El gobierno de Luis Abinader ha quedado atrapado en lo que bien podría llamarse las estrategias hiperbólicas y autodeengañosas, mientras la realidad nacional se desploma a su alrededor. Tras cinco años en el poder, el oficialismo insiste en magnificar pequeños logros y en proclamar “hitos históricos” que la ciudadanía no percibe, porque lo que domina en la vida diaria son los apagones, el deterioro de los hospitales, el colapso de la educación, el retroceso en servicios esenciales, el incremento del costo de la vida y el aumento sostenido de la delincuencia y la criminalidad.
Ese contraste creciente entre retórica y realidad ha acelerado la pérdida de credibilidad y popularidad del gobierno. No hay una obra importante que exhibir en más de un lustro de gestión, mientras productores agrícolas, profesionales y sectores sociales se lanzan a las calles con reclamos que podrían confluir en una gran protesta nacional, lo que aquí se conoció en 1884 como una poblada. Todo apunta a un gobierno que poco a poco se autoacorrala en sus propias contradicciones, atrapado entre la necesidad de cambiar el rumbo y el temor a reconocer que la estrategia de la hipérbole y el autoengaño ya no alcanza para contener el descontento ciudadano.
El problema no radica únicamente en la desconexión entre discurso y realidad, sino en la insistencia del gobierno en prolongar esa narrativa cuando la población ya no la cree. El desgaste se siente en todos los sectores de opinión, que advierten la urgencia de un cambio de rumbo para evitar que la situación derive en una crisis mayor de gobernabilidad. En medio de nubarrones sociales y económicos, el oficialismo parece más empeñado en sostener el relato del “cambio” que en asumir la realidad que opera en su contra.
El síndrome hiperbólico
El sello de la actual gestión ha sido la retórica inflada, convertida en norma de comunicación política. Cada inauguración menor, cada anuncio de exploración minera o remodelación de oficinas públicas se viste con frases como “hecho histórico” o “lo nunca visto”, y llegan al extremo de proclamar que están “construyendo un nuevo país”. Esta estrategia busca proyectar dinamismo y éxito, pero en la medida en que la población compara el discurso con la realidad cotidiana, se transforma en un boomerang que erosiona la credibilidad del liderazgo presidencial.
Un ejemplo reciente es la afirmación del Ministro de Energía y Minas, Joel Santos, en el sentido de que el país se convertirá en referente regional en tierras raras, cuando en verdad apenas se realizan estudios preliminares sin certeza de resultados. Lo mismo ocurre con la promesa de concluir el Metro de Los Alcarrizos en marzo pasado, que chocó con los atrasos visibles en la obra, pero a pesar del gran atraso y las denuncias de fallas graves en construcción, el presidente Abinader, sin ningún empacho, dijo que la obra se ha venido avanzando de acuerdo a lo previsto.
Cuando todo el mundo en este país entendía que el año escolar se iniciaría con las mayores incertidumbres y precariedades, de repente presentaron un inicio de docencia nunca visto, con el doble de tanda extendida, en comparación con las que existían. Estos episodios ilustran cómo la hipérbole oficial se enfrenta de manera constante con una realidad que termina desmintiendo al propio gobierno.
El recule crónico
La consecuencia de esta retórica desbordada ha sido el síndrome del recule crónico. Medidas y proyectos anunciados con pompa son retirados o modificados a toda prisa cuando se topan con la resistencia social. Así ocurrió con la fallida reforma fiscal, presentada como pilar de modernización y retirada en cuestión de días ante la reacción ciudadana. Ya se está diciendo que, con el anuncio de las diez cárceles que se construirán en provincias del país, y que se entregarían en 18 meses, podrían ser parte de la “incontinencia verbal y poco previsora” del gobierno de Abinader.
Esa dinámica de anunciar sin calcular y retroceder sin reparar revela improvisación y debilidad política. El gobierno lanza propuestas sin maduración, apostando más a ocupar la agenda mediática que a sostener proyectos estratégicos. Pero cada recule deja cicatrices: mina la confianza, multiplica las dudas y acentúa la percepción de un liderazgo que carece de rumbo claro.
Crisis de servicios esenciales
Más allá de la retórica, la realidad golpea a los dominicanos en los servicios que marcan su vida diaria. El expresidente del Colegio Médico Dominicano, doctor Senén Caba, denunció el progresivo deterioro de los hospitales públicos, sometidos a políticas que favorecen la privatización en detrimento de la población más vulnerable. Ascensores dañados durante años, laboratorios sin insumos y facturas glosadas a los centros estatales son parte del panorama que empuja a los pacientes hacia clínicas privadas con costos cada vez más inalcanzables.
La situación no es distinta en educación ni en el sistema de emergencia 911, ambos atrapados en la precariedad y en el retroceso. En vez de mejoras palpables, las familias dominicanas enfrentan escuelas sin condiciones, apagones que interrumpen el día a día y un sistema de seguridad pública incapaz de contener la delincuencia. La desconexión entre los anuncios de “logros históricos” y la experiencia cotidiana de la población se agranda con cada carencia no resuelta.
El descontento que crece
El malestar social ha comenzado a expresarse en protestas de productores agrícolas, profesionales de diversas ramas y comunidades que reclaman servicios básicos. Cada sector parece levantar su propia voz, pero lo que se vislumbra es la posibilidad de que todas esas demandas converjan en una gran protesta nacional, una poblada como las que ya forman parte de la memoria política dominicana.
La gestión de Abinader no enfrenta únicamente reclamos sectoriales, sino el riesgo de que estos acumulen una fuerza capaz de desestabilizar el propio orden político. El desgaste no solo se mide en encuestas, sino en la creciente percepción de que el gobierno agotó su discurso y se encuentra cercado por los problemas que intentó ignorar. El imperativo de cambiar el rumbo, la estrategia del avestruz ha demostrado ser insostenible.
Ni la hipérbole ni el autoengaño pueden sustituir las soluciones reales que demanda la sociedad dominicana. La credibilidad perdida solo puede recuperarse con transparencia, con obras tangibles, con un reconocimiento honesto de los problemas y con un rumbo que priorice la salud, la educación, la seguridad y el bienestar colectivo.
Seguir refugiado en el discurso vacío es condenarse a la erosión definitiva de la confianza ciudadana. El país necesita un liderazgo que asuma la autocrítica como virtud y que recupere la capacidad de rectificar. De lo contrario, lo que hoy parece un desgaste acelerado puede transformarse en una crisis de gobernabilidad de consecuencias imprevisibles.
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