“Educar es un acto de esperanza.”  Así escribe el Papa León XIV en su carta apostólica Dibujando nuevos mapas de esperanza, publicada en el sexagésimo aniversario de Gravissimum educationis. La frase, sencilla, pero cargada de pólvora espiritual, condensa una tesis que atraviesa todo el documento: el futuro del mundo no depende tanto de la política o de la economía, sino de la labor educativa como arte de la regeneración.

León XIV no propone una reforma de los planes de estudio ni un listado de competencias blandas. Lo que propone es una cosmología educativa: una visión del aprendizaje como red de vínculos. Una constelación donde cada escuela, cada maestro y cada alumno son luces que, al conectarse, orientan el rumbo de la humanidad. “La educación —escribe— no es un adorno de la fe, sino su carne, su relación, su cultura. Allí donde las comunidades educativas se dejan guiar por la Palabra de Cristo, no levantan muros, sino que construyen puentes.

La esperanza contra la fatiga del mundo

En tiempos donde, como diagnostica Byung-Chul Han, vivimos “el agotamiento del alma”, el mensaje del Papa tiene la contundencia de una contracorriente. Han describe una sociedad saturada de estímulos, atrapada en la positividad del rendimiento y el cansancio del yo: un mundo que “ya no sabe esperar”, que confunde progreso con aceleración. Frente a esa hiperactividad sin horizonte, León XIV se atreve a invocar una palabra antigua y peligrosa: esperanza.

Pero su esperanza no es anestesia, tampoco consuelo religioso y, mucho menos, el funesto “opio del pueblo” que supuso Karl Marx. Es una práctica, una decisión diaria de rehusar el nihilismo de la eficiencia. En un entorno “complejo, fragmentado y digitalizado”, como reconoce el propio documento, educar se convierte en un acto de resistencia. Enseñar —dice el Papa— es “prometer tiempo, confianza, justicia y misericordia”. En un siglo donde el algoritmo parece querer adivinarlo todo, educar es volver a apostar por lo imprevisible: la libertad humana.

El filósofo Zygmunt Bauman lo advirtió: “La educación moderna produce turistas del conocimiento, no peregrinos del saber.” León XIV responde con una pedagogía del arraigo. Enseñar no es ofrecer un tour por contenidos, sino invitar al viaje interior que transforma. “Educar es cuidar el alma”, recuerda el Papa, citando a Sócrates. Y añade: “La verdad se busca en comunidad.”

Del desierto a las pantallas

León XIV traza una genealogía sorprendente: desde los Padres del Desierto que enseñaban “con parábolas y apotegmas” hasta María Montessori y Don Bosco. Cada época, dice, reinventó el gesto educativo según sus heridas. No hay nostalgia, sino una conciencia viva de continuidad: “La pedagogía nunca es teoría incorpórea, sino carne, pasión e historia.”

En esa historia, la educación aparece como el arte de preservar la humanidad en medio del cambio. “Del corazón de la Iglesia nacieron las primeras universidades”, nos recuerda León XIV, “centros de creatividad y difusión del conocimiento para el bien de la humanidad”.

Hoy, ese corazón sigue latiendo en las aulas que aún se atreven a pensar más allá del algoritmo.

Han advertía que la digitalización radical disuelve la alteridad: el otro se vuelve dato, el diálogo se transforma en ruido. Sin embargo, el Papa, sin negarlo, busca habitar ese nuevo territorio. “Las tecnologías —escribe— deben servir a la persona, no reemplazarla.” Y en una frase que podría figurar en cualquier manifiesto humanista del siglo XXI, advierte: “Ningún algoritmo podrá reemplazar lo que hace humana a la educación: la poesía, la ironía, el amor, la imaginación.”

El desafío no es tecnológico, sino ético: hacer que el progreso no olvide al alma.  Edgar Morin lo formula así: “La educación del futuro deberá enseñar la condición humana.” Y, sesenta años después de Gravissimum educationis, León XIV reconoce la misma convicción: sin educación integral, no hay humanidad integral.

La educación como coreografía de la esperanza

La educación no es arqueología del alma, sino vida. “Sean coreógrafos de la danza de la vida”, cita León XIV al Papa Francisco. La imagen es luminosa: el educador como alguien que no impone pasos, sino que invita a bailar. En tiempos de fragmentación, esa coreografía compartida es una metáfora de fraternidad. “Educar es una obra coral, nadie educa solo.”

La metáfora musical recorre todo el documento: constelaciones, sinfonías, coros, brújulas. En el fondo, León XIV propone un cambio de paradigma comunicativo. La educación ya no es transmisión unidireccional, sino polifonía: una red de voces que se escuchan, se corrigen y se enriquecen mutuamente.

Aquí el texto dialoga, sin nombrarlo, con el pensamiento de Paulo Freire. La educación, como comunicación liberadora, no consiste en depositar saberes, sino en construir sentido. El brasileño hablaba de concientización; el obispo de Roma habla de “remendar el tejido desgarrado de las relaciones”.

Ambos comparten una intuición radical: el maestro es un mediador del encuentro.

Pero el Sumo Pontífice va más allá: convierte la educación en una forma de esperanza activa. “Es una profesión de promesas”, escribe. En una sociedad donde las promesas parecen agotadas —las de la política, la economía, incluso las del amor—, la educación emerge como el último espacio donde la palabra todavía tiene peso. Prometer educar es prometer humanidad.

Una brújula frente al mercado

La crítica al “mercantilismo educativo” es uno de los ejes más firmes de la carta. “Una persona no es un perfil de habilidades”, advierte León XIV. En una época en que las universidades se miden por rankings y las escuelas por métricas de productividad, la voz papal suena como un recordatorio ético: el valor de la educación se mide en dignidad, no en eficiencia. “Cada estudiante es una historia, una vocación.

De ahí que, frente al deslumbramiento tecnológico, proponga una ecología de la interioridad. La educación no solo debe enseñar a programar, sino a contemplar.

Ecología del alma y del planeta

Uno de los capítulos más poéticos e inspiradores de la carta es el dedicado a la contemplación de la Creación. Citando a San Buenaventura, León XIV escribe que “el mundo entero es una huella” del Creador.

Hoy en día, en plena crisis ecológica, la “alfabetización ambiental” no se reduce a datos científicos. “Se necesitan nuevos hábitos, estilos comunitarios, prácticas virtuosas.” Y, en una frase que podría sintetizar su pedagogía ecológica, afirma que “la paz no es ausencia de conflicto, sino fuerza suave que rechaza la violencia”.

Por tanto, si “toda reforma del pensamiento exige una reforma de la educación”, como suscribe Edgar Morin, el vicario de Cristo traduce esa idea en lenguaje pastoral: formar conciencias capaces de elegir no solo lo que es conveniente, sino lo que es correcto.

Las constelaciones educativas: de lo local a lo global

Si algo distingue al documento, es su mirada de red. León XIV habla de “constelaciones educativas”: escuelas, universidades, movimientos y plataformas digitales que, sin perder su identidad, colaboran para iluminar el mismo cielo. “Donde en el pasado había rivalidad, hoy pedimos a las instituciones que converjan: la unidad es nuestra fuerza más profética.”

Las constelaciones del Papa son redes vivas, no burocracias, asfixiadas en sí mismas. Frente a la lógica competitiva del mercado, propone una lógica de cooperación simbólica. “Las diferencias metodológicas no son lastres, sino recursos”, sustenta. Es una pedagogía de la diversidad, una ecología de los vínculos.

Bauman hablaría aquí de “comunidades líquidas”; León XIV lo desdice: comunidades sólidas, capaces de sostener el encuentro en medio del cambio. Con razón, la educación es el último espacio donde todavía es posible restablecer la confianza y acompañar en la formulación de preguntas y respuestas.

Navegar en la era digital

Hace sesenta años, Gravissimum educationis abrió una temporada de confianza”, recuerda el sucesor de san Pedro. “Hoy, esa confianza se mide en función del entorno digital.” Su diagnóstico es lúcido: la educación corre el riesgo de convertirse en “eficiencia desalmada”. Pero la tecnología debe ser “herramienta, no sustituto”.

En un gesto que lo emparenta con Evgeny Morozov, advierte que la verdadera amenaza no es la máquina, sino la pérdida de sentido. Por eso reclama “menos sillas y más mesas donde sentarnos juntos”, una hermosa imagen de la universidad como lugar de encuentro, no de jerarquía.

Educar es una tarea de amor que se transmite de generación en generación”, escribe. Y ese amor no puede ser delegado a un sistema operativo. La inteligencia artificial puede calcular, pero no puede cuidar.

El pacto educativo como mapa estelar

En su último tramo, la carta asume y amplía el Pacto Educativo Global impulsado por el Papa Francisco. León XIV lo llama “la Estrella Polar” de la educación contemporánea. Sus caminos —dignidad, escucha, inclusión, fraternidad, sostenibilidad— son “estrellas que orientan los pasos en la oscuridad del tiempo presente”.

Pero el Papa añade tres coordenadas para el siglo XXI: vida interior, humanidad digital y paz desarmada. En una cultura del ruido, propone espacios de silencio; en la era del algoritmo, una inteligencia espiritual; en tiempos de polarización, el lenguaje de la reconciliación.

Es imposible no leer aquí un eco del pensamiento del surcoreano germanizado Han, que pedía “detener la aceleración” y recuperar la capacidad de atención. León XIV ofrece su versión cristiana de esa cura: educar el corazón para que vuelva a escuchar. “Desarmen sus palabras, levanten sus ojos, guarden sus corazones”, exhorta en el cierre de su carta.

Educar para no perder a los pobres

Ese mismo texto se vuelve profético cuando advierte: “Perder a los pobres equivale a perder la escuela misma.” En esa frase resuena todo el magisterio social de la Iglesia, pero también una verdad universal: una labor educativa que excluye, independientemente de su origen u orientación, se suicida. Por eso aboga por “calidad y coraje”: calidad pedagógica y coraje moral para abrir las puertas a quienes no tienen acceso.

Por eso se pide a todos, empezando por los de él, que “donde el acceso a la educación sigue siendo un privilegio, la Iglesia debe inventar caminos”. En esa odisea inventiva está el espíritu de esperanza que atraviesa todo el documento. La enseñanza no es solo una estrategia pastoral de una denominación confesional particular, sino un acto político universal en el sentido más noble: construir el bien común desde la raíz.

Cartógrafos del porvenir

El Papa cierra su carta con una imagen inolvidable: “Mira al cielo y cuenta las estrellas” (Gen. 15:5). Educar, dice, es eso: ayudar a mirar más alto. En un mundo desorientado —como describe Harari en Sapiens, sin rumbo ni propósito claro—, su carta invita a redibujar el mapa de la esperanza con tinta humana.

En el fondo, Dibujando nuevos mapas de esperanza no es un texto sobre pedagogía, sino sobre comunicación: cómo transmitir sentido en una cultura que ha perdido el asombro. León XIV propone un modelo comunicativo radicalmente distinto: la palabra que escucha, la educación como diálogo de corazones, el saber como promesa.

Quizá el futuro de la comunicación social, tanto como el de la educación, dependa de esa misma intuición. De volver a hablar con esperanza. De recordar, con el Papa, que “es necesario que brilles como estrellas en el mundo, manteniendo en alto la palabra de vida” (Fil. 2,15).

Educar, entonces, no es solo enseñar a leer o a pensar: es enseñar a mirar el cielo y a no rendirse.

Educar —como escribe León XIV— es dibujar nuevas estrellas.

Epílogo

El documento papal presenta una visión idealista de la educación, llena de imágenes inspiradoras, aunque con poca concreción en cuanto a estrategias y medios para alcanzar sus objetivos, especialmente en contextos de notables carencias y desigualdades. Aun cuando no ofrece soluciones operativas, su valor reside en su fuerza moral y su llamado a concebir la formación como un acto de amor, sacrificio y servicio.

Al trasladar ese ideal al contexto dominicano, se revela una brecha entre la aspiración y la realidad. Es ahí donde el documento papal se realza, pues el mismo funciona más como un horizonte ético que como una guía práctica. En cuanto tal, obra en beneficio de todos esos educadores que, resguardados en uno y otro de los pactos educativos contemporáneos, han de hallar un ejemplo concreto de cómo los ideales pueden acercarse a la acción; de cómo la esperanza educativa puede traducirse en políticas y prácticas sostenibles que beneficien a toda la comunidad nacional.

Para mantener en alto la esperanza en la humanidad, la educación no puede seguir esperando de manera indefinida. Es hora de traducir los ideales en acción, de romper barreras y de exigir justicia en cada aula.

Si no actuamos ahora, los principios del Vicario de Cristo —y con ellos los de incontables hombres y mujeres de buena voluntad— acabarán siendo eco de una amarga verdad que resuena desde el siglo XII, cuando Bernardo de Claraval advirtió, inspirado por el Evangelio (Mateo 7:13-14):

“El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.”

No basta con querer el bien: es tiempo de hacerlo.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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