Cuando tu teléfono corrige tus mensajes o te sugiere un texto, ¿realmente piensa o solo repite patrones aprendidos de nosotros? Cada día, millones de máquinas responden, traducen, escriben y hasta componen música. Algunos dicen que “piensan”. Pero, ¿puede una inteligencia sin cuerpo ni conciencia realmente pensar?

Para responder, conviene repasar cómo la filosofía ha entendido el pensamiento a lo largo de la historia.

Desde Platón hasta Heidegger, el pensamiento ha sido el espejo en que el ser humano se reconoce y da sentido al mundo.

Platón lo situó en el alma racional, donde la mente asciende desde la sombra de las apariencias hacia la claridad de las Ideas. Aristóteles, más sobrio, lo vinculó al nous, la facultad que capta lo universal y distingue lo verdadero de lo aparente. Pensar, en ese horizonte clásico, no era solo razonar, sino hacer presente el sentido de las cosas.

Con la modernidad, el pensamiento se interioriza. Para René Descartes, pensar es toda actividad de la conciencia: dudar, afirmar, negar, imaginar. En su “pienso, luego existo”, el pensamiento se convierte en el fundamento del ser. Años más tarde, Immanuel Kant lo reordena: pensar es juzgar mediante conceptos, organizar la experiencia sensible a través de categorías a priori. Pensar, entonces, es dar estructura y sentido a la experiencia, no solo recibirla.

Entrado el siglo XX, la filosofía rompe con la certeza cartesiana. Fue Heidegger quien nos reiteró que “pensar no es lo mismo que calcular”: no se trata de dominar la realidad, sino de habitarla, de escuchar el llamado del ser. La neurociencia, por su parte, describe el pensamiento como una red de interacciones neuronales, pero aun ahí persiste algo que las máquinas no tienen: conciencia de significado.

Qué es lo humano: conciencia, significado y libertad

Pensar no es solo una facultad humana: es su modo de ser. La tradición lo llamó animal racional, capaz de deliberar y elegir. Max Scheler añadió que el hombre no solo vive en el mundo, sino que tiene un mundo, porque puede tomar distancia de la vida instintiva. Y, el siempre relegado Ernst Cassirer, lo llamó animal simbólico, constructor de cultura.

La antropología filosófica insistirá en que lo humano no se agota en la inteligencia. Más bien requiere asombro, autoconciencia, espíritu crítico e imaginación, responsabilidad e historicidad. Ser humano es saberse finito, actuar con propósito y responder por el sentido de las propias acciones, ante el mural de la finitud, de la muerte. No hay pensamiento sin un sujeto que piense, sin alguien que otorgue valor a lo que hace y decide.

La inteligencia artificial (IA) procesa, no piensa

La inteligencia artificial (IA) no piensa: relaciona datos, pero no tiene conciencia. Responde, aun cuando no formula preguntas. Puede innovar formalmente, aunque carece de intención y de intereses.

John Searle, en su célebre argumento del “cuarto chino”, mostró que una máquina puede manipular símbolos sin entenderlos: “No hay comprensión, solo simulación de comprensión”. Lo mismo ocurre con los sistemas actuales. Su inteligencia es funcional, no consciente.

Nick Bostrom advierte que el riesgo no está en que las máquinas piensen más que nosotros, sino en que sus procesos escapen a la comprensión humana y actúen sin marco ético ni finalidad moral. Luciano Floridi, por su lado, añade que hemos creado una nueva realidad, la infosfera, donde lo humano corre el riesgo de disolverse entre los datos.

En términos aristotélicos, la IA pertenece al ámbito de la techné: la técnica del hacer, no la del comprender. Su inteligencia es instrumental, no existencial. Procesa información sin experiencia ni sensibilidad. Es capaz de relación, pero no de conciencia; de innovación formal, pero no de intención. No sabe lo que dice, aunque lo diga bien. No tiene mundo, aunque hable de él.

Pero, no hay motivo para soslayarlo, Freud ya lo había intuido: el pensamiento no es transparente a sí mismo. “El yo no es dueño en su propia casa”. En ese punto, la IA se nos parece: procesa sin saber. Pero la diferencia esencial es que el ser humano puede reconocer su ignorancia, hacer del error una forma de conocimiento. La máquina, hasta prueba en contrario, no. E, incluso cuando consideramos el pensamiento inconsciente, la diferencia con la IA sigue siendo decisiva: la máquina procesa sin sujeto ni conciencia, sin responsabilidad ni compromiso.

El pensamiento humano: más que datos

El pensamiento no puede reducirse a cálculos ni a algoritmos, porque no opera sobre datos sino sobre significados. Como recuerda Searle, “los programas no son mentes: son formalismos sin semántica”. Pensar es una práctica de sentido: un acto en que la conciencia se vuelve sobre sí misma para discernir no solo lo que es, sino lo que significa ser.

Ahora bien, si pensar es otorgar sentido, la pregunta sobre si la IA piensa no es técnica, sino ontológica. Los modelos generativos producen textos, imágenes o decisiones que parecen comprensión. Pero esa apariencia no equivale a conciencia. La IA repite con precisión inhumana lo que aprendió de nosotros, ¡sin saber siquiera que repite!

Pensar, en cambio, es atribuir valor, dirección y responsabilidad. Es una forma de presencia. La IA ejecuta, pero no elige. Y en esa diferencia está el núcleo de lo humano.

El dilema: aprender de la IA, sin dejar de pensar

Sebastián Chumbita, en su ensayo El miedo a reconocer otra inteligencia (artificial), propone un giro interesante. No niega la diferencia entre pensar y calcular, pero advierte que nuestra resistencia a reconocer alguna forma de inteligencia en la IA revela una dificultad emocional y filosófica: aceptar una inteligencia sin biología.

Si bien Heidegger alertó que confundir el cálculo con el pensamiento es empobrecer el ser, Chumbita replicó recientemente que negarle toda inteligencia a la IA es no reconocer la pluralidad de lo inteligente.

A mi entender, tal vez ambos tengan razón, pero en planos distintos. La IA no piensa como el hombre, empero, al pensarnos frente a ella, el hombre reencuentra el sentido de su propio pensar.

En esa tensión —entre el miedo y el asombro— se juega el destino del pensamiento humano. El dilema no es que las máquinas lleguen a pensar, sino que el hombre renuncie a hacerlo, entregando su propia forma de habitar el mundo a un sistema impersonal que, aunque hable de él, carece de mundo, de conciencia y de la capacidad de sentir o preservar.

Por consiguiente, la IA puede ejecutar, pero solo el hombre puede pensar. Ese pensamiento define nuestro mundo.

Bibliografía
Platón. La República. Madrid, Ed. Aguilar, 1963. (Original publicada ca. 375 a.C.)
Aristóteles. (2000). Acerca del alma (M. García Valdés, Trad.). Gredos. (Obra original publicada ca. 350 a.C.)
Bostrom, N. (2014). Superintelligence: Paths, Dangers, Strategies. Oxford University Press.
Cassirer, E. (1944). An Essay on Man. Yale University Press.
Chumbita, Sebastián. “El miedo a reconocer otra inteligencia (artificial)”. Infobae, 24 octubre 2025.
Descartes, R. (1641). Meditaciones metafísicas. Varias ediciones en español.
Floridi, L. (2014). The Fourth Revolution: How the Infosphere is Reshaping Human Reality. Oxford University Press.
Floridi, L. (2019). The Logic of Information. Oxford University Press..
Freud, S. (1923). El yo y el ello.
Heidegger, M. (1954). ¿Qué significa pensar? (E. Barjau, Trad.). Herder.
Kant, I. (1787). Crítica de la razón pura. Varias ediciones en español.
Scheler, M. (1913). Zur Phänomenologie und Theorie der Sympathiegefühle und von Liebe und
Hass. Deutsche Nationalbibliothek Frankfurt am Main
Searle, J. R. (1980). Minds, brains, and programs. Behavioral and Brain Sciences, 3(3), 417–457.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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