El pasado 6 de agosto, la Asociación Nacional de Directores de Centros Educativos de la República Dominicana (ASONADEDI-RD) dirigió al presidente Luis Abinader una carta que merece ser leída con atención y discutida con seriedad. Más allá de sus demandas puntuales, el documento pone en evidencia una verdad incómoda que durante años hemos preferido ignorar: mientras los centros educativos permanezcan sujetos a un modelo de gestión centralizado, lento y burocrático, y sus directores carezcan de auténtica autonomía e independencia profesional, la calidad de nuestra educación continuará rezagada, sin importar la magnitud de los recursos que se destinen a ella.
Quienes han ejercido la dirección de una escuela saben que la burocracia no es un asunto menor ni un simple papeleo. Es una red de trámites y permisos que retrasa hasta lo más elemental: reparar un techo que amenaza con caerse, reponer una butaca rota, adquirir materiales básicos para la enseñanza o atender una urgencia en infraestructura. En teoría, son asuntos que deberían resolverse en días; en la práctica, en ocasiones pueden tardar meses o incluso años. Y mientras tanto, algunos estudiantes aprenden en aulas sobrepobladas, en condiciones físicas deterioradas y con recursos insuficientes, lo que constituye una vulneración directa a su derecho constitucional a una educación de calidad.
En este contexto, la propuesta de ASONADEDI es clara: otorgar autonomía administrativa y presupuestaria real a las juntas de centros educativos, implementar una plataforma única y ágil para gestionar solicitudes, profesionalizar la carrera docente y administrativa con concursos basados en mérito, ofrecer incentivos vinculados a resultados y a la participación de las familias, garantizar personal de apoyo competente y dar a los directores un papel decisivo en la contratación de ese personal. Se trata de medidas que, de aplicarse con rigor, podrían cambiar de manera sustancial el día a día de las escuelas y liberar a los directores de la pesada carga burocrática que hoy los ahoga.
Superar los rezagos educativos de la República Dominicana no es tarea de un solo actor ni se logrará con soluciones mágicas. Requiere un esfuerzo colectivo y sostenido, basado en la confianza mutua y en la búsqueda compartida del bien común.
Pero como toda propuesta de cambio estructural, esta también debe evaluarse con una mirada crítica. La autonomía escolar, si no va acompañada de mecanismos sólidos de rendición de cuentas y de un sistema confiable de evaluación del desempeño docente y directivo, corre el riesgo de reproducir ineficiencias a un nivel más cercano al aula. No se trata solo de descentralizar decisiones, sino de garantizar que esas decisiones estén guiadas por criterios técnicos, datos confiables y un compromiso firme con los aprendizajes de los estudiantes. Del mismo modo, los incentivos deben basarse en indicadores claros y en evaluaciones transparentes, para evitar que se conviertan en premios simbólicos sin impacto real.
Lo que distingue a la carta de ASONADEDI es que nace de quienes viven la escuela desde adentro. No son diagnósticos elaborados a distancia, sino la voz de quienes lidian a diario con el reto de mantener funcionando un centro educativo en medio de carencias materiales, trabas administrativas y presiones políticas. Y ese testimonio directo debe ser valorado como un insumo fundamental para el diálogo nacional que necesitamos sobre el futuro de la educación dominicana. Un diálogo que, como he planteado en mi artículo Del ruido a la razón: el debate que merece la educación, debe alejarse del terreno estéril de las sospechas y descalificaciones para asentarse sobre argumentos verificables, evidencias y un verdadero espíritu de entendimiento.
Lamentablemente, en nuestro país, los grandes debates sobre política educativa tienden a contaminarse con juicios sobre las intenciones de quienes proponen o se oponen a las reformas. En vez de preguntar “¿qué dice la propuesta?”, se pregunta “¿por qué estarán proponiendo esto?”. Este enfoque no solo empobrece la deliberación, sino que erosiona la confianza necesaria para construir consensos. Y cuando no hay confianza, las reformas se estancan y las oportunidades de mejora se pierden.
Por eso, la carta de ASONADEDI, con sus fortalezas y debilidades, debería ser el punto de partida para una conversación distinta. No basta con aplaudir o rechazar sus planteamientos; es necesario analizarlos, complementarlos y, sobre todo, incorporarlos a un plan coherente que articule autonomía escolar, fortalecimiento del liderazgo directivo, participación activa de las familias y evaluación rigurosa del desempeño docente. Un plan que, además, simplifique los procesos administrativos y asegure que cada peso invertido llegue a donde más importa: al aprendizaje de los estudiantes.
En este esfuerzo, los directores tienen un papel insustituible. Son ellos quienes pueden articular la visión pedagógica de la escuela con las necesidades concretas de su comunidad. Son ellos quienes acompañan a los docentes, motivan a los estudiantes, coordinan con las familias y gestionan recursos, todo mientras sortean la maraña burocrática que les impone el sistema. Convertirlos en verdaderos líderes transformadores, con poder real de decisión y capacidad de rendir cuentas, es una de las apuestas más estratégicas que puede hacer el país si quiere mejorar sus resultados educativos.
Pero para que eso ocurra, debemos asumir que la autonomía y la independencia profesional no se conceden solo con un decreto; se construyen con condiciones reales de ejercicio, con formación continua, con respaldo político e institucional y con un marco de evaluación que premie el mérito y la eficacia. Autonomía sin soporte es abandono. Evaluación sin recursos es castigo. El equilibrio está en combinar ambas: dar poder para decidir y exigir resultados medibles y transparentes.
Superar los rezagos educativos de la República Dominicana no es tarea de un solo actor ni se logrará con soluciones mágicas. Requiere un esfuerzo colectivo y sostenido, basado en la confianza mutua y en la búsqueda compartida del bien común. Y ese esfuerzo comienza con un cambio en la forma en que debatimos sobre educación. Debemos abandonar el ruido de la confrontación estéril y entrar en el terreno fértil de los argumentos, donde la diferencia no se vea como amenaza, sino como oportunidad de mejora.
La educación es demasiado importante para dejarla atrapada en trámites inútiles o en luchas de poder. Necesitamos que la escuela vuelva a ser el centro de nuestras decisiones, que los directores tengan la autoridad y los medios para liderar, y que la rendición de cuentas sea una práctica normal y respetada, no una excepción. La carta de ASONADEDI nos recuerda que esta meta no es inalcanzable, pero sí urgente. Aprovechemos este llamado para iniciar un diálogo social sobre el tema educativo que nos saque de la parálisis y nos ponga en camino hacia un sistema educativo más ágil, justo y eficaz.
La sociedad dominicana debe decidir si quiere seguir administrando la educación como un aparato pesado y distante o si está dispuesta a apostar por un modelo en el que cada escuela sea un centro vivo de aprendizaje, innovación y compromiso comunitario. Lo que está en juego no es solo la eficiencia administrativa, sino el futuro mismo de nuestros estudiantes y, con ello, el porvenir del país. La pregunta ya no es si podemos permitirnos el cambio, sino si podemos permitirnos seguir igual.
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