Ari Aster se ha convertido en uno de los directores más provocadores del cine contemporáneo. Tras Hereditary (2018) y Midsommar (2019), películas que ya mezclaban horror y comentario social, sorprende con Eddington (2025), una obra que desborda cualquier etiqueta de género. Si en sus trabajos previos exploraba el trauma familiar y el culto comunitario, aquí se atreve a diseccionar sin piedad las miserias de Estados Unidos y, por extensión, de Occidente. No sigue la estructura clásica del héroe, sino que opta por una narrativa coral y caótica que imita el ruido y la saturación de la sociedad actual, usando la sátira como bisturí para exponer la decadencia política, moral y cultural.

Eddington sitúa su acción en un pueblo ficticio de Nuevo México, una frontera tanto literal como simbólica. Allí, en medio de la paranoia postpandémica y la polarización política, un sheriff torpe (Joaquin Phoenix) y un alcalde corrupto (Pedro Pascal) se enfrentan a una comunidad desbordada por la desinformación, las conspiraciones y la violencia absurda. Aster plantea una premisa clara: mostrar a Estados Unidos —y por reflejo al mundo occidental— como una sociedad que ha sustituido la política y la convivencia por la histeria y el espectáculo.

A diferencia de un relato clásico, los personajes de Eddington no viven un arco de redención ni aprendizaje. Su función no es evolucionar ni inspirar, sino desnudar con crudeza y sarcasmo diferentes facetas de la descomposición social. El sheriff interpretado por Joaquin Phoenix es el ejemplo más claro: patético, narcisista y armado, encarna un antihéroe torpe que se mueve entre lo cómico y lo trágico. Su trayectoria no apunta al crecimiento, sino al derrumbe; cada vez más atrapado en su paranoia, termina convertido en una caricatura grotesca de la autoridad fracasada.

En paralelo, el alcalde encarnado por Pedro Pascal es la síntesis de la política como espectáculo. Corrupto y cínico, pero al mismo tiempo carismático hasta la incomodidad, representa un poder que no busca gobernar ni proteger, sino manipular para beneficio propio. Su arco narrativo es circular: comienza y termina en el mismo cinismo viscoso, como símbolo de una estructura de poder que nunca cambia.

El personaje interpretado por Emma Stone, en cambio, concentra el dolor y la impotencia de los ciudadanos comunes. Atrapada entre la histeria colectiva y la corrupción institucional, no encuentra liberación alguna. Su interpretación se sostiene en mínimos gestos de rabia contenida y resignación, recordando a los personajes femeninos de los hermanos Coen en Fargo o No Country for Old Men. A través de ella, se articula la dimensión emocional del desastre social.

Los personajes secundarios, desde el gurú conspiranoico (Austin Butler) hasta los policías racializados, los jóvenes “woke” o los influencers histéricos, funcionan como ecos del caos. Aunque no tienen un desarrollo profundo, su presencia amplía el retrato coral de la paranoia occidental. Cada uno aporta una pieza a ese mural de saturación y ruido que define la narrativa. En conjunto, Aster niega cualquier tipo de confort narrativo: no hay héroes transformados ni redenciones posibles. Aquí nadie se salva, y esa ausencia de salvación es precisamente la declaración más radical de la película.

La sinopsis se despliega como un mosaico: asambleas populares que degeneran en aquelarres virales, tiroteos entre grupos armados de fanáticos, influencers que convierten la tragedia en trending topic, gurús que inflan burbujas de conspiranoia. En paralelo, la tensión privada entre los personajes principales —el sheriff, el alcalde y una mujer atrapada en la espiral del desorden (Emma Stone)— se mezcla con el caos público, borrando la frontera entre lo íntimo y lo colectivo.

Lejos del viaje del héroe, Eddington se construye como una sátira coral y fragmentada. La trama no avanza hacia un clímax ordenado, sino que se expande como un virus, en múltiples direcciones: de lo privado a lo público, del melodrama al sainete, de lo íntimo a lo colectivo. Cada nueva escena no resuelve la anterior, sino que añade capas de ruido, exceso y caos.

La sobrecarga deliberada es la clave de su forma. Aster utiliza un montaje frenético que alterna discusiones familiares con tiroteos absurdos, discursos de influencers con asambleas populares, escenas de bar con panorámicas del desierto. Esta estructura no busca la linealidad, sino imitar la experiencia de vivir en una sociedad saturada de información, memes y fake news.

Formalmente, la película oscila entre el western deconstruido, el cine noir y la comedia negra. El western aparece en los duelos, las cabalgatas nocturnas, la frontera árida; pero en lugar de un mito fundacional de redención, encontramos un territorio podrido sin héroes. La comedia negra se manifiesta en diálogos que rozan el absurdo, como cuando un personaje justifica un tiroteo con un meme viral. El resultado es una estructura caótica que refleja el sinsentido de la postverdad.

Eddington condensa en su trama varios de los grandes temas de la sociedad contemporánea y los trata de manera brutal, sin concesiones. Uno de ellos es la postverdad y la desinformación. Cada escena está atravesada por bulos, teorías conspirativas y noticias falsas, lo que convierte la política en un espectáculo viral. La asamblea del pueblo, filmada como si fuera un carnaval grotesco transmitido en directo, es un ejemplo contundente de cómo la deliberación pública se ha reducido a ruido.

Otro tema central es la política convertida en performance. El alcalde de Pascal no gobierna ni busca consenso; sus discursos son puro show, diseñados para entretener, manipular y sobrevivir en el caos. Esta visión conecta con el tercer eje temático: la paranoia colectiva. Los personajes se comportan como si la conspiranoia fuera una religión, con gurús delirantes que dictan dogmas a la población. El personaje de Butler, caricaturesco y magnético, es al mismo tiempo sátira y espejo, pues su discurso parece sacado de cualquier red social contemporánea.

La película también aborda la violencia banalizada. Los tiroteos absurdos y los ciudadanos armados que se comportan como idiotas reflejan la normalización de la violencia en la cultura estadounidense, hasta el punto de que ya no genera horror, sino una risa helada. Eddington subraya la ausencia de esperanza. A diferencia del western clásico, no hay un héroe que redima a la comunidad. El sheriff no salva, el alcalde no gobierna y los ciudadanos no se unen. El mensaje es claro: vivimos en un mundo donde la ruina es compartida y el mito del salvador está agotado.

Aster aborda todos estos temas desde una sátira feroz. No hay sutileza, ternura ni espacio para el consuelo. La apuesta es deliberadamente incómoda: un retrato excesivo de un mundo excesivo. En este sentido, el director asume que solo a través de la exageración y el exceso se puede retratar el caos de la realidad contemporánea.

La dirección de Aster refuerza esta sensación de estar jodido. La cámara en mano recorre los pasillos de comisarías y oficinas, creando claustrofobia. Los travellings amplían los espacios hasta volverlos ratoneras, subrayando que todos están atrapados. La fotografía combina colores duros del desierto con neones urbanos, un contraste que mezcla western y distopía digital. Las escenas nocturnas, casi oníricas, recuerdan al surrealismo de David Lynch.

La música elige el sarcasmo: temas pop reconocibles usados en contextos absurdos, mezclados con disonancias que incomodan al espectador. En secuencias como el toque de queda roto por la turba o el tiroteo entre facciones ridículas, la risa se congela en la boca: la comedia se convierte en horror.

Edddington (2025) es una obra radical que rompe con la tradición narrativa del héroe y abraza el exceso como forma. Su estructura coral y fragmentada no es un fallo, sino un recurso para imitar la saturación y el ruido de la sociedad contemporánea. Los personajes no crecen ni se redimen, porque la película no cree en redenciones. Sus temas —la postverdad, la política-espectáculo, la paranoia colectiva— son expuestos sin sutileza, con una sátira brutal que incomoda y divide.

El cine de Aster, en este punto, no busca complacer, sino incomodar. Eddington es un espejo deformado, pero reconocible, del mundo post-2020: un teatro del absurdo con balazos, hashtags y noticias falsas. Su éxito radica precisamente en provocar reacciones extremas, desde la fascinación hasta el rechazo, porque solo así el cine se atreve a poner el dedo en la llaga. Como toda gran sátira, no ofrece consuelo, sino una pregunta incómoda: ¿nos reconocemos demasiado en este caos aunque duela?

Gustavo A. Ricart

Cineasta y gestor cultural

Soy cineasta, gestor cultural y crítico en formación. Desarrolló mi carrera entre la creación audiovisual y el pensamiento crítico, combinando la práctica artística con estudios universitarios en Historia y Crítica del Arte. Actualmente cursa una maestría en Gestión Cultural, con el firme propósito de contribuir a la vida pública desde la reflexión estética y el análisis sociocultural. En paralelo, colabora activamente en proyectos que buscan descentralizar el acceso a la cultura y revalorizar nuestro patrimonio.

Ver más