Preludio. Jorge Luis Borges (1899-1986) no escribió extensamente sobre la Navidad, pero sí dejó algunas referencias, poemas y comentarios donde aborda el tema desde perspectivas filosóficas, simbólicas o íntimas.
De ese universo poético, extraigo esta concepción, constreñida por nuestra actualidad histórica.
El drama humano. De conformidad con el poema Un soldado de Urbina, en El oro de los tigres (1972), un soldado venezolano muere en Colombia, precisamente, el 25 de diciembre. A partir de ese hecho mínimo y terrible —uno de esos datos que Borges convierte en símbolo— puede desplegarse toda una constelación.
Las fiestas festivas no detienen el drama humano. La fecha, que en otros relatos sería un signo de júbilo, aquí aparece como un recordatorio de que el mundo no se detiene ante ningún rito. El tono es desolado, histórico y meditativo.
Desde esa certeza, desde esa Navidad interrumpida, se puede leer todo lo demás. Porque alguien muere el 25 de diciembre, esa sola afirmación atenúa cualquier exceso sentimental con que la cultura ha revestido la fecha.
Y la noche de paz no es una garantía, sino una interrogación: un instante en que la paz podría descender, pero también podría no hacerlo, porque la realidad —esa realidad borgeana que combina prodigio y desamparo— no trabaja para nuestro consuelo.
En ese paréntesis sombrío resuena Noche de los dones, del Libro del Cielo y del Infierno (1971), cuento escrito con Bioy Casares, donde la Nochebuena no es una fiesta, sino una noche predispuesta al prodigio. Allí, lo sobrenatural se concede sin estridencias, como si el mismo calendario hubiera aflojado sus bordes. La Navidad sirve como escenario simbólico: una noche en la que lo extraordinario puede irrumpir.
Revelación. La Navidad, entonces, no es un objeto de devoción, sino un escenario de revelación, una circunstancia en la que la realidad se vuelve hospitalaria para lo extraordinario.
Por eso, aunque esa misma fecha que en el cuento permite el milagro es la que —en el poema de El oro de los tigres (1972)— no interrumpe la muerte del soldado. El 25 de diciembre funciona, de un lado, como la noche de un don; y del otro, como la noche de una pérdida irremediable.
Esa contradicción no se resuelve: es precisamente el modo borgeano de habitar los símbolos. Para Borges, la Navidad no es la plenitud, sino la tensión entre luz y sombra, entre gracia y desamparo.
Tradición. A partir de ahí, se vuelven más comprensibles las observaciones que Borges hizo en entrevistas: que la Navidad le interesaba como tradición, como un rito poderoso pero no necesariamente religioso; como un símbolo narrativo, no como dogma.
En ese sentido, la Nochebuena de Noche de los dones es menos cristiana que literaria: una hora en la que el mundo es permeable, no porque Dios intervenga, sino porque la humanidad está predispuesta a imaginar.
Este carácter epifánico —pero no teológico— se encuentra también en otros poemas.
En Los dones, la gratitud es un milagro laico.
En Los justos (1981), pequeños gestos sostienen el equilibrio del universo, del mismo modo en que un resplandor inesperado sostiene el cuento de Nochebuena.
En Unas pocas cosas (1981), aparece esa mezcla de intimidad y melancolía tan propia de las fiestas, pero sin nombrarlas: la Navidad sobreviene como un estado del alma, no como una celebración explícita.
Navidad borgeana. Todo esto —el cuento, el poema del soldado, las epifanías discretas de otros textos— forma un único retrato: una Navidad despojada y profunda, donde no hay pesebres resplandecientes, sino noches tensas en las que puede ocurrir cualquier cosa, desde un prodigio hasta una muerte sin testigos.
Y, al final, todo regresa al mismo paréntesis inicial: (un soldado muere el 25 de diciembre). Al fin y al cabo, Borges no aborda la Navidad desde la fe —era agnóstico con inclinación al escepticismo—, sino desde la cultura y la imaginación.
En esa Navidad borgeana —la del muerto sin aplazamiento, la del don que irrumpe sin explicación, la de los gestos mínimos que sostienen al mundo— todo lo que la tradición celebra queda, no negado, pero sí en suspenso.
La estrella de Belén no guía a nadie: queda detenida sobre un cielo que no promete caminos rectos.
Los ángeles no cantan: guardan silencio, como si también ellos dudaran del oficio que la liturgia les adjudica.
Y la noche de paz no es una garantía, sino una interrogación: un instante en que la paz podría descender, pero también podría no hacerlo, porque la realidad —esa realidad borgeana que combina prodigio y desamparo— no trabaja para nuestro consuelo.
Una Navidad que sintoniza con la estética de la epifanía, tan frecuente el último mes del año. Donde la luz se insinúa, pero no se impone; donde la epifanía es posible, pero jamás obligatoria; una noche en la que todo puede suceder, incluso nada. Pues se alude a una festividad suspendida entre la revelación continua del mal y la aparente ausencia del bien.
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