiente ejercicio: tome los mapas de 1900 y del 2000. En cien años, saltamos de un país comunicado por goletas y veleros a uno dominado por las comunicaciones del aire. En 1900 Samaná era una comunidad más que aislada, predominantemente con descendientes de negros libertos norteamericanos. Del Sur ni hablar, que en los San Juanes y Barahonas profundos dominaban los pisos de tierra, como en el Cromagnon.

Haga otro ejercicio: ¿por qué dentro de los diez grupos de poder en el país dominicano ocho tienen orígenes extranjeros a partir de la tercera generación? De habernos cerrado a cal y canto en el siglo XIX a los extranjeros como lo hicieron los japoneses en la Era Meiji, ahora tal vez Santo Domingo sería un inmenso conuco. ¿No refundaron los cubanos a Puerto Plata? ¿De dónde salió San Pedro de Macorís, que no fuera de esa oleada de puertorriqueños, árabes, italianos, entre muchos otros? ¿Y Samaná? ¡Aprendan, fabuladores!

Ahora en el 2025 tenemos una batería de profetas que anuncian la “desaparición de la nación dominicana”, como si un meteorito -probablemente proveniente de Haití- nos fuera a borrar.

Pero quedémonos con uno de sus más conspicuos representantes, cuyo nombre nos ahorraremos para no darle más salsa. Mientras por un lado se estremece ante la manera en que los “dominicanos” nos iremos por la fosa de Milwaukee, por otro lado envió a sus hijos a estudiar al Carol Morgan, sus nietos viven entre La Florida y Utah, en su foto familiar podemos advertir a dos medio-franceses, uno medio-canadiense y dos norteamericanos completos, porque a pesar de ser niños y tener el apellido en español, ni el “klk” del buen dominicano dominan.

La razón más visible del “esfumarse” la dominicanidad es atribuible a la presencia de los haitianos, pero ojo: cuidado con subrayar ese capitalismo tan agresivo que nos conduce al jalouin, el Black Friday, al neoclásico-chopo en la arquitectura de Bella Vista y todo el Polígono, la obligatoriedad por los buenos vinos, el agua Pellegrini.

Para ser dominicano no basta hacerle un altar al mangú o poner candado en un playlist donde sólo estarán el Mayimbe y otros merengueros balagueristas. Tampoco es suficiente superar a Hipólito Mejía en la pronunciación de la “i” ni andar con una cachucha liceísta o aguilucha o poner cara seria el 26 de enero.

Vivimos en un mundo cada vez más de pacotilla, con rostros más aburridos que un herpes, pero ahí, siempre ahí, en la pantalla, en la oficina, al mando, salvándonos. Y lo peor del caso es que tengo que despacharme por aquí y hacerlo de la manera más coloquial posible, porque de otra manera no me leería ni yo mismo. En su lugar, me gustaría explayarme en un buen ensayo, un estudio demostrativo de esas falacias cotidianas que suenan como mantra, pero ni eso hay en nuestro querido país: ni una revisita ni un foro académico lo suficientemente serio y acogedor para poder pensar a lo largo y ancho.

Hace añales que ese concepto de “dominicano” no me funciona: me deprime el mangú, el merengue me rompe los oídos y si me cantan la versión ampliada o completa del Himno ahí sí es que me pongo extraño. Y para colmo, el año pasado integraron una tumbadora a la Sinfónica, razón para obviar cualquier intento de "nacionalizar" esas cuerdas y vientos y teclados.

Lo siento, dominicanos valientes, sigan alzando los pendones y traten de no morir por la patria, aunque sé que ustedes no se morirían ni por sus hijos, oh hijos de…

Miguel D. Mena

Urbanista

Editor, docente universitario y urbanista

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