Haití fue el primer proyecto de nación latinoamericano: lo que empezó como una revuelta de esclavos contra el colonizador francés se transformó en una revolución que dio lugar a su independencia en 1804 y que tuvo un impacto decisivo en los movimientos independentistas de toda América Latina.

Hoy, más de dos siglos después, Haití parece haber quedado atrapado en el abandono: una nación sin dolientes, sin horizontes cercanos y con un futuro inmediato muy incierto. Gran parte de su tejido social y material ha sido desmantelado por la mezquindad y el afán de poder de unos pocos, y la sensación general es de desesperanza.

El pasado reciente incluye la catástrofe del terremoto de 2010, que agravó problemas preexistentes y desnudó la fragilidad política, social y económica del país. Esta tragedia dejó un saldo de más de 300,000 muertos, destruyendo una gran parte de la infraestructura física, incluyendo edificios gubernamentales, escuelas, hospitales y viviendas.

Estos hechos crearon los elementos necesarios para una tormenta perfecta con la peor crisis humanitaria jamás registrada en el hemisferio occidental, con poblaciones completas desplazadas, falta de refugios, enfermedades, escasez de alimentos y una profunda inestabilidad social. El terremoto, sin temor a equivocarnos, profundizó y fue el caldo de cultivo de una gran crisis que ya se estaba gestando y que ha llegado a su punto culminante en los actuales momentos.

La situación haitiana demanda una respuesta integral que combine regulación migratoria, cooperación internacional y compromiso humanitario sostenido.

En ese contexto de violencia, inseguridad y gobernanza débil donde prácticamente gobiernan las bandas, muchos haitianos se ven empujados a migrar hacia el este de la isla: la República Dominicana. La migración ha sido, para muchos, la única alternativa frente al hambre, la falta de oportunidades y el peligro cotidiano.

Detrás de ese éxodo funciona una red compleja de manipulación y lucro; traficantes, intermediarios y operadores clandestinos que explotan la desesperación ajena y recurren a abusos y engaños para enriquecerse con la entrada ilegal.

Las fuerzas internacionales desplegadas en distintos momentos, incluyendo contingentes que intentaron restablecer el orden, han reconocido, tras períodos de presencia, la dificultad de estabilizar un país dominado por grupos armados. La situación en muchos territorios haitianos sigue siendo la de una jungla donde la paz está ausente y la supervivencia es la prioridad. El caso más palpable es el fracaso de las fuerzas kenianas que recientemente ocuparon Haití.

Para subsistir, cientos de miles de haitianos han cruzado a la República Dominicana en busca de trabajo y de una oportunidad mínima para vivir. Allí realizan labores esenciales: construyen, cultivan, cosechan y sostienen actividades productivas en ciudades y campos.

Sin duda, la mano de obra haitiana es fundamental para el desarrollo dominicano; prescindir de ella de manera abrupta sería imposible y contraproducente. Al mismo tiempo, esa realidad exige un control migratorio ordenado y justo que proteja derechos y establezca reglas claras.

Las leyes migratorias dominicanas (Ley 285-04) existen y deben aplicarse con coherencia, pero la sola aplicación de la ley no es suficiente: se requiere un plan integral y sostenido que regule la entrada, el trabajo y la residencia de extranjeros, al tiempo que garantice el respeto a los derechos humanos.

El éxito de este plan implica la participación de todos los sectores, con la principalía de las autoridades gobernantes, desarrollando un análisis honesto de las necesidades reales de mano de obra, además de definir claramente los estatus migratorios, las necesidades reales de mano de obra y los mecanismos para integrar o regularizar a quienes puedan quedarse, siempre salvaguardando la dignidad humana.

Un plan migratorio integral y el compromiso internacional son esenciales para enfrentar esta tragedia compartida.

A esto se suma de forma imperativa el involucramiento de toda la comunidad internacional; dar la espalda y actuar con indiferencia no es plausible; al contrario, revela una falta de compromiso por parte de los actores globales, una inacción preocupante frente a la grave situación política, social y económica por la que atraviesa dicho país, pese a las repetidas alertas sobre el deterioro de la situación frente a la mirada de un mundo que observa estupefacto.

No basta con gestos circunstanciales; la crisis haitiana exige medidas decididas y sostenidas. Afrontarla con voluntad política y cooperación internacional es la única vía razonable para mitigar la migración descontrolada, reducir el sufrimiento humano y contribuir al restablecimiento institucional.

En definitiva, la tragedia de Haití no es nuestra, pero nos afecta directamente; como nación debemos afrontarlo con responsabilidad, de la mano de la comunidad internacional, en un esfuerzo conjunto para reducir la inmigración descontrolada e ilegal, conjurar el sufrimiento humano, el colapso institucional y la perpetuación de la violencia en el vecino país.