El 19 de abril, los residentes de Lexington y Concord, pueblos del estado de Massachusetts conmemoran, junto al resto del país, el décimo-cincuenta aniversario de su independencia; los ánimos empero, no están como para celebraciones, aun tratándose de una fiesta patria. La interrogante que corta el aire como un cuchillo, ¿cómo es posible que en menos de cien días se esté cayendo a pedazos lo que tomo más de dos siglos consolidarse?
La patente de corso que la Suprema Corte de los Estados Unidos, concedió a mediados del pasado año al entonces candidato Republicano Donald Trump, básicamente otorgó inmunidad absoluta contra pasados y potenciales cargos criminales en los que el presidente incumbente, hubiese incurrido, o podría incurrir, durante la ejecución de su mandato constitucional. Si bien la carta magna estipula en su artículo II, la autoridad constitucional y los derechos estatutarios que protegen al Ejecutivo y su mandato, son los límites de dicho poder, los que proscriben su abuso, y la razón por la cual deberían ser éstos, sujeto primordial de cuestionamiento.
Entre las previsiones más relevantes al abuso del mandato presidencial, se destaca la separación de poderes, que otorga capacidad al congreso y a las cortes para conducir un proceso acusatorio de fondo, basado en evidencias irrefutables. Tal precepto le otorga competencias al sistema judicial para coaccionar el rendimiento de cuentas al cual está obligado a someterse el Ejecutivo. La validez que gozan ambas instancias de contrapeso en todo sistema democrático, descansa en la premisa de la independencia y autonomía relativa del sistema judicial, para restringir la capacidad del gobierno de imponer su voluntad absoluta e incontestada. Por 250 años, tal sistema ha constituido la columna vertebral de lo que Winston Churchill, tomando como ejemplo el sistema republicano estadounidense, prefiguró en su discurso contra la avanzada del fascismo, y en beneficio del futuro de la Europa de postguerra. Sin embargo, es justamente este modelo de institucionalidad que soporta el ideal de la democracia liberal, el sujeto central de ataque, obliteración, y desmantelamiento, por parte de la actual administración estadounidense. Este régimen político-administrativo, sobre el cual, dos siglos y medio atrás, Benjamín Franklin, siendo cuestionado sobre el tipo de gobierno que acababan de establecer los fundadores, lapidariamente vaticinara “Una república, si acaso pueden mantenerla” ha sido desde entonces, y continúa siendo, en gran medida aspiracional.
La pregunta continúa resonando dos siglos más tarde; ¿pude la democracia estadounidense mantenerse? Para el 61% de los ciudadanos que admitieron en diciembre del 2023 su insatisfacción con el funcionamiento de su democracia, la respuesta no es auspiciosa, especialmente cuando se miran en el espejo de América Latina, donde 65% de los latinoamericanos dijeron también sentirse insatisfechos con el desempeño de sus democracias, pero aun así continúan apoyándola (Latinobarómetro, 2024). La diferencia entre los votantes latinoamericanos y estadounidenses radica en que estos últimos habrán oído, o cuando menos, leído, sobre dictaduras, autoritarismos, autócratas y fascistas, pero de la misma manera que fueron eximidos de experimentar el terror de la guerra en carne propia, han lograron también evadir los estragos que tales regímenes imponen a las libertades públicas y a los derechos humanos y constitucionales de las personas; ¡hasta ahora!
Es admisible pensar que el declive de la confianza en el ideal democrático representa un fenómeno global más que nacional; y coyuntural más que sistémico. Para Estados Unidos, sin embargo, el precipitoso descalabro del régimen democrático supone un desafío cuasi existencial, siendo que, por más de un siglo de su historia institucional moderna, este país epitomizó en el imaginario societal global la quintaesencia de la democracia liberal sólida, resiliente y consistente. ¡Alas!, fue en su nombre que el liderazgo político-militar estadounidense justificó el despliegue de sus fuerzas de combate y de ocupación en otras naciones del hemisferio occidental. Bajo la doctrina de contención del comunismo, y de extirpación de movimientos sociales anti-sistémicos, Estados Unidos auspició golpes de Estado e intervenciones; destronó gobiernos democráticamente electos, como el de Bosch, en República Dominicana, Allende, en Chile, y antes que ellos, Árbenz en Guatemala. También respaldó la emergencia de regímenes dictatoriales como los de Hugo Banzer en Bolivia, Rafael Trujillo en Dominicana, Augusto Pinochet en Chile, Videla en argentina, y Somoza en Nicaragua. El despliegue muscular de la democracia norteamericana coadyuvó desde mediados del siglo XX, cambios de regímenes complementarios a lo largo y ancho de las Américas, como presunta estrategia preventiva de seguridad nacional, minimizando, como argumentaría el economista y columnista del NYT, Thomas Friedman en su controvertida teoría del Big Mac I (1996) la proclividad de confrontaciones bélicas inter-estatales. De acuerdo con Friedman, la presencia expansiva de la cadena McDonald, bien podría considerarse un indicador fiable de la integración global de las economías, y del sometimiento de las naciones a las reglas de apertura comercial, económica, y de diversificación de sus mercados de consumo. Su presencia fungiría también como predictor de la gradual democratización de sus gobiernos, presuntamente más empeñados en promover paz, que en fomentar conflictos. (Friedman, 1996). Sin ánimo de cuestionar la certeza o no de tal formula, en el presente siglo no son los aportes de la democracia estadounidense al desarrollo socio-económico y cultural global, los que están en tela de juicio; pero sí la jerarquización de los valores societales e institucionales, priorizados utilitariamente para tornar el balance de poder en la política interna y en la geopolítica, en beneficio de pocos, a costa de los intereses colectivos.
Los pilares de la democracia estadounidense
Es así como, la llegada de Trump al poder por segunda vez en una década ha implicado la abrupta transformación del régimen político interno, y la disrupción del orden mundial que emergió triunfal de la hecatombe de dos guerras mundiales, en las que Estados Unidos se libró de sufrir en carne propia pérdidas humanas, y el desgaste de su economía; posibilitando su reposicionamiento como poder hegemónico en un emergente orden mundial polarizado. En el marco de las tensiones inter-hegemónicas surgidas durante la postguerra -y posteriormente, a lo largo de la guerra fría- la capacidad de arbitraje de Estados Unidos ha descansado no solo en su poderío armamentista y en su capacidad de despliegue militar, sino sobre todo en lo que Joseph Nye Jr. caracterizó a inicio de los 90s, poder suave, refiriéndose al ejercicio de cooptar más que coercer. Dicho de otra manera, si bien la preponderancia militarista de Estados Unidos constituye, de acuerdo con la corporación RAND (2000), la medida de su poder nacional, no lo han sido menos la fortaleza de sus instituciones democráticas; la vitalidad de su economía; la primacía de su divisa; su ethos inclusionista, consignado en la 14 enmienda constitucional, y reafirmado a través de las múltiples diásporas que han conformado esta nación como una de inmigrantes. Un ejemplo de lo último es su diversidad lingüística, la babel mundial donde confluyen cotidianamente cerca de 450 lenguas y dialectos. Mas allá de este prontuario, la supremacía mundial de los Estados Unidos radica en su inconmensurable capital intelectual, creado y recreado por las más de 4,700 instituciones de educación superior, veinticinco de las cuales encabezan las consideradas cien mejores y más prestigiosas universidades a nivel mundial. Esta superestructura intelectual acoge una población de más de 14 millones de estudiantes, la mayor a nivel mundial. Por más de dos siglos, este sistema -epítome de la libertad de pensamiento y expresión- se ha sostenido en gran medida gracias a los respaldos sustanciales que el Estado norteamericano ha concedido a estas instituciones de investigación en las áreas de las ciencias exactas, naturales y sociales, lo mismo que a los múltiples centros de pensamiento, instituciones culturales, museos, parques nacionales, todo ello en el interés de ampliar, y democratizar el acceso a ese capital inmaterial; ¡hasta ahora!
¿Cómo se explica entonces que tal sistema parezca sucumbir a los caprichos y decisiones personalistas de un gobernante, cuyo propósito declarado al asumir la presidencia, fue, y continúa siendo, el desmantelamiento sistemático de todo el ensamblaje institucional que tomó más de dos siglos consolidar? La pregunta plantea más interrogantes que respuestas, y desafía la racionalidad instrumental clásica que se refiere a decisiones y conductas basadas en el cálculo de costos/ beneficios. Por un lado, está la cuestión de ¿cómo ha sido posible el despliegue de esta cruzada anti-sistémica? y consecuentemente, ¿Con qué propósitos?
Respecto a lo primero, una mirada más caustica nos sitúa frente a la paradoja originaria: la fragilidad subyacente de un modelo emancipador, surgido en un contexto social, cultural y económicamente excluyente, desigual e injusto, que continuó perpetuándose, polarizando la nación, no solamente entre ricos y pobres, progresistas y conservadores, sino también entre insertados y expulsados. Parecería una perogrullada afirmar que las decisiones emanadas desde la Casa Blanca en los últimos 90 días confirman este patrón que pone en tela de juicio la largamente celebrada solidez del régimen liberal estadounidense. La intensificación y velocidad de su progresivo desmantelamiento no parece tener límites, tampoco cordura, y menos aún mesura, para una gestión esencialmente transaccional, de voluntad usurera, y con intención de autoperpetuarse en el poder. La instrumentalización de los valores antidemocráticos de la actual administración están plasmados en la guerra arancelaria disruptiva del intercambio comercial internacional; el desmantelamiento progresivo del sistema de seguridad pública y sus instituciones de servicio; las masivas cancelaciones del personal profesional y necesario; el revocamiento de compromisos legales establecidos con instituciones privadas, nacionales e internacionales; la criminalización de la opinión pública, las protestas, y el derecho a disentir; la politización de los ámbitos de la defensa y de la seguridad pública.
En su reciente artículo en la revista Foreign Affairs, Steven Levitsky y Lucan Way (2025: ) recuperan su concepto de autoritarismo competitivo (2002:52), para caracterizar el modelo político en progreso, “Los autoritarismos competitivos -destacaban entonces los autores- son regímenes civiles híbridos en los que las instituciones democráticas existentes son vistas como medios formales para alcanzar el poder (político), y cuyo uso y abuso del estado por parte de los incumbentes les proporcionan ventajas significativas sobre sus oponentes” su hibridismo radica en que, si bien la competencia entre partidos existe, ésta es sin embargo injusta y desigual. De acuerdo con los autores, tal modelo se sostiene en la cooptación de la oposición, en la intimidación de la contestación popular, y en la obliteración de los mecanismos de participación popular, sin abandonar del todo los formatos liberales de representatividad político-partidarios necesarios para mantener la ficción de la inclusión competitiva. En sus más recientes reflexiones, (2020; 2025) Levitsky y Way advierten sobre la expansión y consolidación de dichos regímenes iliberales, en países con sólidas instituciones democráticas, y en contextos mundiales de creciente desvalorización y deterioro de las formas democráticas de gobernabilidad. Esta es precisamente la condición que vive la sociedad norteamericana bajo el reinato, hasta ahora incontestado, de Donald Trump. Levitsky y Way destacan los condicionantes que atenuaron la intencionalidad, y la práctica disruptiva del status quo, en la primera gestión del presidente Trump; a saber: la falta de experiencia, de equipo, y de estrategia, como vectores confluyentes en un ambiente político-partidario, y tecno-burocrático restrictivo a sus aspiraciones de poder; en resumidas cuentas, un escenario muy diferente al que experimenta la sociedad norteamericana, de manera intensa y acelerada, en su segundo mandato.
SCOTUS: Supremos Cortesanos
Una cosa es segura, la segunda vuelta de Trump no descansa ya en la base que lo eligió, la cual no calibra aún los impactos que su apoyo incondicional tendrá en sus vidas y la de sus descendencias, sino más bien, en una tecnocracia leal, sin pruritos y más que todo, desvergonzada. Evidencia de ello es la respuesta ofrecida por el secretario del Tesoro, Scott Bessent, al periodista que le preguntó ¿cómo cree usted que la volatilidad de la bolsa afectará a los ahorrantes en edad de retiro? a lo que Bessent respondió, “Pienso que ellos no prestan atención a las fluctuaciones del día a día de lo que está pasando.” Similarmente insensata fue la respuesta pública del billonario Secretario de Comercio, Howard Lutnick cuestionado sobre los agravios que experimentan las personas en retiro para acceder a los fondos de sus cuentas de la seguridad social, en la que invirtieron sus salarios durante su vida laboral, “Supongamos que la Seguridad Social no mandó sus cheques este mes, mi suegra de 94 años de edad no llamaría a quejarse (…) son los tramposos (fraudulentos) los que más vocean, gritan y se quejan”
Estas viñetas ofrecen pinceladas del estatus quo de la presente administración, pero no explican del todo el por qué ésta goza de impunidad e inmunidad en el ejercicio errático y manejo antidemocrático del poder. Para ello, sostenemos, es necesario escudriñar los preceptos fundacionales de la constitución norteamericana, los cuales enfatizan en la separación de poderes, como prevención al absolutismo del Ejecutivo, y en el imperio de la ley (“Nadie por encima de la ley”) que lo previene de su manejo abusivo y no impugnado del poder.
Ejemplos de momentos en los cuales el Ejecutivo ha transgredido el poder de los contrapesos legales -notablemente el congreso y las cortes- abundan en el segundo mandato de Trump. Las cortes estatales literalmente han devenido en el campo de batalla de una guerra personal conducida desde la casa blanca contra jueces considerados cimarrones (“Woke”). Al momento, un centenar de demandas civiles provenientes de múltiples jurisdicciones, han sido interpuestas contra el despido masivo de servidores públicos; contra el acceso ilegal e irregular a datos personales de los ciudadanos; contra el desconocimiento de los derechos constitucionales de las personas transgénero; contra la persecución de miles de inmigrantes en sus lugares de trabajo, hogares y espacios públicos; contra el secuestro de fondos federales asignados por previas administraciones a instituciones culturales, educativas, de caridad y de ayuda humanitaria, violando lo que históricamente ha sido la función del congreso en la asignación de dichos fondos; contra el desmantelamiento de las instituciones federales de servicio al público, como el departamento de Educación; contra la censura política a las instituciones académicas, entre otras. Estas demandas básicamente confrontan al Ejecutivo en su cruzada de interpelación a las siguientes enmiendas constitucionales: Primera enmienda (libertad de expresión), Cuarta enmienda (protección contra escarceo ilícito); Quinta enmienda (debido proceso); Sexta enmienda (derecho a juicio público); Octava enmienda (Protección contra castigo desproporcional); Décima enmienda (independencia de los Estados en decisiones competentes a sus jurisdicciones); y Decimocuarta enmienda (derecho a la ciudadanía e inclusión igualitaria). En pocas palabras, no existe en la historia de los Estados Unidos un parangón al actual intento de socavar la institucionalidad democrática en las raíces de sus principios constitutivos.
No es desacertado afirmar que ha sido la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, uno de los facilitadores más relevantes de las impugnaciones sometidas al Ejecutivo. Su complacencia y laxitud en los casos de su competencia ha quedado evidenciada en minimalismo judicial, y en su inacción ante la masiva deportación de personas no documentadas, a la mega-cárcel de El Salvador, el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), a donde han ido a parar, sin ser enjuiciados, la mayoría de los venezolanos que residían en el país protegidos por el estatus de refugiados del gobierno de Maduro, bajo el alegato de ser miembros del Tren de Aragua (TdA). Usando el subterfugio de la Alien Enemies Act de 1798, aplicada contra ciudadanos japoneses-americanos en 1941, la administración de Trump continúa obliterando el debido proceso, convirtiendo las deportaciones en un masivo secuestro. En J.G.G. v. Trump, 2025, La rama conservadora de la Suprema revocó la decisión de una corte inferior que intentó bloquear temporalmente las deportaciones, y quizás debido a la presión a la que se vio sometida, reconoció que los potenciales deportados están protegidos por el debido proceso.
la Suprema Corte también ha guardado silencio cuando los estados protegidos bajo la ley de Santuarios Jurisdiccionales del 2017, se han visto afectados por la supresión de fondos federales, y por la coerción contra ellos, declarada en el memorándum emitido por la fiscal general adjunto en funciones sobre la Cláusula de Supremacía, alegando que ésta conmina a los estados y actores locales (policías estatales y municipales, cortes) a acatar las medidas de coacción establecidas por el Ejecutivo, prohibiendo a dichos estados resistir, obstruir o faltar al complimiento de los requerimientos y órdenes emitidas por el gobierno federal, relativas a detenciones y deportaciones de inmigrantes indocumentados.” Esta interpretación no solo distorsiona el espíritu de la Décima enmienda, también contradice el precedente establecido por la misma Suprema en el caso Printz v. United States, 521 U.S. 898, de 1997, que indicaba que el gobierno federal violaba la Décima enmienda cuando el congreso requiere a los estados y oficiales locales indagar a fondo las personas que compran armas.
El silencio de los corderos
En la misma tónica, el cierre y la disolución de USAID ha tenido ya consecuencias palpables para la economía nacional (y no me refiero a la guerra arancelaria), dado que los productos distribuidos mundialmente bajo los programas de asistencia internacional provenían de empresas agroindustriales estadounidenses. También ha impactado a grupos sociales y a poblaciones indigentes a nivel mundial, pese a la efectividad probada del “poder blando” formulado por Joseph Nye y Thomas Friedman ¡hasta ahora!
La pregunta de rigor: ¿tiene el Ejecutivo el poder de disolver un programa de tal envergadura, que ha sobrevivido 65 años de gobiernos Demócratas y Republicanos? No unilateralmente, siendo el Congreso, el que asigna los fondos y también los revoca. Un tercer propiciador del estatus quo, en adición a los jueces de la Suprema y los congresistas, lo son los sectores empresariales, comerciales, industriales, bancarios quienes, a pesar de ser afectados por la volatilidad de la bolsa, y por la guerra arancelaria, brillan por su ausencia en el juego de suma cero que promueve Washington.
Los ejemplos abundan, pero el corolario es el mismo; cuando la Suprema Corte y el Congreso nacional actúan al unísono, sea por omisión o por comisión, para desconocer el principio constitucional de separación de poderes, o para obliterar las leyes que protegen los derechos constitucionales de las personas; cuando el gobierno federal coopta las responsabilidades de los estados y sus instituciones, y cuando sectores influyentes se autocensuran, se anula el espacio para que la democracia respire.
Es difícil explicar el por qué se suicidan las instituciones, como si fuesen mariposas estrelladas contra el parabrisa de un auto fugaz, y tomará décadas, y quizás varias generaciones, reparar el daño infringido a sus ciudadanos y a la comunidad internacional, a sus regímenes de confianza mutua, y en última instancia, a la ideación de la democracia estadounidense.
Como un juego de humo y espejos, todo lo dicho aquí sobre la institucionalidad democrática puede trastocarse en una ilusión holográfica, en la que sus atributos definitorios (elecciones libres, ejercicio del derecho a disentir, presencia mediática inquisitiva), son socavados desde dentro del poder, vía la obliteración, distorsión, y el debilitamiento de sus preceptos, y de todo lo que atañe a dicha institucionalidad, incluida la oposición. Siguiendo este hilo de razonamiento, la transición, y reafirmación de lo que coloquialmente ya se conoce como la versión Trump 2.0, no es resultado exclusivo de la predisposición personalista, del manejo fáctico del poder político, encarnado en la figura de Donald Trump, sino también de las subjetividades orquestadas por los viabilizadores del caos; situados estratégicamente en las entrañas del poder, dispuestos a vestir al emperador, ufanado de soberbia y pedantería, listo para ser admirado, aún si tiene que desfilar desnudo.
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