Todo cambia: las estrellas, las plantas y también las sociedades humanas, pero las instituciones y teorías parecen empeñadas en quedarse quietas. En efecto, la mayoría de las universidades y gobiernos, y el de República Dominicana no es excepción, siguen intentando explicar el presente con las mismas ideas con las que se explicaba el mundo hace medio siglo.
Así se levantan esas casonas del pensamiento económico y de las políticas públicas, decoradas para aparentar solidez, pero sostenidas por columnas carcomidas: instituciones, teorías y dogmas que la realidad ya dejó atrás.
Vivimos en un tiempo donde todo se transforma con vértigo: la ciencia, la tecnología, la naturaleza y las formas de trabajar y convivir. Aun así, en muchos países periféricos, las estructuras sociales e intelectuales permanecen inmóviles, como si la historia transcurriera en otra parte.
Las instituciones, los sistemas educativos y los organismos internacionales parecen atrapados en los mismos esquemas conceptuales del pasado, intentando comprender la novedad con herramientas ya superadas por la realidad.
Las teorías económicas que se aferran al pasado terminan justificando privilegios en lugar de explicar la realidad social.
En ese contexto, la metáfora de las casonas carcomidas refleja una realidad profunda: seguimos confiando en modelos de pensamiento que ya no logran sostener la vida que tenemos delante.
En el mundo académico, y especialmente en la economía, la resistencia al cambio es evidente. Las universidades y centros de estudio siguen aferrados a teorías concebidas para un mundo estable, donde los mercados se corrigen por sí solos y el crecimiento, según sus modelos, conduce inevitablemente al bienestar social.
Se repite el discurso de la incertidumbre, pero se la trata como si fuera un simple error estadístico, un ruido que molesta el platónico “equilibrio perfecto”. Así, las aulas enseñan un universo ideal mientras el mundo real se desordena, se encarece y se fragmenta.
El resultado es un pensamiento económico y unas políticas públicas cada vez más alejadas del bien común. De ese modo, explican poco de la realidad social y, en cambio, se concentran en justificar el bienestar de grupos privilegiados. En ellos se funden intereses privados y agentes “públicos” serviles, unidos por la codicia, la corrupción y la impunidad.
En República Dominicana, esa distancia entre la teoría y la vida tuvo un costo trágico. En 1984, el Fondo Monetario Internacional impuso un programa de “ajuste estructural” que liberalizó los precios de los productos básicos. Las autoridades siguieron al pie de la letra las recetas del manual neoliberal: dejar que el mercado se autorregulara.
El resultado fue una rebelión urbana, conocida como la poblada de abril, que dejó cientos de muertos. La ortodoxia económica explicó el desastre como una “resistencia al cambio”, pero lo que en realidad se resistía era la gente que ya no podía comer. Fue una de las muchas veces en que el pensamiento económico, en nombre de la eficiencia, olvidó que detrás de cada número hay vidas humanas.
Décadas después, en 2008, el mundo volvió a comprobar que las certezas económicas podían derrumbarse en cuestión de días. El entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben Bernanke, enfrentó una crisis financiera global que ni sus impecables modelos macroeconómicos habían previsto. La teoría ortodoxa, que se presentaba como una ciencia exacta, fue incapaz de explicar por qué los mercados, supuestamente autorregulados, colapsaban.
Aquel desconcierto evidenció el vacío de la corriente dominante de la disciplina económica, que había confundido —y sigue confundiendo— la elegancia matemática con la verdad. Sus ecuaciones son perfectas, pero el mundo que pretenden describir es plural, inestable y cambiante.
El mismo patrón se repite en muchos Estados, sobre todo en los países que siguen los lineamientos del llamado pensamiento neoclásico colonial. Sus gobiernos, guiados por los dogmas de la eficiencia y la disciplina fiscal, aplican políticas que favorecen a los grupos económicos más poderosos mientras recortan los derechos sociales.
Las instituciones financieras internacionales —como el FMI, el Banco Mundial o la OCDE, entre otros— actúan como guardianes de esa ortodoxia. Y los gobiernos locales, en lugar de cuestionar ese modelo, lo reproducen en sus propias políticas públicas. Así, las fórmulas económicas se imponen sobre la realidad social y la búsqueda de justicia se sustituye por la imposición de un orden predeterminado. El resultado es predecible: se perpetúan las desigualdades y se consolida un sistema que protege a quienes ya tienen poder.
El precio de las certezas es alto: ha costado crisis, hambre y exclusión. El pensamiento económico dominante se aferra a un mundo que ya no existe, mientras el mundo real clama por nuevas formas de comprenderlo.
Las sociedades de los países subdesarrollados necesitan una disciplina económica y unas políticas públicas que vuelvan a mirar la vida, que aprendan a convivir con la incertidumbre como parte natural de la realidad y fuente posible de innovación y adaptación.
Cuando se comprende así, la incertidumbre deja de ser un instrumento de miedo o una excusa para imponer medidas sesgadas a favor de las élites, en sus diversas modalidades y escalas. Ese parece ser el camino más sensato y socialmente eficaz para dejar atrás las casonas carcomidas del viejo pensamiento y construir, sobre bases vivas, una economía más humana y más justa.
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