Siempre, en nuestro imaginario, Turquía ha estado presente. Quizás porque, desde pequeños, nuestros padres nos hablaban bastante de los turcos: de sus habilidades para el comercio, de su tacañería.
Ya adulto, Turquía me siguió atrayendo. En especial, por su accidentada historia y su mágica belleza. En varias ocasiones he planificado conocerla. A veces, por descifrar mis propios enigmas sobre ese extenso y fascinante país; otras, por razones de vanidad estética, propias de un hombre entrado en los sesenta. Esto último, sobre todo, por un amigo, colega y depurada pluma que estuvo por allá —no hace tanto— con fines estéticos, y afirma que le fue muy bien. Su cabellera así lo atestigua.
Así pues, en el ocaso de un afanoso día —propio de nuestra profesión— me encontraba en el salón donde practico yoga. Nuestra profe suele intercambiar también libros con sus alumnos, y allí solemos comentarlos. Para la ocasión, llevó varios. Esta vez no los prestaba para su devolución, sino que cualquiera de sus aprendices de yoquis podía escoger los que quisiera, pues los regalaba.
Sin pensarlo demasiado, revisé la oferta disponible. Entre varios, me atrajo más el que da título a este artículo. Lo confieso: me sentí cautivado por él por varias razones. Porque ya lo había escuchado hace un buen tiempo, pero no lo había leído. Porque, años atrás, vi su exitosa versión cinematográfica, protagonizada por la extraordinaria actriz, directora, insuperable intérprete y hermosa Ana Belén. Y porque, de sorpresa, ahora tenía el libro ante mis ojos y en mis manos.
Me intrigó su título. Y la fotografía de la portada: una bella y seductora mujer desnuda, sentada de lado, con la mirada inclinada y perdida, labios carnosos y rojos, pelo suelto, senos erguidos e irreverentes, cadera escultural… pero con las manos encadenadas.
Finalmente, lo escogí (aunque también tomé otros). Luego iniciamos la clase del día. Al terminar, llegué a casa mucho más relajado, y con mis libros a cuestas. Estaba feliz con mis nuevos juguetes, en particular con La pasión turca. Más tarde, me dormí como un lirón.
Al día siguiente inicié su lectura, no sin antes conocer un poco más a su autor, Antonio Gala. Así supe de la prolífica carrera de este notable intelectual español, quien fue colega, pero también se licenció en Filosofía y Letras, así como en Ciencias Políticas y Económicas. Sin embargo, encontró su verdadera vocación en el vasto mundo de la literatura. Allí se destacó como poeta, ensayista, dramaturgo, novelista, guionista y, por qué no, filósofo. Algunas de sus obras obtuvieron múltiples reconocimientos internacionales. Su diálogo con Jesús Quintero sobre el sentido de la vida, en el clásico programa español Trece noches, es memorable. Murió hace apenas dos años, en su natal Andalucía, a los 92 años. Dejó un extenso y rico legado cultural. Fue, ante todo, un amante de la vida y la libertad. Un humanista. Su epitafio, escrito por él a los 15 años, delata quién era y su gran obra: “Murió vivo.”
La lectura de La pasión turca me cautivó desde sus primeras líneas. Es la historia de una mujer, pero, al mismo tiempo, de los vaivenes que suele dar la vida. En sus 346 páginas encontramos de todo un poco.
La obra tiene como hilo conductor una historia de amor. Empero, de este tema duro se desprenden aristas de la controversial personalidad de su protagonista, Desideria Oliván, que bien podría ser la historia de amor o pasión de cualquier otra mujer… u hombre. Así, Gala aborda con destreza la complejidad de la psicología humana: la frontera que suele existir entre el amor y la pasión; el ímpetu e irrazonabilidad que los caracteriza; lo absurdo y letal que, a veces, pueden tornarse; las caricaturas del amor que suelen producirse en nuestras vidas.
Así, para reivindicar el amor auténtico, en una parte del texto se lee:
“Porque el amor es la única pasión que paga con la moneda que ella misma fabrica: no necesita otra, no otras manos. Por eso, como su moneda no es la corriente, el amor es un monedero falso.”
Existe un sabio pensamiento del autor que, aunque no aparece en la obra, rescato como lo que podría ser el leitmotiv de la mejor interpretación de esta novela:
“El amor no se mendiga. El amor se merece, se gana, se construye. Cada uno tiene el poder de arruinar su vida con quien elige para compartirla.”
Es importante destacar esta reflexión, pues puede criticarse —quizás con razón— que la novela, en algunos de sus diálogos, podría dar la impresión de justificar la sumisión o autodestrucción por amor o pasión. Lo que, sin duda, sería éticamente inadmisible.
Pero, al mismo tiempo, la novela es una expresión del erotismo. De la poesía y el fuego que se encierran en una mirada, en una caricia por las planicies y honduras de los cuerpos, en los gemidos que rompen el silencio y en el éxtasis del aguacero.
Asimismo, el autor nos describe —con una nitidez envidiable— parte de la historia y cultura de Turquía. Con él nos adentramos en su diversidad y sus sombras, en la vastedad de su territorio. Para, en otras ocasiones, transportarnos a la España lorquiana.
Igualmente, en la obra, el drama y la intriga se entremezclan con fuerza. Incluso el suspenso —a veces excesivo— propio del thriller policiaco asoma, por momentos, en su prosa.
A la postre, en La pasión turca podremos encontrar trozos de lo que, por lo general, define a la vida: fragmentos de alegría, amor, pasión, dolor, sinrazón, rabia, belleza, ética, libertad, obsesión, opresión… en fin, de sus contrastes. Es una muy libre reflexión que nos permite descifrarla un poco. Hurgar en sus vericuetos. El autor nos provoca y nos perturba. En otras ocasiones, nos da ganas de ponernos los guantes con él o con su principal protagonista.
Su lectura es como una navegación por el mar. Por momentos, estamos en aguas serenas; de pronto, nos hallamos en medio de una tormenta, a punto de naufragar; para después volver a navegar por aguas mansas. Todo esto se repite en el devenir de su desarrollo.
En resumen, La pasión turca no es perfecta, pero sí profundamente provocadora y aleccionadora. Por eso, la recomiendo.
De su lectura, puedo hacer mío —con mi morena, principalmente, incluida— lo que dice otro andaluz, un tal Sabina, en una de sus geniales canciones:
“Tengo más de cien motivos para no cortarme de un tajo las venas,
tengo toda una vida para gastarla contigo, morena.”
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