El contraste entre el humanismo helénico y el humanismo semita muestra dos modos profundamente distintos de entender lo humano, el mundo y la historia. Ambas perspectivas se desarrollan a partir de supuestos antropológicos y éticos que determinan la forma en que cada cultura concibe la existencia, la temporalidad, la comunidad y la trascendencia. La tradición helénica se organiza a partir de un dualismo estructural, mientras que la tradición semita se articula en torno a una unidad vital y existencial. Estos dos horizontes no solo describen formas de pensamiento, sino que configuran visiones del mundo que han marcado el desarrollo cultural posterior.
En el ámbito helénico, el dualismo aparece ya en los primeros testimonios literarios. En Homero, el alma se presenta como una sombra debilitada que sobrevive al cuerpo de manera tenue, sin fuerza ni conciencia. Esta imagen inicial sugiere que el ser humano habita en dos planos: uno visible y otro invisible, aunque este último todavía muestra poca independencia. A medida que avanza el pensamiento griego, este trasfondo se fortalece y se convierte en el eje de una comprensión del ser humano dividida entre cuerpo y alma, entre lo sensible y lo inteligible.
Las prácticas rituales y los cultos mistéricos contribuyeron a consolidar esta división. En los misterios de Eleusis y en el orfismo, el alma adquiere un carácter divino y eterno, y el cuerpo comienza a entenderse como una cárcel o prisión. El mito órfico del desmembramiento de Dionisos es una clave simbólica: al devorar los Titanes al dios niño, transmiten a la humanidad una mezcla de naturaleza divina y naturaleza culpable. Así, el alma se concibe como un componente luminoso caído en la densidad de la materia, cuyo destino es purificarse mediante prácticas ascéticas y el retorno cíclico de las reencarnaciones. Esta concepción ético-religiosa será la matriz en la que más tarde se articulará la filosofía.
Los primeros pensadores de la naturaleza reinterpretaron el concepto del alma dentro de sus cosmologías. Tales la entendía como algo inmortal; Anaximandro la relacionaba con lo indeterminado y eterno, y Anaxímenes la concebía como el principio vital que anima todas las cosas. Heráclito transformó estos elementos al vincular el alma con el fuego y con el lógos, el principio dinámico y racional que atraviesa el cosmos. Según él, la vida y la muerte forman parte de un mismo proceso y solo el alma que participa del lógos alcanza la unidad de la realidad. Esta visión marca el paso hacia una concepción del alma como principio cósmico más que como simple fuerza vital.
Platón llevó estas intuiciones a su expresión más sistemática. El alma preexiste al cuerpo y cae en él como castigo o degradación. La existencia corpórea se convierte así en un período de purificación cuyo objetivo es recuperar el estado anterior mediante la contemplación de las ideas. Esta visión se despliega en los diálogos Fedón, Fedro y República: la dialéctica es el camino del ascenso espiritual, la filosofía es la preparación para la muerte y la vida auténtica es la del alma separada. Sin embargo, surge una tensión fundamental entre la vida contemplativa y la responsabilidad política. Por un lado, la perfección del sabio exige apartarse del mundo sensible; por otro, la justicia de la ciudad exige su servicio. Esta ambivalencia expresa la imposibilidad de la cultura griega de unir plenamente lo eterno y lo histórico.
Aristóteles intentó resolver este dilema mediante una concepción unitaria del ser vivo. Según su teoría hilemórfica, el alma es la forma del cuerpo, el principio organizador de la materia. Con esta teoría, Aristóteles pretendía eliminar la independencia sustancial del alma que defendía Platón. No obstante, Aristóteles conserva una dimensión espiritual autónoma en el noûs, el entendimiento puro, eterno e inmortal, separado de todo proceso corporal. Así, el dualismo reaparece en el nivel más alto de su antropología. El ser humano es un compuesto en el que una parte pertenece plenamente a la naturaleza y la otra participa de la divinidad. La vida contemplativa sigue siendo el fin último y la plenitud humana.
A nivel cosmológico, la tradición helénica concibe el tiempo como eterno, cíclico y regido por un orden inmutable. La historia carece de sentido lineal. Todo retorno al origen es cíclico y el movimiento del cosmos reproduce una estructura que se repite indefinidamente. Los propios dioses forman parte de este orden natural. La existencia humana se inscribe en una totalidad cuyo sentido trasciende el devenir. Lo valioso se halla en el ámbito de lo eterno, no en el tiempo cambiante. Este marco impide una visión histórica de la existencia y orienta el pensamiento hacia la búsqueda de lo inmutable.
Frente a esta concepción dual y eterna, la tradición semita se organiza desde una unidad antropológica. El ser humano no se divide en sustancias. La vida es una totalidad que integra el cuerpo, el aliento, el deseo, el pensamiento y el espíritu. Términos como néfesh, rúaj y basár muestran que la persona se entiende como una realidad indivisible. Néfesh significa vida, garganta, aliento, pero también persona concreta. El espíritu (rúaj) es el soplo divino que da origen a la existencia. La carne (basár) no es una materia opuesta al alma, sino la dimensión visible de la vida animada por el espíritu. La muerte no separa un alma que huye del cuerpo, sino que coloca al ser viviente en un estado de sombra y espera, sin ruptura ontológica entre cuerpo y espíritu.
Esta unidad se refuerza en la concepción semita de la relación con lo divino. En Israel, la existencia humana se define por un vínculo personal con Dios. La llamada a Abraham inaugura una forma inédita de intersubjetividad: un «yo» divino se dirige a un «tú» humano, y de ese encuentro nace un «nosotros» comunitario. La identidad humana ya no se construye desde la naturaleza ni desde la polis, sino desde una relación ética e histórica. La ley no describe el orden cósmico, sino un pacto entre libertades. El mundo deja de ser divino para convertirse en una creación; la divinidad deja de confundirse con la naturaleza y se sitúa fuera del cosmos. Todo esto transforma la comprensión del universo, que queda desmitificado y abierto a la acción humana.
Esta ruptura alcanza su expresión más radical en la concepción semita del tiempo. Mientras que las culturas agrícolas y los pueblos cercanos concebían ciclos eternos de muerte y renacimiento, Israel afirma que el mundo tiene un principio. La creación es un acto de la palabra, no un proceso natural. El tiempo se vuelve historia: una trayectoria lineal que avanza desde el origen hacia un futuro cumplimiento. La existencia humana deja de girar en círculos y se orienta hacia un destino que depende de la promesa y de la fidelidad a la alianza. La historicidad se convierte así en el marco fundamental de la vida humana.
Desde esta perspectiva, el ser humano adquiere un valor irreductible. Cada persona es singular, tiene nombre propio y responde a una llamada particular. La ética se articula en torno a la justicia, la misericordia y la solidaridad. La perfección no se halla fuera del mundo, sino en la transformación de la historia. El individuo halla su sentido en la comunidad y en su relación con Dios. La acción moral no se deriva de la armonía racional del alma, sino del compromiso con el prójimo y de la fidelidad a la promesa. La salvación no consiste en liberarse del cuerpo, sino en alcanzar la plenitud como persona.
El cristianismo prolonga esta visión al afirmar la encarnación: el Verbo se hace carne, no alma. La materia adquiere dignidad y se convierte en vehículo de la revelación divina. La resurrección no es la inmortalidad del alma, sino la transformación total de la existencia humana por la acción del Espíritu. Pablo explica esta continuidad en un lenguaje helénico al hablar del cuerpo psíquico y del cuerpo espiritual, mostrando que la vida divina no elimina la corporalidad, sino que la eleva. Este enfoque conserva la unidad semita, incluso cuando emplea categorías filosóficas griegas.
En el islam, esta unidad se expresa de nuevo sin la mediación cristiana. El ser humano es una sola realidad que será juzgada como tal. El mundo no es eterno y solo pertenece plenamente a Dios. La vida humana se basa en la responsabilidad y la fidelidad. La resurrección es de la persona entera, no del alma separada. Este horizonte permitió integrar elementos griegos sin adoptar su dualismo.
De esta comparación se desprende que la tradición helénica concibe lo humano desde la separación entre lo eterno y lo temporal, mientras que la tradición semita lo concibe desde la unidad y la historia. Para el helenismo, la perfección se alcanza mediante la contemplación del orden inmutable; para el semitismo, mediante la acción ética y la relación con Dios. El alma griega busca liberarse del cuerpo, mientras que la tradición semita entiende el cuerpo como lugar de revelación y responsabilidad. El tiempo griego es cíclico; el tiempo semita es lineal. Donde una tradición privilegia el universal abstracto, la otra afirma la individualidad concreta. Para los griegos, lo humano es parte del cosmos; para los israelitas, es interlocutor del Dios creador.
Estas diferencias constituyen dos grandes corrientes que han marcado la historia intelectual de Occidente. El encuentro entre ambas, a veces tenso y a veces fecundo, ha dado forma a nuestra comprensión contemporánea de la persona, la libertad, la ética y la historia. En el cruce entre dualismo y unidad, contemplación y acción, eternidad e historia, se ha configurado la compleja figura del ser humano que todavía hoy intentamos comprender.
Conclusión
Estas dos visiones sobre la naturaleza humana no solo se oponen en sus fundamentos, sino también en la manera en que conciben el sentido de la existencia. La visión helénica eleva lo eterno por encima de lo temporal y concibe al ser humano como un alma prisionera que debe escapar de la corporeidad para acceder a la verdad. Su grandeza radica en la síntesis racional que logra, pero su límite surge de la dificultad para integrar la vida concreta, el cuerpo y la historia dentro de una misma estructura de sentido. Al privilegiar la contemplación, termina subordinando la experiencia vivida a un ideal abstracto y, al separar el alma del cuerpo, reduce la existencia a un conflicto permanente entre lo perecedero y lo incorruptible. La historia se vuelve irrelevante y la comunidad, un escenario secundario frente al destino individual del sabio.
La visión semita, en cambio, sitúa la dignidad del ser humano en su unidad vital y en su relación con un Dios personal que llama, acompaña y transforma. No busca huir del mundo, sino darle sentido histórico: la vida se despliega en el tiempo, la ética nace del encuentro con el otro y la existencia humana se mide por la responsabilidad y no por la contemplación solitaria. Sin embargo, esta visión también tiene sus desafíos, ya que su énfasis en la comunidad y la obediencia puede entrar en conflicto con la libertad individual. La comparación crítica revela que cada tradición ilumina lo que la otra oscurece: Grecia ofrece claridad intelectual, pero sacrifica la historia; Israel afirma la persona concreta, pero a veces limita la autonomía. Entre ambas surge un diálogo fértil, porque ninguna de las dos, por sí sola, logra expresar plenamente la complejidad del ser humano.
Referencias
Dussel, E. (2012). El Humanismo Helénico – El Humanismo Semita Obras Selectas II. (F)4. Humanismo_helenico_semita.pdf. https://docs.enriquedussel.com/txt/Textos_Obras_Selectas/(F)4.Humanismo_helenico_semita.pdf
Cruz, P. (2025, noviembre 19). La visión crítica de Enrique Dussel sobre el humanismo helénico y el humanismo semita. Conferencia presentada en el VI Congreso de Filosofía, Universidad Autónoma de Santo Domingo, Facultad de Humanidades, Escuela de Filosofía.
Compartir esta nota