"El gran Cartago libró tres guerras. Después de la primera, todavía era poderosa. Después de la segunda, aún era habitable. Después de la tercera, ya no pudo encontrarse en el mapa."
Bertolt Brecht.
La historia no empieza con hornos, sino con adjetivos. No comienza con campos de concentración, sino con discursos. En la noche del 9 de noviembre de 1938, miles de negocios judíos fueron destruidos, sinagogas ardieron y decenas de personas fueron asesinadas mientras el Estado miraba complacido. La Kristallnacht —la Noche de los Cristales Rotos— no fue un estallido espontáneo, sino un experimento de impunidad. Una manera de medir hasta dónde podía llegar el odio sin que la sociedad lo detuviera.
Hoy, casi un siglo después, Estados Unidos vive su propia prueba moral. Y el silencio vuelve a ser parte del problema.
De la retórica al terror: cuando el odio se institucionaliza:
El nazismo no necesitó, al principio, campos de concentración, sino palabras. Los judíos eran llamados "plaga", "enemigos internos", "parásitos". Luego vinieron las leyes de Núremberg, que les negaban ciudadanía, derechos y humanidad. Después, la policía. Finalmente, los trenes. Conozco esa historia: vivo a apenas 30 kilómetros de un campo de concentración, hoy convertido en museo.
En Estados Unidos, el guion se parece demasiado:
- Donald Trump ha llamado a los migrantes “criminales”, “violadores”, “infestación”.
- Ha propuesto eliminar el jus soli y establecer “ciudades carcelarias” para deportaciones masivas.
- Gobernadores como De Santis y Abbott compiten en xenofobia con leyes que criminalizan a quienes ayudan a indocumentados.
Los paralelos no son metáforas, son advertencias.
California como bastión: el Estado que dijo “no en mi nombre”
Mientras desde Washington se azuza el miedo, California resiste. No por idealismo, sino por memoria.
Con un 40% de población latina, el estado ha respondido con hechos:
- Ha blindado ciudades santuario como Los Ángeles, San Francisco o San Diego.
- Organizaciones civiles y eclesiásticas protegen a indocumentados, como en tiempos de la Resistencia europea.
- Gobiernos locales enfrentan judicialmente a estados como Texas por sus leyes discriminatorias.
En 2018, la alcaldesa de Oakland, Libby Schaaf, alertó a la comunidad sobre una inminente redada del ICE. Fue tachada de "traidora" por Trump. Pero su gesto evocó a los que en la Europa nazi escondían a sus vecinos sabiendo que el costo podía ser su propia vida.
¿Exageración o eco histórico?
La comparación con el nazismo incomoda, pero incomoda porque toca verdades que preferimos ignorar.
- El objetivo declarado de "preservar la identidad nacional" suena demasiado a “pureza étnica”.
- El uso de crisis económicas para culpar a los otros (“nos roban los trabajos”, “aumentan el crimen”) no es nuevo.
- Y el silencio de líderes moderados republicanos recuerda a esos vecinos alemanes que “solo cumplían órdenes” o “no querían meterse en política”.
La diferencia —por ahora— es que EE.UU. aún tiene prensa libre, jueces independientes y una sociedad civil activa. Pero la historia enseña que esas barreras son más frágiles de lo que creemos.
¿Habrá otra noche de cristales rotos?
Dependerá de los ciudadanos comunes. La Kristallnacht fue posible porque millones decidieron no ver, no actuar, no molestar. Hoy, ante la promesa de más redadas, más odio, más exclusión, California está marcando un camino alternativo: la resistencia desde lo institucional, lo cotidiano y lo humano. Como dijo Elie Wiesel, sobreviviente del Holocausto: “La indiferencia es el verdadero enemigo. Siempre hay que tomar partido.” ¿Qué pueden hacer?
- Boicotear a empresas y estados que se benefician de leyes xenofóbicas.
- Apoyar con donaciones o voluntariado a redes de protección comunitaria.
- Proteger al vecino indocumentado. Denunciar redadas. Ofrecer refugio. Informar. La resistencia no empieza en las urnas, sino en el barrio.
- Recordar que la historia no perdona a los neutrales. El precio de mirar hacia otro lado es siempre más alto de lo que imaginamos.
- Nombrar el problema: lo que ocurre no es “política migratoria”, es deshumanización.
Puede que los cristales de las ventanas aún no estén rotos, pero el tejido moral de la nación ya cruje. No es demasiado tarde para detener la marcha, pero solo si nos negamos a caminar en fila. Porque el fascismo no llega vestido de dictador. Llega con traje, sonrisa de campaña y leyes “razonables”. Y cuando uno se da cuenta, ya no queda nadie para romper el silencio.
Cuando la historia no se repite, pero rima peligrosamente. California responde con resistencia y dignidad ante un guion que ya vimos: el del fascismo legalizado. Y que nunca más se diga que callamos cuando volvió el eco de los cristales rotos.
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