El reciente robo de las joyas imperiales del museo más visitado del mundo, el Louvre, puso en evidencia la vulnerabilidad de los sistemas de vigilancia y seguridad y reabrió un debate tan antiguo como el mismo arte: ¿cómo proteger un patrimonio que pertenece a todos sin convertirlo en un tesoro inaccesible?
El robo del arte no es un fenómeno moderno. Por un lado están los despojos “oficiales” por parte de estados. Desde los botines romanos hasta los saqueos británicos del Partenón de Atenas, desde las apropiaciones napoleónicas hasta los expolios de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, la historia del arte está llena de desplazamientos forzados de las obras, muchas de ellas sin haber sido devueltas a su lugar de origen. Pero también han sucedido miles de robos “personales”, donde los implicados fueron uno o varios sujetos y los objetos sustraídos a menudo desaparecieron para siempre, como es el lamentable caso del Museo Isabella Stewart Gardner con obras maestras no recuperadas hasta ahora. Pero, por suerte, algunas de estas historias han tenido un final feliz.
La Mona Lisa, hoy día el cuadro más paradigmático del arte universal, antes de que fuera robada del Louvre fue conocida solo entre unos cuantos expertos. El hecho sobrepasó los límites de un crimen común, provocó una oleada mediática de gran magnitud que convirtió a un ladrón de poca monta en un héroe nacional, a un cuadro desconocido en un mito y cambió para siempre la historia del arte.
El lunes 21 de agosto de 1911 el museo estaba cerrado para el público. Sin embargo, era un día laborable para los empleados, por eso nadie le prestó atención al hecho de que una persona vestida con el uniforme entrara al Salón Carré y quitara la pintura de Leonardo de la pared donde estaba colgada. Era habitual retirar los cuadros para revisar su estado de conservación o para ser fotografiados.
Vicenzo Peruggia, un inmigrante italiano y carpintero de oficio, había trabajado en el museo en la instalación de algunas vitrinas. Justamente, en 1910 le había tocado colocar el vidrio que protegía la Mona Lisa, por lo que sabía con exactitud cómo estaba fijado el lienzo en el marco. También sabía que la seguridad del Louvre era deficiente. Así que sacó el cuadro del marco, lo enrolló, lo escondió debajo de la bata blanca que llevaba puesta y salió del museo sin levantar sospechas.
Peruggia no era un conocedor de arte, ni un ladrón especializado. Se supo más tarde que primero había pensado en robarse una pintura de Andrea Mantegna, otro pintor renacentista italiano. Pero finalmente se decidió por la Mona Lisa, en gran parte porque era pequeña (53 x 77cm), lo que facilitaba sacarla del museo.
Al día siguiente, el pintor Louis Béroud tenía planificado realizar una copia de la Gioconda y, al entrar a la sala, se encontró con un espacio vacío. Sorprendido, preguntó a los vigilantes, que le aseguraron que el cuadro había sido trasladado por los conservadores al taller de reproducciones fotográficas. Pero más tarde se dieron cuenta de que no estaba allí. ¡La Mona Lisa había desaparecido!
El museo permaneció cerrado durante una semana. El inspector jefe de la policía parisina Octave Hamard, que encabezó el equipo formado por 60 detectives, se mostró optimista: "El robo tuvo lugar el día del cierre, sabemos quién entró y salió; esta investigación solo tomará dos o tres días". Fueron interrogados 257 empleados del Louvre, a los que se les tomaron las huellas dactilares para compararlas con las que se encontraron en el marco y el cristal del cuadro tirados debajo de una escalera. Alphonse Bertillon, criminólogo y fundador del primer laboratorio de identificación criminal, supervisó personalmente cada una de las huellas, pero no obtuvo resultado alguno. Peruggia estaba fichado en los archivos policiales por una pelea y, aunque ya no trabajaba en el museo, fue interrogado dos veces junto con los demás trabajadores externos, pero por alguna razón sus huellas no fueron comparadas con las encontradas en el lugar del crimen y nunca se le consideró un sospechoso. La policía llegó a cerrar las fronteras y registrar a los pasajeros de un transatlántico a punto de zarpar de Francia y otro en Nueva York que arribó en la fecha cercana al robo, pero todo fue en vano. La investigación se estancó, la prensa azuzó la opinión pública, el gobierno fue acusado de indiferencia, la administración del museo de mala gestión. Théophile Homolle, director del Louvre, se vio obligado a renunciar a su cargo. Se tomaron varias medidas para aumentar la seguridad interna, entre ellas algunas tan extravagantes como contratar a dos perros de policía para la custodia del edificio.
Uno de los giros más extraños de la investigación involucró al escritor y crítico de arte Guillaume Apollinaire y su amigo Pablo Picasso. Fueron implicados a través del exsecretario del poeta, Géri Pieret, quien había robado varias estatuillas ibéricas del Louvre unos años antes y le vendió una a Apollinaire y dos a Picasso. Además, ambos difundían ideas radicales sobre el arte y defendían la propuesta de los futuristas italianos de destrucción de museos y obras guardadas en estos “cementerios de arte” para abrir paso a la nueva creación.
La noticia del robo asustó a ambos artistas, quienes, según Fernande Olivier, la pareja de Picasso en aquel momento, tenían miedo de ser deportados y decidieron tirar las estatuillas al Sena para deshacerse de ellas. Finalmente, Apollinaire intentó devolverlas y con este tardío “acto de buena fe” se convirtió en sospechoso directo del robo. Los integrantes de la Banda Picasso fueron detenidos. Apollinaire pasó cuatro días en la cárcel; Picasso solo fue interrogado y liberado después de declarar que desconocía el origen fraudulento de las estatuillas. Preso del pánico, incluso llegó a negar conocer al poeta, que era uno de sus amigos más cercanos. Por cierto, años después confesó haberlas comprado sabiendo perfectamente su ilícita procedencia y que le sirvieron de inspiración para Las señoritas de Aviñón, una obra fuertemente influenciada por el arte primitivo, de la cual germinó el cubismo. Igualmente, reconoció sentirse culpable por la traición a su amigo: “Al decir ‘Nunca he visto a este hombre', vi la expresión de Guillaume cambiar. La sangre bajó de su rostro. Todavía estoy avergonzado.” Efectivamente, su amistad no volvió a ser la misma después de este interrogatorio. Pieret, el verdadero culpable, fue liberado a falta de pruebas y gracias a la incompetencia en el manejo del caso.
La Sociedad de los Amigos del Louvre ofreció una recompensa de 25,000 francos a quien devolviera el cuadro; la revista L’Illustration dobló la oferta, todo sin éxito alguno. Tras 28 meses de investigación, La Mona Lisa seguía desaparecida. Mientras tanto, el número de visitantes del museo seguía creciendo; las multitudes acudían al Louvre para ver el hueco dejado en la pared por el cuadro hurtado.
Peruggia mantuvo la Gioconda escondida en su pensión en París durante todos estos años. En noviembre de 1913, decidió que ya había pasado suficiente tiempo y comenzó a ver los anuncios de anticuarios en un periódico italiano. El elegido fue Alfredo Geri, dueño de una galería de arte en Florencia. Le escribió una carta firmada con el nombre de Leonardo V. ofreciéndole devolver la Mona Lisa a su patria a cambio de 500 000 liras. Geri contactó a Giovanni Poggi, director de la Galería de los Uffizi, para que le ayudara a identificar el cuadro. El 12 de diciembre de 1913, Peruggia bajó de un tren con un baúl de madera en la mano. En el doble fondo que tenía el arcón estaba escondido el tesoro. Se alojó en el hotel Albergo Tripoli-Italia, donde le entregó la pintura a ambos expertos para su custodia y donde fue arrestado un poco más tarde. Ni siquiera tenía dinero para pagar por su hospedaje, pero el hotel encontró la forma de sacarle provecho a la deuda y cambió el nombre a Hotel La Gioconda, bajo el cual opera hasta el día de hoy, y colocó una placa conmemorativa en la habitación número 20, donde se había hospedado el ladrón.
Después de su recuperación, la Mona Lisa paseó por toda Italia en una especie de gira triunfal antes de ser devuelta a Francia el 4 de enero de 1914, mientras que el ladrón fue llevado a juicio.
Durante el proceso, Peruggia confesó haber actuado por motivos estrictamente patrióticos: "Soy italiano y no quiero que la pintura sea devuelta al Louvre". Mientras trabajaba en el museo, se había enterado sobre los saqueos durante las Guerras Napoleónicas, pero probablemente no sabía que los franceses no tuvieron nada que ver con la Gioconda y que en realidad el mismo da Vinci había regalado este cuadro a su nuevo mecenas, el rey Francisco I, cuando llegó a Francia en 1516, donde permaneció hasta su muerte en 1519, más de dos siglos antes del nacimiento de Napoleón.
"A menudo, cuando trabajaba en el Louvre, me paraba delante del cuadro de da Vinci y me sentía humillado de verlo así en tierra extranjera. Robarlo era muy sencillo. Solo tenía que elegir el momento adecuado. Una mañana, me reuní con mis compañeros decoradores en el Louvre, intercambié unas palabras con ellos y entré en el salón donde estaba colgado el cuadro. Estaba desierto. El cuadro me sonreía. En un instante, lo había descolgado de la pared. Dejé el marco en la escalera y coloqué el panel bajo mi bata. Todo sucedió en cuestión de segundos. Nadie me vio, nadie sospechó de mí", dijo en su primera declaración y mantuvo esta línea durante todo el juicio. Alegó también que, como inmigrante italiano, había sido víctima de racismo de parte de sus colegas franceses. Fue la única decisión acertada de Peruggia. Apoyado por numerosos conciudadanos, logró que el tribunal fuera increíblemente condescendiente y el 5 de junio de 1914 fue condenado a tan solo un año y quince días de cárcel, reducido posteriormente a siete meses y nueve días.
Tras su liberación, se alistó en el ejército italiano para combatir en la Primera Guerra Mundial, fue capturado por las tropas austrohúngaras y estuvo como prisionero exactamente el mismo periodo de tiempo que él mismo había retenido a la Mona Lisa. Terminada la guerra, fue liberado, se casó, tuvo una hija y regresó a Francia, donde siguió trabajando como pintor decorador. Murió en 1925 de un ataque al corazón, el mismo día de su 44 cumpleaños. Su fallecimiento pasó desapercibido y no tuvo repercusión en los medios de comunicación de su época.
Continuará…
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