El presidente Juan Bosch designó en 1963 a Juan Pérez hijo (Curú) como oficial del estado civil del municipio de Pedernales, en el extremo suroeste de República Dominicana.
El nuevo funcionario no provenía de los apellidos de la riqueza ni de los compromisos políticos. Tampoco de la academia ni del mundo intelectual. Ni siquiera del bachillerato.
Más bien se trataba de un agricultor y servidor público 360, con formación de cuarto o quinto grado, que se había ganado la reputación de honrado y escribía hermoso.
No alardeaba de familia ni de virtudes personales. Mucho menos sacaliñaba ni buscaba reconocimientos por el deber cumplido. Nunca dado al activismo partidario, tenía presente sus responsabilidades en la función pública. Su deber era cumplirlas en silencio, sin esperar recompensa ni aplausos.
De bajo perfil, ni a sus hijos comentaba sobre sus acciones por el bien común, de familiares y amigos, pese a que —en la práctica— demostraba cada día ser un superpadre y un pilar de disciplina, servicio y solidaridad 24/7. Un hombre íntegro para quien la honradez y la honestidad eran sagradas. Solía advertir que “el hijo mío que roba, el primero que lo mete preso soy yo, porque lo ajeno no se toca”.
Su conducta resultaba inconcebible para algunos de frágil integridad. Esos que se desviven por la ubre del Estado y no pierden tiempo en ordeñarla. Él, en cambio, derrochaba buenas prácticas desde la función pública.
El 29 de septiembre de 1966, el poderoso huracán Inés asoló la provincia y el edificio de las oficinas públicas, en la Braulio Méndez con Juan López, quedó en ruinas.
Horas antes de la entrada del fenómeno, había cargado para su casa distante cien metros, con escritorio, bancos para visitas, maquinilla Olivetti, archivos, libros de registro de nacimientos, defunciones y matrimonios, e insumos. Y en el centro de la sala había instalado la oficina para que siguiera funcionando, a contracorriente de críticas por asumir un compromiso que correspondía al Gobierno.
Cuando el presidente Joaquín Balaguer inauguró la nueva edificación levantada en el mismo solar, el 7 de septiembre de 1968, Curú acarreó el mobiliario de caoba centenaria y demás enseres hasta la nueva oficina. Una vez más, hacía caso omiso a quienes le llamaban pendejo por regresar bienes que el mismo Gobierno había considerado perdidos. Solo repetía: “Si otros lo hacen, problema de ellos, pero esto no es mío, esto no me pertenece”. No era pose, ni un allante politiquero. Fue una constante en su vida.
Bajo presión
Durante sus tres décadas de oficial civil con salario de 55 pesos, primero, y al final de 125 brutos, no transigió ante las tentaciones que ayudarían a resolver necesidades económicas perentorias de sus cuatro hijos y cuatro hijas.
Con su férrea actitud anticorrupción, echó de la oficina al asiático que le tiró sobre el escritorio fajos de papeletas para que le resolviera inconvenientes en un nombre que le impedía viajar. Rechazó de cuajo al político que, henchido de poder, se apareció una noche a su casa reclamándole que matrimoniara ipso facto una pareja, sin cumplir con lo establecido por la ley. Se negó rotundamente a aceptar exigencias de dirigentes reformistas locales de falsificar actas de nacimientos de menores para que votaran por Balaguer en las elecciones, aunque pagó caro (enfermo de cáncer, ni se enteró de que había sido cancelado, pues sus hijos cubrían el salario). Jamás cobró más de lo legalmente establecido por la expedición de actas de matrimonio, certificadas…
Curú odiaba el chantaje y la extorsión. No temía a las amenazas en aquellos tiempos en que el balaguerismo olía a sangre humana.
Tenía estricto control sobre la limitada cantidad de “hojas de maquinilla”, lápices y bolígrafos que asignaba de manera intermitente la Junta Central Electoral. Siempre advertía a sus hijos que se trataba de bienes del Estado. Los útiles escolares debían comprarlos con el dinero que le pagaban, insistía.
Con él, no había espacio para negociación con lo ajeno. La historia del “chele palmita” es emblemática.
Era mediodía; el sol sobre el Pedernales de la frontera con Haití achicharraba. Yo había salido hambriento de la escuela primaria Hernardo Gorjón, en la Duarte, ruta de la playa, y caminaba jugueteando con un par de compañeritos vecinos hacia nuestras casas.
A mitad de camino, en medio de la calle Sánchez, casi con la ancha Juan López, vimos un chele (un centavo) y nos arremolinamos sobre él. Fui el agradecido. Al llegar a casa, rebosante de alegría, lo mostré a todos. Curú, mi papá, solo advirtió: “¿Lo trabajaste? Si no, vaya a ponerlo donde mismo lo encontró porque así se comienza…”
La letanía con vaqueta en mano siguió. No me quedó más salida que volver al mismo sitio a colocar la moneda y regresar…
Una mala jugada
El abril de 1994 en que cayó en cama, yo sabía que sería para no levantarse jamás. Delgado, sin un gramo de grasa, jamás le había visto quejarse, mucho menos postrado.
Con su ligera cojera desde joven a causa de una caída de un caballo necio, siempre le veía trabajar, ora en la oficina, ora en su parcela de Los Olivares, ora en el patio de su casa…
Un cáncer de colon con metástasis en hígado había hecho estragos en su anatomía en cuestión de días luego de una cirugía para extirpar una inexplicable “hernia leve” que le causaba dolor persistente.
La madrugada del 15 de mayo, víspera de las elecciones nacionales, tras 10 horas de tortuoso recorrido en una carretera digna de mejor suerte, bajo lluvia, llegué al pueblo desde la capital y seguido entré a la habitación donde él yacía. Aún estaba consciente.
Poco antes de expirar, masculló: “Mi hijo, vas bien, pero no te corrompas porque, mira, yo me estoy muriendo, pero nadie me puede señalar”. Antes de morir a sus 74 años, el mismo consejo a cada uno de sus hijos, quienes —aunque han servido al Estado— no han robado sus arcas.
Ninguna calle del pueblo lleva su nombre. Tampoco el edificio de oficinas públicas, que debe ser demolido porque no aguanta parches y es un peligro que las autoridades no ven. No hay un coro mediático resaltando su espíritu de servidor indoblegable y hombre solidario con todas las causas comunitarias.
Hombres como él no gozan de esa suerte en el país de hoy, donde se normaliza la corrupción y es mérito de malos políticos y empresarios estregar teneres en las caras del colectivo anestesiado, sin importar que provengan del robo al erario o del crimen organizado. Es el tiempo de la simulación, de los farsantes. Es lo que vale.
El megarrobo que acaba de ocurrir en el estatal Seguro Nacional de Salud (Senasa) no es fortuito. No será el último.
Compartir esta nota