La inteligencia artificial irrumpió en la educación sin pedir permiso. No llegó como un experimento controlado ni como una innovación cuidadosamente pilotada en pocas aulas. Entró de golpe en la vida cotidiana: en los celulares de los estudiantes, en los hogares, en los escritorios de los docentes y en la gestión misma de los sistemas educativos. Hoy forma parte del entorno en el que niños y jóvenes aprenden, se comunican y construyen su identidad.

Por eso, la pregunta ya no es si debemos incorporarla, sino cómo la gestionamos, con qué criterios la utilizamos y qué tan preparados están nuestros docentes para convivir con una tecnología que avanza más rápido que las políticas educativas.

En la República Dominicana, esta brecha es evidente. Informes recientes señalan que más del 90 % de los docentes aún no utiliza herramientas de inteligencia artificial en su práctica educativa. El contraste es vertiginoso: mientras los estudiantes exploran estas tecnologías de manera intuitiva y cotidiana, gran parte del sistema escolar permanece anclado en esquemas tradicionales.

La educación del siglo XXI no se definirá por la tecnología que utilicemos, sino por nuestra capacidad de seguir formando seres humanos íntegros en un mundo cada vez más inteligente.

Las oportunidades pedagógicas que abre la IA son reales y profundas. Por primera vez, es posible personalizar el aprendizaje a gran escala, adaptando contenidos, ritmos y niveles de dificultad a las necesidades concretas de cada estudiante. Pensemos en una niña de primaria con dificultades lectoras que, gracias a una plataforma adaptativa, logra avanzar significativamente en pocos meses. La IA también facilita tutorías inmediatas, retroalimentación constante y recursos flexibles que fortalecen la autonomía del aprendiz.

Además, libera al docente de tareas repetitivas, permitiéndole concentrarse en lo verdaderamente insustituible: orientar, acompañar, dar sentido y cuidar la dimensión humana del aprendizaje.

Pero estas oportunidades no llegan solas. La inteligencia artificial plantea riesgos que no pueden ignorarse: la protección de los datos personales, el uso acrítico de herramientas que “piensan” por el estudiante, la posible pérdida de habilidades cognitivas profundas, el aumento del fraude académico y la ampliación de las brechas de acceso digital. Sin embargo, el mayor riesgo no es tecnológico, sino pedagógico: formar estudiantes altamente dependientes de herramientas sofisticadas, pero con escasa capacidad crítica, bajo dominio de la lectura profunda y frágil juicio ético.

Educar para convivir con la inteligencia artificial exige revisar qué enseñamos, cómo evaluamos y qué entendemos por aprender. No se trata de prohibir la tecnología, sino de integrarla con criterio, promoviendo el pensamiento reflexivo, la argumentación, la creatividad y la responsabilidad. La educación debe seguir formando ciudadanos capaces de distinguir entre información y manipulación, entre eficiencia y sentido, entre innovación y dignidad humana.

En este proceso, los docentes ocupan un lugar central. La IA no los sustituye; los interpela. El maestro de hoy deja de ser un simple transmisor de contenidos para convertirse en diseñador de experiencias de aprendizaje, mediador ético y guía emocional en un mundo saturado de información.

Esto exige nuevas competencias: comprender los fundamentos de la IA, diseñar actividades que obliguen a pensar y no solo a “pedir respuestas”, evaluar de manera auténtica y cultivar aprendizajes que ninguna máquina puede reemplazar: empatía, criterio, ciudadanía, valores y conciencia social.

Desde la perspectiva de los sistemas educativos, el desafío es igualmente enorme. Resulta imprescindible:

  1. Actualizar los currículos para incorporar la alfabetización en inteligencia artificial desde edades tempranas.
  2. Implementar programas masivos y sostenidos de formación docente.
  3. Garantizar condiciones mínimas de equidad digital en conectividad y dispositivos.
  4. Establecer marcos legales sólidos que protejan los derechos y datos de niños, niñas y adolescentes.

Varios países ya avanzan en esta dirección, integrando contenidos como pensamiento computacional, ética digital y ciudadanía algorítmica desde la educación básica. La República Dominicana tiene ante sí una oportunidad histórica para alinear normativa, formación docente y acompañamiento pedagógico. Bien gestionada, la inteligencia artificial puede convertirse en una palanca para mejorar la calidad y la equidad educativa. Mal gestionada, corre el riesgo de profundizar desigualdades ya existentes.

La inteligencia artificial no es una amenaza en sí misma. Es un punto de inflexión. Y todo punto de inflexión exige liderazgo ético, visión clara y decisiones oportunas. Nuestros niños y jóvenes ya viven en este nuevo ecosistema tecnológico. Nos corresponde a los adultos —docentes, familias y responsables de política pública— asegurar que la IA sea una aliada del aprendizaje y no un atajo que empobrezca la formación humana.

Porque, al final, la educación del siglo XXI no se definirá por la tecnología que utilicemos, sino por nuestra capacidad de seguir formando seres humanos íntegros en un mundo cada vez más inteligente.

Jacqueline Malagón

Educadora

Consultora en Educación, Evaluación y Desarrollo Institucional. ExMinistra de Educación Asesora del MINERD, MESCYT, MAP, del INFOTEP y del Senado de la RD Miembro de la Academia de Ciencias RD Miembro de Diálogo Interamericano Miembro de la Coalición Latinoamericana para la Excelencia Docente Consultora en Educación, Evaluación y Desarrollo Institucional

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