
El asesinato de Castillo Armas terminó convirtiéndose en una inextricable maraña de intriga, una urdimbre de misterio que cautivó la imaginación y que no fue nunca satisfactoriamente resuelto. Solo el rapto y desaparición de Galíndez, entre los hechos que se atribuían a la bestia, había causado en la opinión pública un revuelo semejante.
Desde la muerte de Castillo Armas y el supuesto suicidio de Romeo Vásquez Sánchez, su supuesto matador, las cosas se habían ido complicando y se complicarían cada vez más a partir del asesinato de Narciso Escobar Carrillo: un asesinato que permitiría establecer un nexo indirecto con la bestia a través de Johnny Abbes y del mismo Escobar Carrillo.
El hecho es que el vehículo en que viajaban los gatilleros que lo mataron estaba a nombre de un tal Carlos Gacel, un cubano. Gacel resultó ser un doble agente: trabajaba para los organismos de seguridad de Guatemala y para el gobierno de la bestia, igual que Narciso Escobar Carrillo. Escobar era un criminal, otro criminal, un hombre buscado en Cuba por haberse involucrado en un complot para matar al presidente Fulgencio Batista. El mismo Escobar que ahora, en Guatemala, había participado en un complot para matar a Castillo Armas. Ambos recibían órdenes de Johnny Abbes y Johnny Abbes era el cerebro de la trama. Aparentemente Narciso Escobar Carrillo estaba implicado en la ejecución de Castillo Armas. Luego se convertiría en un cabo suelto que había que silenciar y lo silenciaron. El mismo Johnny Abbes había participado en el operativo.
Todo parece indicar, sin embargo, que los investigadores guatemaltecos no tenían mucho interés en seguir esa pista y otras que aparecieron más adelante. Romeo Vásquez Sánchez seguía siendo el culpable favorito y Guatemala, mientras tanto, se había sumergido en un caos.
Como pudo comprobarse, Castillo Armas había sido eliminado con el mismo fusil con el que Vásquez se había (o lo habían) oportunamente suicidado, pero el diario que había escrito, el diario que se le atribuía, no convencía a nadie, era un adefesio, no se pudo probar su autenticidad. Ademas, como cuenta Crassweller, cada día surgían nuevas hipótesis. Crecían los rumores, crecían las especulaciones, aparecían y se desvanecían cómplices y sospechosos. Surgió la hipótesis de que Castillo Armas había sido ultimado en otra parte de la casa o en el apartamento de una amante y que luego había sido trasladado al lugar donde lo encontraron. Alguien sostenía lo contrario, que lo habían matado en el sitio en que apareció, pero que había intervenido una mujer. Una mujer misteriosa había disparado y había escapado en un jeep que la estaba esperando. La mayoría lo negaba. No intervino ninguna mujer.
Finalmente se preservó una versión oficial. El autor era Romeo Vázquez Sánchez. Sin ninguna duda había matado al presidente, pero no se había suicidado. No habría podido suicidarse sin ayuda. No había actuado solo. Se trataba de un complot comunista, como se sospechaba desde un principio. El comunismo ateo y disociador era el culpable.
Las autoridades presentaron a la prensa unas cartas escritas por Vásquez Sánchez para demostrar que era la misma letra con que se había escrito el diario. La letra se parecía, era en apariencia la misma, pero la ortografía era completamente diferente. El diario no dejaba de resultar sospechoso. Sin embargo se empleó como prueba para incriminar al difunto Vásquez Sánchez.
En el diario abundaban los elogios a la Unión Soviética, las frases de desprecio contra el clero y los capitalistas, se los describía como tiranos esclavistas y conservadores despreciables. El autor hablaba con lujo de detalles del plan para matar al presidente, se definía como un mártir que no tenía nada que perder, mencionaba a elementos que definía como contactos para llevar a cabo el proyecto.
El diario, afirma Crassweller, no convencía a nadie. No se mostró a la prensa hasta muchos días después de la muerte de Castillo Armas y pudo haber sido reelaborado. Estaba escrito en hojas sueltas con una escritura muy uniforme en tinta verde, sin manchones ni borrones. Los comentarios políticos parecían haber sido añadidos. No había huellas de una conspiración comunista. Todo apuntaba a un fraude.
Sin embargo, la explicación oficial, la de una venganza comunista, fue la que se adoptó y circuló en Estados Unidos. Al fin y al cabo había que culpar a alguien y no había mejor candidato que un comunista.
A pesar de todo, en Guatemala persistían los rumores sobre la participación de la bestia en el escandaloso hecho de sangre. Se decía que Trujillo habría podido usar a Vásquez Sánchez, que le había ofrecido una jugosa suma de dinero y que lo había hecho eliminar después de cumplir su misión.
Para mucha gente, a pesar de la falta de pruebas, estaba claro que Johnny Abbes estaba involucrado, que había sido el organizador del macabro plan y que actuaba naturalmente por órdenes de Trujillo.
Sorpresivamente, a fines de 1957, un comité de investigación del Congreso de los Estados Unidos presentó un informe que contribuyó en gran manera a reavivar el debate sobre la participación de la bestia en el misterioso asunto. El informe, dice Crassweller, acusaba directamente a la embajada de la República Dominicana por haber complotado activamente para derrocar, primero, y luego asesinar a Castillo Armas.
Para peor, el comité recomendó al Congreso que solicitara al poder ejecutivo la inmediata ruptura diplomática con el país en base a los violentas actos de intervención en Guatemala. El Congreso, según lo que dice Crassweller, rechazó la petición, pero el comité siguió investigando. Aparecieron nuevos indicios y se hicieron nuevas acusaciones. Se puso en evidencia que sicarios cubanos y dominicanos (algunos con cobertura diplomática) habían intervenido y seguían interviniendo en Guatemala. El mismo Johnny Abbes estaba activo, operando en contubernio con la misma policía guatemalteca. Se rumoreaba, y no hay por qué dudarlo, que la bestia contribuyó con dinero y otros medios a la elección del nuevo presidente. Además, a Trujillo y Johnny Abbes se les atribuye otra violenta y descarada intervención en los asuntos internos del limítrofe país de Honduras. Otra operación que pretendía alterar el equilibrio del poder y que demostraba que la mano de Trujillo parecía extenderse indefinidamente.
En fin, que no eran pruebas lo que se necesitaba para incriminar al gobierno de la bestia en numerosos actos cometidos en Centroamérica y el área del Caribe: lo que hacía falta era voluntad política por parte del imperio. El imperio estaba más interesado en preservar el manto de impunidad con el que cubría a la bestia, en seguir protegiendo a tiranos y tiranías. El interés por la muerte de Castillo Armas se iría apagando o mejor dicho lo apagaron. Trujillo se saldría de nuevo con la suya y seguiría cometiendo fechorías dentro y fuera del país. La gran democracia del norte lo protegía y lo consentía. Era uno de sus SOB, uno de sus HDP favoritos.
(Historia criminal del trujillato [173])
Robert D. Crassweller, «The life and times of a caribbean dictator»
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