El mundo aprende a vivir en la incertidumbre. Muchos, si no cualquiera, se confunde y dice que Donald Trump ha convertido la confusión en doctrina de gobierno. Sus decisiones improvisadas y espectaculares son menos un programa económico que un golpe de martillo constante sobre la mesa global. Pocos analistas del tema dudan que ese porrazo al modus operandi internacional, por espectacular que sea, tenga un impacto pasajero, reversible.
En efecto, Michael Spence, Nobel de Economía, lo dijo con la calma de un académico: los costos de la “Liberation Day” arancelaria y de las demás ocurrencias del trumpismo económico no serán inmediatos ni totales, pero sí duraderos y, en buena parte, irreversibles.
De modo que, asumiendo esa aseveración como factible y, por ende, previsible, lo más preocupante de aquella incertidumbre es que, en la actualidad, para muchísimos en y fuera de la nación estadounidense, Trump es igual a Estados Unidos de América. Por demás, en decadencia, al igual que la civilización que supuestamente enarbolan, no solo porque sus mismos defensores afirman que tienen que recobrar la grandeza perdida, sino en función de una adición que confunde y reduce todo un pueblo a uno solo de sus servidores y representantes legítimos.
Así, pues, ¿estamos ante un fenómeno civilizatorio duradero, irreversible? Duradero o no, ¿a cuánto asciende la factura de esa confusión política en los Estados Unidos y, de carambola, en el resto del mundo?
El espectáculo del corto plazo
Hasta prueba en contrario, pareciera ser que el mandatario estadounidense entiende que –más que la estabilidad económica o las reformas institucionales sin hacer ruido– la bulla política y las decisiones precipitadas son el mejor remedio para transformar al complejo estadounidense en uno de nuevo grande. Y que no le hablen de legalidad y derechos ajenos, pues para eso cuenta con la mejor de las estrategias. Escribe algo y lo lanza a la calle. Al igual que en el juego del béisbol, con cada decreto presidencial –-sin necesidad de recurrir al poder legislativo– genera una nueva controversia legal pues, ofusca cuantas veces, en lo que corre de una a otra y a otra instancia más y superior de decisión judicial, busca ganar amparos y amplía mucho más su base de poder.
No importa si alterar o suspender unos aranceles que él mismo impuso en su momento es un gesto de showman, no de estadista. Además, al que lo cuestione, dado que ya se le conoce la señal al pitcher, que esté dispuesto a recorrer de estrado en estrado hasta llegar a la Corte Suprema. En el ínterim, en el infrecuente caso que esa corte u otra instancia federal lo contraríe, el mensaje e incluso la correspondiente amenaza de destitución, quedan dadas. Solo hay un único mandamás, no obstante el cuento gastado de la división de poderes republicanos en la tierra del hombre libre.
Aún más, los resultados de su gestión no se miden solo en índices bursátiles. Estos caen o suben, como hojas al viento. Al revés, se miden en la ansiedad de empresas que no invierten, en hogares que aplazan el consumo y en mercados que se paralizan a la espera del siguiente tuit también presidencial.
En ausencia de prueba en contrario, el legado de esa política no será la grandeza prometida, sino el devenir de un país que, por primera vez en un siglo, deja de ser el centro indiscutible de la economía global
Es indudable que Estados Unidos es menos dependiente del comercio exterior que otras economías, y que la desregulación local puede estimular cierta inversión. Pero la verdadera consecuencia de esto y otros acontecimientos más sorpresivos no se mide en puntos de PIB a corto plazo, tampoco en el hecho de que el Poder Ejecutivo gobierne como si no tuviera contrapeso en el ejercicio del poder o que la economía estadounidense no se desplome de inmediato. Nada de eso. El malestar difícilmente superable a largo plazo es la desconfianza que siembran hoy en todos los campos y que han de ser cosechados mañana. Como se verá, la confianza es el intangible sin el cual ni el capitalismo y sus variantes, ni la democracia funcionan.
La fractura del largo plazo
El daño profundo no está en los contenedores varados ni en los contratos congelados. El perjuicio reside en la ruptura de una certidumbre que llevaba décadas sosteniendo al orden económico global: la idea de que Estados Unidos, más allá de sus defectos, era un actor confiable, una potencia que no cambiaba de reglas a mitad de juego, ni por despechos individuales y, menos aún, arbitrarios o antojadizos.
Esa reputación se está esfumando a la velocidad de un tuit presidencial. Europa ya acelera su gasto en defensa porque sabe que Washington puede darle la espalda mañana. Canadá busca diversificar su comercio para no depender del humor de un presidente errático. Asia gira con cierta decisión hacia China. Al sur del Río Grande se baila un corrido mexicano entre la espada y la pared, mal posicionado como están. Y lo que surge no es solo un cambio de socios: es la reconfiguración estructural de la economía mundial en torno a la premisa de que, sin confianza, no hay alianza. Ni aquí, ni allá, ni en alguna parte. Mientras se lean las actuales señales de humo más de uno tiene derecho a decir que Estados Unidos es, desde ahora, un socio y aliado poco confiable.
Para más de un analista occidental, la doctrina de Trump, a la saga de la de Monroe en lo que al hemisferio americano se refiere, no se limita a la política comercial. También debilita las instituciones que daban solidez a la economía norteamericana: una Reserva Federal in-dependiente, un sistema regulatorio pre-visible, un marco jurídico respetado por locales y extranjeros. Si esas bases se erosionan, el capital internacional —ese mismo que Trump desea atraer— mirará hacia otros horizontes más seguros.
La paradoja es brutal: en nombre del engrandecimiento estadounidense, su gobierno puede estar allanando el camino para un vaciamiento financiero y tecnológico del país. Europa -e incluso China– ya tientan a los científicos expulsados por la animadversión ideológica hacia las universidades estadounidenses. Asia capta talento, capital e innovación. El denominado “brain drain” no es una metáfora: es el síntoma de una derrota que para muchos terminará siendo autoinfligida.
Incluso a nivel geopolítico, esto no era un secreto. Las instituciones multilaterales –hecha de sastres estadounidense la mayoría de ellas– necesitaban reformas, empero el presidente Trump parece optar, hasta prueba en contrario, por dinamitar sus edificios, en vez de reorientarlos. Obvio, el vacío de poder no existe. Lo llenan otros. Europa, China y las economías emergentes están delineando una nueva multilateralidad fingiendo por ahora poder operar sin Washington en la cabecera. El resultado será un mundo donde la influencia estadounidense será residual, incluso si decide regresar al foro internacional con otra administración.
El precio del caos
Gracias a Dios, a pesar del claroscuro del análisis precedente, el mandatario estadounidense es lúcido. "No soy un dictador. Soy un hombre con gran sentido común y una persona inteligente", dijo Trump a finales del mes de agosto, en el Despacho Oval, antes de firmar cuatro órdenes
Por consiguiente, podrá ser que venda cierto caos como libertad, la incertidumbre como audacia y la ruptura como independencia. Pero la economía —la real, la que se juega en fábricas, universidades y hogares— está por verse si prospera en la tormenta.
Estados Unidos es menos dependiente del comercio exterior que otras economías, y que la desregulación local puede estimular cierta inversión
Lo más grave es que no se trata solo de números: se trata de un cambio cultural irreversible. El mundo ha aprendido que Estados Unidos puede ser un socio imprevisible, incluso sorpresivo y hostil. Y ese aprendizaje, como advierte cualquier humano con sentido común, puede ser irreversible dado que no se supera fácilmente.
En función de la información de segunda, de tercera y hasta de última con la que cuento, antes de escribir, concluyo con una simple prognosis. En ausencia de prueba en contrario, el legado de esa política no será la grandeza prometida, sino el devenir de un país que, por primera vez en un siglo, deja de ser el centro indiscutible de la economía global y la admiración de ingentes generaciones de migrantes que vieron en el pueblo y en la sociedad estadounidense un sueño de oportunidades justas y de grandezas realizables porque confiaban en Dios y en la libertad de todos los que eran iguales bajo la constitución y las leyes de los Estados Unidos de América.
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