Acompañado de amigos y familiares, a eso de las siete de la noche del 18 de noviembre de 1961, y saciada su sed de venganza con la matanza de la Hacienda María, el secretario de Estado de las Fuerzas Armadas, Rafael L. Trujillo Martínez (Ramfis), abandonó el país rumbo a Europa en el yate Angelita. Llevaba mucho dinero, oro, plata, cuadros y mobiliarios. Y también el cadáver de su padre, ajusticiado la noche gloriosa del 30 de mayo de 1961.
Llegaron a la isla de Guadalupe, donde abordaron un avión hacia París. En la fuerza de los hechos, era el fin de la dictadura que personificó durante 31 largos años Rafael Leónidas Trujillo.
Pero sus tíos Héctor Bienvenido (Negro) y José Arismendi (Petán) no aceptaban esa realidad e, incluso, acusaban a Ramfis de cobarde al no seguir las huellas de su padre ni pretender calzar sus botas.
Aquel día, aunque se vivía la alegría por la salida de Ramfis, también se vivía mucha incertudumbre, porque se rumoraba insistentemente la inminencia de un golpe de Estado que sería dado por militares trujillistas, encabezados por el jefe del Ejército, Fernando Sánchez (Tunti), atrincherado en la Base Aérea de San Isidro, con el apoyo y estímulo de Negro y Petán.
Semanas antes los tíos, a sugerencia de Ramfis y convencidos de que éste mantendría el control del gobierno, habían abandonado el país. Pero ahora, motivados por el propio Ramfis, que jugaba su propio juego, regresaron el 15 de noviembre creyendo que podían volver a jefear. Negándose a aceptar la nueva realidad que había parido nuevos actores en el escenario político nacional y había disminuido el poder de los Trujillo, sobre todo el de ellos, no se daban cuenta que la pava ya no pone donde ponía. Ahora estaban los americanos decidiendo los acontecimientos; y éstos apostaban a Joaquín Balaguer, no a los Trujillo, y mucho menos a Negro y Petán.
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La mañana del 19 de noviembre, más o menos a las 11 de la mañana, Negro y Petán, armados hasta los dientes, de revólveres, ametralladoras, granadas, y acompañados por algunos oficiales militares, y también por miembros del grupo paramilitar conocido como los Cocuyos de la Cordillera, que acaudillaba Petán, irrumpieron en el Palacio Nacional y entraron intempestivamente al despacho del presidente Joaquín Balaguer. Pretendían dar un golpe de Estado, echar todo atrás y señorearse como en los mejores tiempos.
En actitud desafiante mantuvieron por un breve tiempo, con el presidente Balaguer preso, pero esas bravuconadas estaban condenadas al fracaso. En ese momento llegó el cónsul norteamericano John Calvin Hill. Primero habló con el presidente Balaguer y luego con las dos fieras, que se mantenían reacias a aceptar que el reino de los Trujillo estaba herido de muerte. El trujillismo sin Trujillo era letra muerta.
Fue entonces cuando el embajador, con la autoridad que confiere el representar un gran imperio, se acercó a la ventana que da al mar, levantó su brazo y con el dedo señaló a algunos barcos de la flota norteamericana, que se veían en el horizonte. Y les dijo que si ellos no abandonan el país de inmediato esos barcos están preparados para intervenir, y ellos las pasarían muy mal.
El presidente John F. Kennedy, preocupado por la evolución de los últimos acontecimientos en la República Dominicana, que contrariaban su plan inicial de consolidar el gobierno de Balaguer hasta tanto poder producir mediante elecciones un gobierno democrático amigo, autorizó el envío inmediato de una flotilla de buques con 1800 marines. La madrugada del 19 ya estaban visibles frente a la capital dominicana. A esa operación se le denominó "Operación Gaviota", y fue acompañada por una declaración que establecía que el gobierno de Estados Unidos no se mantendría indiferente.
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Hasta ese momento los tíos no querían ceder. Incluso, Petán, díscolo y agresivo, "pegó su ametralladora contra el pecho del embajador Hill". Ya un par de horas antes, dice el embajador John Bartlow Martin, Petán, en la Base Aérea de San Isidro, apuntó su ametralladora al estómago del agregado militar norteamericano, coronel Ed Simmons: "Petán Trujillo preguntó qué hacía allí Simmons, corrió el gatillo de su ametralladora y apuntó al estómago de Simmons. Simmons le dijo que nuestra flota estaba no muy lejos. Petán bajó el cañón".
Ese agresivo comportamiento no iba a conducir a nada. Negro, más reflexivo, concluye que están enjaulados y decide negociar una salida que les permita retirarse del país con parte de sus bienes. En ese momento le dice a su hermano: "baja el arma que ya esa gente (refiriéndose a los yanquis) no quiere saber de nosotros".
El escritor neozelandés Bernard Diederich escribe: "Los tíos tenían muy poco qué escoger. Desde una ventana del segundo piso del Palacio Nacional tuvieron una espléndida vista de la flota de los Estados Unidos, tan cercana que sus marinos de combate y los helicópteros casi podían percibirse. El presidente Joaquín Balaguer se volvió hacia los tíos, de los cuales Petán portaba una ametralladora mientras Héctor permanecía sereno, y tranquilamente les dijo cuáles eran sus alternativas. O ellos se iban o la flota desembarcaba sus marinos. El recio y resuelto cónsul general de los Estados Unidos, John Calvin Hill, que se había sumado al pequeño grupo, mirando directamente a los tíos por debajo de sus espesas cejas, agregó: "Eso es absolutamente lo mejor". Petán rompió el silencio tomando el teléfono. Le dijo a su esposa: "Empaca. Nos vamos".
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Entonces empezaron las negociaciones que condujeron a la salida de los tíos revoltosos y sus familias. El doctor Joaquín Balaguer, años después, dice en sus "Memorias de un cortesano en la Era de Trujillo": "El día 19 de noviembre de 1961, después del bombardeo a la Base Aérea de San Isidro y de turbulencias que estuvieron a punto de cubrir e sangre a todo el país, me reuní en una sala del Palacio Nacional… con el generalísimo Héctor B. Trujillo, con el general Pedro Rafael Rodriguez Echavarría y con el encargado de los asuntos de Misión Diplomática de los Estados Unidos, señor John Calvin Hill… El tema que se puso en discusión fue el de la salida de todos los miembros de la familia Trujillo como único medio de evitar una guerra civil y de calmar los ánimos peligrosamente exaltados. El generalísimo Héctor B. Trujillo, después de varias horas de dramática expectación, accedió a abandonar el territorio dominicano, bajo la condición de que se pusiera a su orden la suma de un millón de dólares y de que se garantizara la conversión varios días después, de 12 millones de pesos más en moneda norteamericana. El señor John Calvin Hill tomó la palabra y expuso que su gobierno avalaría los compromisos que en ese sentido hicieron las autoridades dominicanas con la familia Trujillo… Otros miembros del clan familiar, entre ellos el general José Arismendí Trujillo Molina, alias Petán, se mostraron más reacios a aceptar esa propuesta, pero al fin optaron por someterse a ella con las mismas garantías tanto del Gobierno dominicano como del Gobierno de los Estados Unidos. El día 20 de noviembre de 1961, fecha en que la familia Trujillo abandonó el territorio nacional, se convirtió en un día de júbilo para la inmensa mayoría de los dominicanos".
Efectivamente, vencidos y convencidos de que su golpe de Estado había fracasado, minutos antes de la medianoche del 19 de noviembre Héctor y Petán empacaron y se marcharon para siempre en un vuelo privado de la Pan American, llevándose con ellos parte de los milloncitos acordados. Con ellos iban 27 miembros de la familia. Dos días después, el 21, otro avión cargaría al exilio otro grupo, entre los cuales figuraba doña Julia Molina. La matrona Iba a vivir en Miami con su hija Angelita 101 años, creyendo al final de sus días que vivía en San Cristóbal, República Dominicana.
Esa actitud del cónsul americano, que para algunos pudiera ser interpretada como una violación de nuestra soberanía, aunque para otros, como una acción de apoyo al proceso de destrujillización y democratización del país, marcó el puntillazo final de la dictadura. Lo que se inició el 30 de mayo con la muerte del Jefe, terminó con la salida de Ramfis, los tíos y todos los Trujillo. Claro, no fue fácil. Fueron muchos los muertos que cayeron en las cárceles y en las calles. Fue intensa la lucha en todos los frentes, militares, populares, diplomáticos, políticos y sindicales. No fue fácil vencer un régimen de 31 años, con profundas raíces sociales y que había quebrado el alma nacional. No fue fácil luchar contra ese régimen, erigido sobre la base del miedo y la delación. No. No podía ser fácil. Pero se luchó, y se triunfó.
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