En Luz rabiosa, Priscilla Velázquez Rivera emprende una de las búsquedas narrativas más singulares de la literatura reciente: convierte los sentidos —la oreja, la lengua, la nariz, el ojo, la mano y un enigmático “verdadero ojo”— en protagonistas de una conversación íntima y a la vez universal. Desde esa perspectiva sensorial, casi anatómica, la autora construye un relato que no aspira únicamente a contar una historia, sino a explorar cómo se cuenta, desde dónde se percibe y qué parte del cuerpo es la que realmente recuerda, sufre o ama.
Publicada por Ediciones Destino en 2024, la obra aparece en un momento en que la narrativa contemporánea busca nuevas formas de representar la subjetividad. Velázquez Rivera responde a ese desafío con una estructura caleidoscópica que renuncia a la liniedad y prefiere la rotación del punto de vista: cada sentido revela un fragmento, una intuición, una emoción que los otros completan o contradicen. El resultado es una narración que se mueve por capas, donde cada órgano no es un ser aislado, sino una voz con memoria, deseo y heridas propias.
La apuesta es arriesgada y brillante. La autora despliega una prosa que no necesita alardes técnicos: escribe desde ese talento que nace del roce con la lectura profunda y de una sensibilidad que no teme cruzar zonas incómodas. Hay escenas donde la lengua narra con un temblor que recuerda la fragilidad del deseo; otras en las que la mano revela la historia secreta de los gestos; o momentos en que la nariz —a menudo olvidada en la literatura— recupera olores que contienen la genealogía emocional de un personaje. Pero es el “verdadero ojo” quien introduce el dilema mayor: ¿qué es ver? ¿El acto físico o la capacidad de interpretar lo visto?
Estamos, sin dudas, ante una autora cuya madurez narrativa desborda la técnica y confirma que la literatura contemporánea tiene todavía territorios vírgenes
La obra es brutal, honesta y contemporánea, pero no por su tono, sino por su sinceridad estructural. Cada sentido actúa como un testigo parcial que intenta descifrar la verdad emocional de los protagonistas. La autora entiende que los seres humanos cargamos relatos que no siempre encuentran salida, y que la identidad no es un bloque uniforme, sino una conversación continua entre percepciones, recuerdos y silencios. En ese gesto narrativo hay una sabiduría que sobrepasa la técnica: la comprensión de que la verdad humana suele estar repartida en piezas, algunas luminosas, otras opacas.
En este dispositivo literario, Velázquez Rivera consigue algo infrecuente: hacer del amor verdadero el eje de la narración sin caer en sentimentalismos. El amor aparece como una fuerza que desordena, que desnuda, que obliga a confrontarse con la parte oculta del propio ser. A través del diálogo entre los sentidos, el lector comprende que amar es también un acto perceptivo: ver lo que no queríamos ver, oír lo que teníamos que oír, tocar lo que nos compromete, saborear lo que deja huella. Y que detrás de todo hay un “verdadero ojo” —esa conciencia profunda que no puede engañarse— que reclama su lugar en la historia.
Luz rabiosa es una obra que se lee con la sensación de asistir a un experimento narrativo donde la inteligencia literaria y la intuición emocional trabajan en perfecta sintonía. Velázquez Rivera demuestra que la novela todavía puede reinventarse sin perder su capacidad de conmover. Su escritura es limpia, precisa, sin palabras sobrantes, sin artificio y, sobre todo, profundamente humana.
Estamos, sin dudas, ante una autora cuya madurez narrativa desborda la técnica y confirma que la literatura contemporánea tiene todavía territorios vírgenes donde la imaginación, la sensibilidad y la verdad pueden encontrarse sin pedir permiso.
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