La corrupción deja de ser una cuestión abstracta de moral cuando alcanza la salud, el voto o la confianza pública; a partir de ahí, no hay debate posible: hay decisiones que tomar. — Benjamín Amathís

Cuando la corrupción se infiltra en la vida cotidiana, el liderazgo político deja de moverse en terreno cómodo. No hay atajos ni fórmulas tranquilizadoras. Las promesas pierden rápidamente su valor simbólico si no se sostienen con acciones; la justicia deja de ser una idea bien formulada y se convierte en una prueba de credibilidad. Mientras tanto, la ciudadanía —marcada aún por la experiencia reciente de la calle— observa con atención.

En ese escenario se encuentra hoy el gobierno de Luis Abinader. No por encima del escrutinio público, sino expuesto a él. Desde ese lugar escribo: no para condenar ni absolver, sino para identificar síntomas, presiones y desplazamientos que revelan la dimensión frágil y humana de la política cuando el poder se ve obligado a responder a la realidad. La historia no concede favores. No tiene amigos, ni lealtades partidarias, ni paciencia con las buenas intenciones. Los compromisos públicos solo adquieren valor cuando resisten el choque con los hechos.

Toda promesa política termina abandonando el terreno del discurso para entrar en el espacio donde las consecuencias son inevitables. Ese tránsito no ocurre con solemnidad ni retórica, sino cuando el lenguaje se enfrenta a efectos reales. El caso SeNaSa representa, precisamente, uno de esos momentos.

No se trata de un expediente marginal ni de una institución menor. SeNaSa es el principal seguro público de salud del país, el lugar al que millones de dominicanos acuden cuando la enfermedad no avisa. Por eso la reacción social no puede reducirse a las cifras que se mencionan. Importa lo que esas cifras significan: medicamentos que no llegaron, citas postergadas, tratamientos interrumpidos, personas reducidas a registros dentro de un sistema que estaba llamado a protegerlas y no lo hizo.

La respuesta del Poder Ejecutivo fue inmediata: solicitud de informes, remisión del caso al Ministerio Público y constitución de la propia institución como parte civil. En el contexto dominicano, esto marca un punto de inicio poco habitual. Nada más que eso es un inicio firme.

Sin embargo, la credibilidad institucional no se construye con anuncios. Se define por lo que viene después: que las investigaciones avancen sin interferencias, que los procesos no se diluyan con el tiempo y que los recursos sustraídos, si los hubo, regresen efectivamente a las arcas del Estado. Solo entonces, la consigna de “impunidad cero” comenzará a tener peso real. De lo contrario, el daño superará con creces este caso específico.

Existe otro frente especialmente sensible en el que el liderazgo presidencial ha intentado marcar distancia respecto a prácticas arraigadas: el financiamiento de la política. Durante décadas se normalizó la figura del “inversionista político”, aquel que aportaba recursos esperando recuperarlos luego mediante contratos, influencias o silencios. El mensaje actual no es cómodo, pero es claro: esa lógica ya no ofrece garantías. Reformas legales, mayor escrutinio y un énfasis sostenido en la integridad pública buscan desarticularla.

Este giro no surgió de manera espontánea. Es el resultado de una presión social acumulada y de una ciudadanía que aprendió a mirar con desconfianza la cercanía entre dinero y poder. He abordado esta transformación tanto en Acento como en El Nuevo Diario.

La sociedad civil como memoria activa: de la Marcha Verde a la Plaza de la Bandera

La Marcha Verde no acabó con la corrupción. Afirmar eso sería atribuirle un alcance que nunca tuvo. Sin embargo, produjo algo quizá más decisivo: ayudó a que una parte significativa de la sociedad tomara conciencia de la magnitud del problema. Lo verdaderamente incómodo para el poder no fue la protesta en sí, sino el surgimiento de una ciudadanía que empezó a mirarse como sujeto vigilante. Durante meses, la calle dejó de ser un espacio pasivo y la impunidad fue nombrada sin rodeos, como una herida directa a la dignidad colectiva.

Ese impulso no desapareció. Quedó en pausa. Por eso, cuando en 2020 la institucionalidad volvió a mostrar grietas, la reacción reapareció. No lo hizo con las mismas consignas ni bajo los mismos liderazgos, pero sí con una lección ya interiorizada: hay límites que no se negocian.

La Plaza de la Bandera no fue un episodio aislado ni una ruptura abrupta. Fue continuidad. En 2017, el reclamo se concentró en la corrupción estructural; en 2020, se desplazó hacia la defensa del voto y de las reglas mínimas de la democracia. En ambos momentos emergió una ciudadanía menos tolerante, más consciente de su capacidad de presión y menos dispuesta a normalizar abusos.

Quizá lo más revelador fue comprobar cómo, ante la percepción de una institucionalidad vulnerada, las fronteras sociales perdieron relevancia. Jóvenes de distintos orígenes y ciudadanos de mayor edad coincidieron en un mismo reclamo. De ahí se configura una relación incómoda —a veces tensa— pero necesaria entre sociedad civil y Estado. La ciudadanía observa y exige; el Estado ya no puede refugiarse en buenas intenciones. Tiene que actuar.

Conviene decirlo sin rodeos: la corrupción no se combate con titulares llamativos ni con operativos espectaculares. Se enfrenta con sentencias firmes, procesos que lleguen a término y la recuperación efectiva de los recursos públicos. Todo lo demás es ruido.

La corrupción no es un tema abstracto ni para eruditos. En Brasil, Lava Jato demostró cómo el robo se convierte en hospitales sin equipos y servicios públicos en quiebra. El daño no fue solo institucional; fue humano. En Guatemala, la investigación llamada La Línea causó un impacto similar. No solo tumbó a un presidente y una vicepresidenta; también reveló cómo el saqueo al Estado se mete en el día a día, en los precios, en los servicios, en la poca fe que queda en las autoridades. Y, faltan más: los nombres varían —Gürtel, Bárcenas, Odebrecht—, pero la historia es la misma: se roba desde arriba, se sufre desde abajo y, cuando llega la justicia (tarde), la confianza está rota.

Por eso siempre tengo presente, como un amuleto de la suerte, El arte de gobernar de Mariano Rajoy cuando escribió: “Lo único serio es ser serio”. Más allá de afinidades o rechazos políticos, la frase funciona como advertencia: la corrupción suele convertirse en la grieta que termina socavando proyectos que parecían sólidos.

Dicho de otra manera, al Estado le corresponde ahora sostener el equilibrio que da sentido a su vocación original. La historia no absolverá las intenciones; juzgará los resultados.

Matías Benjamín Reynoso Vizcaíno

Educador

Matías Benjamín Reynoso Vizcaíno es académico, investigador y servidor público. Doctor en Educación por Nova Southeastern University (EE. UU.), ha desarrollado una trayectoria orientada al fortalecimiento de la calidad educativa, la formación docente y la articulación de iniciativas nacionales vinculadas a la educación técnico-profesional. Posee una sólida experiencia en procesos de gestión académica, diseño y actualización curricular, así como en proyectos de desarrollo institucional y en la mejora continua. Su pensamiento integra una mirada ético-espiritual centrada en la responsabilidad pública, la esperanza y la dignidad humana. También escribe bajo el seudónimo literario Benjamín Amathís, desde el cual desarrolla poesía, narrativa y textos de sensibilidad espiritual. Es columnista del diario Acento, donde aborda temas de ética, ciudadanía, vida pública y educación en la columna El Grano de Mostaza.

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