El Gobierno del PRM llegó al poder con una narrativa que apelaba a la modernización del Estado, la eficiencia en la gestión pública y el uso de criterios técnicos en la formulación de políticas. Su composición, predominantemente de profesionales de clase media alta y alta, alimentó la percepción de un gobierno de “popis” que, a diferencia de experiencias previas, se distanciaría del clientelismo tradicional y apostaría por la productividad, la institucionalidad y el crecimiento sostenible.
Sin embargo, el desempeño económico y social observado durante estos años sugiere una contradicción profunda entre el discurso inicial y la práctica gubernamental. Lejos de consolidar un modelo progresista basado en empleo formal, inversión productiva y movilidad social, se ha configurado un esquema donde el gasto asistencial recurrente ocupa un lugar central, con efectos adversos sobre la productividad, el mercado laboral y la sostenibilidad fiscal.
En el ámbito laboral, el debate impulsado en torno a la reducción o eliminación de la indemnización ha colocado al trabajador formal como variable de ajuste, en un contexto marcado por inflación acumulada, tasas de interés elevadas y presión sobre los salarios reales. Paralelamente, el gasto social se ha expandido sin articularse de manera consistente con políticas de empleabilidad, capacitación técnica o inserción productiva. El resultado es un sistema que debilita los incentivos a la formalidad y erosiona la base contributiva.
Conviene precisar un aspecto clave del debate fiscal. La legislación dominicana no establece la indexación automática de los salarios a la inflación. Lo que sí constituye un principio esencial de justicia tributaria es la actualización de las escalas imponibles del Impuesto sobre la Renta, con el fin de evitar que la inflación incremente de manera encubierta la carga fiscal sobre trabajadores de ingresos bajos y medios. La omisión de este ajuste equivale, en la práctica, a una recaudación inflacionaria que penaliza el empleo formal y refuerza los incentivos a la informalidad.
El sector agropecuario ilustra con claridad las consecuencias del debilitamiento institucional. La reducción significativa de personal técnico agrícola ha afectado la capacidad de asistencia a productores, la transferencia de buenas prácticas y la eficiencia productiva. En economías como la dominicana, donde la productividad del campo depende en gran medida del acompañamiento técnico, este retroceso compromete rendimientos, encarece costos y profundiza la dependencia de importaciones, con implicaciones directas sobre empleo rural y seguridad alimentaria.
Desde el punto de vista fiscal, el Presupuesto General del Estado para 2026 confirma la persistencia del mismo enfoque: crecimiento del endeudamiento para financiar gasto corriente, disminución relativa de la inversión pública productiva y ausencia de reformas estructurales orientadas a fortalecer la base productiva. Este panorama adquiere mayor relevancia cuando se plantea una eventual reforma fiscal sin que exista una evaluación rigurosa de la calidad del gasto ni una respuesta clara a los cuestionamientos sobre eficiencia y transparencia.
El Gobierno del PRM llegó al poder con una narrativa que apelaba a la modernización del Estado, la eficiencia en la gestión pública y el uso de criterios técnicos en la formulación de políticas
Otro indicador relevante del agotamiento del modelo es la desaceleración del sector construcción, históricamente uno de los principales motores del crecimiento del PIB y del empleo en la economía dominicana. La combinación de menor inversión pública en infraestructura nueva, retrasos y no terminación de obras estratégicas —como la extensión del Metro de Los Alcarrizos—, la ausencia de un plan integral de modernización del tránsito urbano, junto con tasas de interés elevadas y el aumento de los costos de construcción, ha provocado que el sector muestre hoy un crecimiento prácticamente nulo. Esta contracción no solo impacta el empleo y la demanda interna, sino que arrastra encadenamientos productivos clave, debilitando aún más la dinámica económica general.
El problema central no es ideológico, sino estructural. Un progresismo sostenible se apoya en productividad, educación, innovación y fortalecimiento del empleo formal. El modelo que hoy se observa tiende a sustituir estos pilares por mecanismos de dependencia fiscal y social que, aunque pueden sostener consumo en el corto plazo, debilitan el crecimiento potencial y reducen el espacio fiscal futuro.
El costo financiero de esta estrategia también es significativo. Con un Estado que compite agresivamente por recursos en el mercado de capitales, el crédito se reorienta hacia el financiamiento público, desplazando al sector productivo. El ahorro nacional termina respaldando gasto corriente, en lugar de canalizarse hacia inversión, innovación y generación de empleo.
A las puertas de 2026, la economía dominicana enfrenta el desafío de corregir un rumbo que muestra señales de agotamiento. Sin ajustes que prioricen productividad, formalización y calidad del gasto, el país corre el riesgo de entrar en una fase de crecimiento más débil, mayor vulnerabilidad fiscal y menor movilidad social.
Más que un debate partidario, se trata de una discusión sobre la sostenibilidad del modelo económico. El verdadero progreso no se construye ampliando dependencias, sino fortaleciendo capacidades productivas, protegiendo el trabajo formal y consolidando instituciones que permitan un crecimiento inclusivo y duradero.
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