La pandemia del COVID-19 ocasionó la única y gran crisis económica, social y sanitaria verdaderamente mundial. De antemano, algunos acontecimientos trascendentes habían venido teniendo lugar desde inicios del siglo XXI con potencial para impactar la economía mundial, tales como los del 11 de septiembre del 2001, la guerra contra el terrorismo por parte de los EUA, los derrocamientos de gobiernos y desmantelamiento de Estados en Medio Oriente, la guerra en Afganistán, la crisis financiera de 2007-2008, el BREXIT y los esfuerzos norteamericanos por detener el crecimiento económico de China.
Pero las grandes conmociones aparecen al iniciarse la tercera década del siglo. Los terribles años veinte del siglo XXI contrastan con los felices veinte del siglo anterior, cuando en ciudades norteamericanas como Nueva York, Filadelfia, Pittsburg, Chicago, Detroit o Cleveland los edificios parecían querer desafiar el cielo, al tiempo que las nuevas industrias, invenciones, modernos medios de locomoción y transporte, las universidades y la tecnología anunciaban al mundo que Estados Unidos emergía como el gran hegemón de la centuria siguiente; grande, fuerte, agresivo, en expansión y aparentemente invencible. Terminados esos cien años, es otro gigante el que anuncia su reemplazo.
En la misma etapa histórica, Rusia se había venido recuperando de otra gran conmoción. El derrumbe de la Unión Soviética décadas atrás había supuesto muchas cosas: había mostrado que el aparato económico no estaba preparado para funcionar bien con la desarticulación del Estado; para amplios grupos sociales, significó la frustración de un sueño; para otros, la oportunidad de una edad de paz y cooperación con Occidente; para algunas camarillas de políticos, empresarios y dirigentes corruptos, el chance histórico de apropiarse del botín del Estado soviético.
Pero Occidente se negó a acoger en su seno a Rusia. Una sociedad debilitada y triste se sumió en una profunda crisis en todos los sentidos. La esperanza de prosperidad fundada en el libre mercado no le dio el resultado previsto. Estados Unidos entendió que había llegado el momento apropiado para aplastarla de donde no pudiera levantarse. Pero se levantó, económica y militarmente.
Aunque ya se había venido creando una especie de mundo fracturado en múltiples fisuras, las grandes conmociones aparecen al iniciarse esta tercera década, con profunda crisis de salud, confinamiento social, paralización económica, expansión monetaria y fiscal para contrarrestarla, endeudamiento público, inflación mundial, guerra en Europa, genocidio en Palestina, múltiples conflictos en el mundo y creciente ambiente de desconfianza. Una policrisis en el real sentido de la expresión.
En este entorno, justamente cuando la humanidad más requiere de la colaboración entre las naciones y entre grupos sociales al interior de un mismo país, visto que los problemas globales (cambio climático, pandemias, guerras, creciente disparidad) no tienen solución sin acuerdo mundial, se debilita el multilateralismo y la cooperación.
El envejecimiento de la población ha venido conduciendo al encarecimiento de los sistemas de seguridad social. En el mundo occidental ya no funciona el contrato social sobre el cual se había erigido su grandeza.
El Estado de bienestar se había creado bajo el entendido de que los ricos pagarían altos impuestos. No se había contemplado qué pasaría si los ricos se negaran a pagarlos. Eso hace mucho que sucedió. En vez del Estado imponerles a ellos, ahora son ellos quienes le imponen al Estado, controlándolo mediante el soborno y la coacción a sus dirigentes.
De ese modo, en vez de los pobres tener garantizados empleo y protección desde el nacimiento hasta la muerte, son los ricos los que exigen al Estado protegerlos a ellos, como muestran los cuantiosos montos destinados a rescatar industrias, bancos, conglomerados tecnológicos, etc., durante la crisis financiera en 2008 y el COVID en 2020.
Algo no previsto inicialmente era que el Estado de bienestar atraería inmigrantes de los países que habían sido antiguamente colonizados y expoliados. Sus habitantes se sentían con derecho a disfrutar de algunas de las riquezas que habían surgido del sacrificio y la muerte de sus ancestros. Tampoco se había anticipado que el consecuente rechazo al cuerpo extraño rompería la cohesión social.
Se dice que, al igual que las personas, los países se deprimen. Hace 100 años, China estaba sufriendo una profunda depresión; al finalizar el siglo XX, Rusia estaba muy deprimida. Hoy es Estados Unidos el que está sumido en una profunda tristeza, está enojado, arrastrando de paso a todo el mundo occidental. Tristemente, en países de todos los continentes, las ideas y movimientos extremos, particularmente de extrema derecha, están ganando un gran respaldo y, también, la democracia pierde apoyo.
Y en esta gradual desaparición de los sentimientos morales, ahora el nuevo Dios son las armas: gasto en armamentismo que lo va a complicar todo. Con el agravante de que muchos países perciben que la única manera de estar seguros es armarse y, de ser posible, obtener su bomba atómica. No extrañaría que, en cuestión de años, en vez de nueve países con armamento nuclear, tengamos entre 15 y 20, incluyendo aquellos con historial tan terrible como Alemania, Japón, Irán, Polonia o Italia. Así, la humanidad iría montada sobre un barril de pólvora, a expensas del más mínimo error de cálculo que provocaría reacciones en cadena.
Por último, entre negativa a pagar impuestos, envejecimiento demográfico, encarecimiento de los sistemas de seguridad social y nueva carrera armamentística, los países se están sumiendo en progresivo endeudamiento. Sin la abundancia de capitales de tiempos anteriores y más desconfianza internacional, endeudarse tiende a ser más caro, induciendo más déficits y más deudas. Toda una espiral que no se sabe en qué terminará.
En estos terribles años veinte, el mundo está revuelto, son tiempos cada día más inciertos, y lo más incierto de todo es el futuro de Estados Unidos como hegemón mundial.
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