Cuando llegué a la República Dominicana, una de las cosas que más me sorprendió fue descubrir que casi todo se podía fiar. En la farmacia, en el colmado o en la tienda de lujo, en todas partes se anotaban las deudas en un cuaderno y bastaba con prometer pagar “cuando llegue la quincena”.
Las formas de ahorro, en cambio, se organizaban de manera colectiva. Era común participar en un “san”: un grupo de personas realizaba aportes mensuales y cada mes uno de los miembros recibía el monto total, ya fuera por turno o por sorteo.
Este sistema, todavía presente en algunos sectores, funcionaba sobre la base de la confianza mutua y del compromiso personal, sin necesidad de bancos ni intereses.
Esa confianza recíproca —tan humana, tan caribeña— revelaba una economía informal donde el crédito no pasaba por el banco, sino por la palabra.
Con el tiempo, esos cuadernos fueron sustituidos por las tarjetas de crédito. El sistema se modernizó, pero la lógica siguió siendo la misma: vivir adelantando a la espera de un dinero que todavía no se tiene.
Solo que ahora el fiado tiene intereses mortíferos y se esconde detrás de cifras electrónicas, invisibles hasta el día en que llega el estado de cuenta. La deuda, antes comunitaria, se volvió silenciosa y solitaria.
En apariencia, el dominicano ya “no debe en la farmacia”; pero su tarjeta acumula gastos de la comida, la gasolina, el celular, la ropa y de las vacaciones.
El crédito se ha convertido en la norma, y el ahorro en excepción. Claro está que existe una franja de la población que ahorra para la vivienda, la educación de sus hijos y otras necesidades. Sin embargo, las grandes mayorías viven al día, muchas veces por necesidad, pero también por costumbre. La idea de guardar para mañana parece chocar con una mentalidad forjada en la inmediatez. En un país donde la vida puede cambiar con un ciclón o un intercambio de disparos, el presente pesa más que el futuro.
A esa realidad se suma la tentación del juego. Las bancas de lotería, omnipresentes en cualquier recoveco, ofrecen la ilusión de un golpe de suerte. En lugar de ahorrar, muchos prefieren “jugar un numerito” cada día, convencidos de que la suerte puede resolver lo que el trabajo no alcanza. Algunos sociólogos interpretan esta práctica como una forma de esperanza popular.
Mientras tanto, proliferan las llamadas “financieras”, pequeños bancos informales, no regulados, que prometen préstamos rápidos, sin papeleo, pero a tasas usureras. La deuda se multiplica, atrapando a quienes menos pueden salir de ella.
En otros casos, cuando ya no queda otra salida, aparece la casa de empeño: allí se dejan relojes, electrodomésticos o joyas a cambio de unos pocos pesos, sin que estos objetos, con frecuencia, se logren recuperar.
Paradójicamente, los grandes bancos —con sus campañas de educación financiera y sus “cursos de ahorro”— tratan de revertir una tendencia que parece más cultural que económica.
Porque ahorrar no es solo cuestión de ingresos, sino de mentalidad. En la República Dominicana, el dinero circula, se comparte, se gasta en fiestas, en regalos, en solidaridad. El gobierno mismo refuerza esa lógica del gasto inmediato con sus dádivas y bonos distribuidos en el día a día y fechas especiales, creando la ilusión de abundancia y el hábito de esperar la próxima ayuda.
Sin embargo, cuando el dominicano emigra, su comportamiento cambia radicalmente. En Nueva York, Madrid o Miami, empieza a ahorrar desde el primer sueldo para enviar remesas a su familia. Lo que en la isla no parecía posible, fuera se vuelve natural.
¿Por qué? Quizás porque el contexto cambia: el migrante siente el peso de la responsabilidad, la necesidad de ayudar a los suyos, y percibe el dinero de otro modo. En la isla, el ahorro no siempre se asocia con seguridad: la inflación, las crisis bancarias del pasado y la falta de educación financiera alimentan la desconfianza.
Así, entre el crédito fácil, el juego cotidiano y la falta de planificación, se ha instalado una economía del presente, donde el futuro se improvisa. El dominicano vive de pie, a veces endeudado hasta la médula, pero con una energía vital que desafía las estadísticas. Tal vez sea esa mezcla de riesgo y de fe, de improvisación y resistencia, la que define, más que ninguna otra, su relación con el dinero —y con la vida misma.
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