En la República Dominicana, como en muchas otras sociedades, las universidades han avanzado en la formalización de la investigación como función sustantiva. La figura del investigador académico ha ganado presencia institucional: se promueve la publicación científica, se crean estructuras de apoyo, se establecen incentivos. Este proceso ha sido valioso y necesario. Sin embargo, ha puesto el énfasis casi exclusivo en los productos evaluables, dejando en segundo plano una dimensión más profunda y fundante del quehacer universitario: el pensamiento como oficio.
El pensador por oficio es, en realidad, un investigador en su forma más plena y elevada. No se limita a cumplir procedimientos ni a responder a exigencias externas; investiga no solo para producir, sino para comprender; no solo para publicar, sino para orientar; no solo para avanzar en una disciplina, sino para poner el saber al servicio de la vida colectiva. Es el investigador que ha trascendido la mera técnica para asumir el sentido ético, cultural y civilizatorio de su tarea.
Esta figura encarna una forma de integridad intelectual que ha sido históricamente reivindicada y, a la vez, traicionada. Julien Benda, en La traición de los intelectuales (1927), denunció el abandono de esa misión universalista del saber por parte de quienes, seducidos por el poder político o económico, renunciaron a su vocación crítica. Para Benda, el verdadero intelectual era aquel que no instrumentalizaba el pensamiento ni lo subordinaba al interés de partido o de grupo, sino que se mantenía fiel a la búsqueda desinteresada de la verdad, la justicia y el bien común.
Reivindicar hoy el pensamiento como oficio es también, en ese sentido, una respuesta a esa traición histórica, un gesto de fidelidad a la función más noble del intelectual: pensar con libertad, por encima de las urgencias tácticas o de las pasiones del momento.
Esta tarea no es nueva. De hecho, en los orígenes mismos de la universidad medieval, encontramos una figura afín al pensador por oficio: el magister, el sabio, el intelectual eclesiástico que ejercía su función no como especialización técnica, sino como vocación sapiencial. Como muestra Jacques Le Goff, los intelectuales de la Edad Media se entendían como mediadores entre el saber y la vida, y su misión era tanto formativa como espiritual, ética y social.
Recuperar esa tradición no implica volver a formas teológicas del saber, sino rescatar el valor del pensamiento como guía colectiva, como criterio orientador, como eje integrador del conocimiento. En este sentido, el pensador por oficio es también heredero de esa misión originaria de la universidad: no solo transmitir saber, sino dar sentido al saber y ponerlo al servicio del bien común.
Esta figura no compite con el investigador académico convencional, sino que lo enriquece y lo inspira. Representa un horizonte, un ideal, una vocación que trasciende los requerimientos administrativos para situarse en el terreno de lo público, lo ético, lo humanista.
Como advirtió José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, la civilización moderna peligra cuando desaparecen las minorías exigentes que se imponen la tarea de pensar por todos. Hoy podríamos decir que una universidad sin pensadores es una universidad sin brújula, y una sociedad sin ellos, una sociedad desorientada.
Pero ante esta afirmación surge una pregunta inquietante y necesaria:
¿Está realmente preparada la universidad dominicana, en su visión, en su misión, en su estructura, para formar, acoger y sostener esta figura?
No se trata de negar los avances logrados, ni de desacreditar los esfuerzos institucionales en investigación. Pero cabe preguntarse si el modelo universitario vigente contempla de forma explícita la necesidad de crear las condiciones para que existan personas dedicadas por completo al oficio de pensar, con el respaldo estructural, cultural y simbólico que ello requiere.
Pensar, en esta perspectiva, no es un pasatiempo ni una actividad secundaria: es una forma rigurosa y comprometida de investigar, de buscar verdad, sentido y orientación. Es, en suma, un quehacer de altísima responsabilidad social que solo puede florecer si la universidad, y la sociedad, lo reconocen como tal.
En la medida en que una universidad, y por extensión, una sociedad, logre constituir un núcleo clave de personas dedicadas plenamente al pensamiento como oficio, aumentarán sus posibilidades de contar con orientaciones bien fundamentadas, con visiones estratégicas, con ideas transformadoras para el bien común. Pero esta posibilidad plantea una exigencia: ¿estamos creando las condiciones para ello? ¿Estamos dispuestos a reconocer y sostener esa figura? ¿Estamos preparados, incluso simbólicamente, para “pagar por pensar”?
Este núcleo no tiene que ser numeroso, pero sí debe ser visible, estimulado y vinculado con el sistema universitario y con el debate público. No se trata de contraponer pensador e investigador, sino de afirmar que el pensador por oficio es el investigador que ha alcanzado la madurez intelectual, el compromiso ético y la proyección pública que dan profundidad y sentido al conocimiento. Su tarea no es solo técnica: es simbólica, reflexiva, pedagógica, anticipadora.
Reivindicar el pensamiento como oficio es, por tanto, una tarea política en el sentido más profundo del término: significa devolver a la universidad su rol como conciencia crítica de la nación. Implica dignificar la labor intelectual, promover estructuras que la sostengan y generar una cultura que valore el pensamiento como un bien público esencial.
No hay universidad transformadora sin pensamiento vivo. No hay investigación relevante sin reflexión situada. No hay democracia sólida sin voces que piensen a fondo. Y no habrá futuro compartido sin personas que puedan, y se les permita, dedicarse con plenitud, y con respaldo institucional, al oficio de pensar.
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