El análisis del debate en torno a la fusión del MINERD y el MESCyT, llevado a cabo en el país desde que el presidente Luis Abinader presentó esta propuesta hace varios meses, deja una lección clara: cuando la discusión pública se desvincula de los argumentos verificables y se base más en sospechas subjetivas, cuando se enfoca más en las intenciones atribuidas que en el contenido de las propuestas, la cultura democrática se debilita y se dificultan las posibilidades de avanzar hacia la transformación deseada del sistema educativo. En lugar de acercarnos a decisiones acertadas y consensuadas, este clima nos arrastra hacia una confrontación estéril, en la que cada parte desconfía de la otra y las motivaciones pesan más que las ideas. Este fenómeno no solo retrasa los procesos de reforma, sino que erosiona la confianza mutua que toda sociedad necesita para deliberar con madurez.
Es común que los grandes debates sobre tenas de interés público, especialmente aquellos que implican reformas estructurales, tienden a desbordarse más allá de los méritos de las propuestas, y se contaminan con juicios sobre las intenciones de quienes las formulan, apoyan o se oponen. Esta tendencia sustituye el análisis racional por la sospecha subjetiva: quienes participan en el debate, en vez de preguntar ¿qué dice la propuesta?, oriuentan sus esfuerzos hacia preguntas del tipo ¿por qué estos querrán proponer eso realmente? ¿Por qué aquellos se oponen? Este tipo de debate contribuye a crear un ambiente de suspicacia y reemplaza el terreno fértil del diálogo democrático por un campo minado de conjeturas, desconfianzas y descalificaciones anticipadas. Esta forma de deliberar no favorece la comprensión ni la construcción colectiva de soluciones; por el contrario, eleva la temperatura del conflicto, bloquea la posibilidad de acuerdos y fragmenta el espacio público, haciendo difícil un entendimiento común que haga posible que abordemos los problemas educativos como una tarea común a la que todos debemos aportar. Lamentablemente el debate sobre la fusión del MECyT y del MINERD ha ido derivando hacia este formato de debate. Pero, es justo reconocer, que aún en medio en medio de este clima y del ruido que este enfoque ha generado, no han faltado aportes valiosos, críticas sustantivas y sugerencias constructivas que merecen ser consideradas con seriedad en un clima más sereno y abierto al entendimiento.
En verdad el problema no radica en que existan opiniones diversas y divergentes, eso es natural y deseable en democracia, sino en cómo se estructuran esas opiniones en el discurso público. Un debate centrado en desacreditar motivaciones, en lugar de examinar propuestas, empobrece la deliberación y debilita las condiciones que facilitarían un entendimiento y, en consecuencia, alcanzar consensos que nos permitan avanzar hacia las reformas educativas que el país necesita. En un ambiente donde predomina la sospecha y la orientación de la discusión hacia las motivaciones, en lugar de argumentos, se intercambian sospechas. En lugar de datos, se propagan narrativas cargadas de desconfianza. Se reemplaza el ejercicio de pensar críticamente por el impulso de denunciar intenciones. Y cuando esto ocurre, lo que está en juego ya no es solo una ley o una reforma, sino la calidad misma de nuestra vida democrática.
Lo advertía Jürgen Habermas, filósofo alemán de referencia en temas de comunicación democrática: los consensos legítimos solo pueden construirse en contextos donde las personas dialogan con honestidad, se escuchan mutuamente y están dispuestas a aceptar el mejor argumento, no el más conveniente ni el más ruidoso. En su teoría de la acción comunicativa, Habermas plantea que el ideal democrático se basa en la deliberación racional entre interlocutores que se reconocen como sujetos válidos y que se comprometen con la verdad, la sinceridad y la corrección normativa. Cuando lo que prima es el cálculo estratégico, es decir, decir lo que conviene, no lo que se cree, el diálogo se rompe, y con él, la posibilidad de consensos auténticos.
A este respeto Habermas nos dice qué: “El poder del mejor argumento es el único principio que puede garantizar el carácter racional de los resultados alcanzados en una comunicación libre de coacciones.” Esta afirmación resume el corazón de toda democracia deliberativa: que las decisiones públicas solo pueden ser legítimas si nacen de un intercambio libre, razonado y abierto entre todos los actores.
En contextos, como el creado alrededor del debate de la ley que propone la fusión del MINERD y el MESCYT, donde el debate se ha vuelto estratégico en lugar de comunicativo, para utilizar el lenguaje habermasiano, lo que se busca no es la verdad compartida ni el bien común, sino la imposición de una narrativa, la deslegitimación del otro o la victoria simbólica ante la opinión pública. Esta lógica de enfrentamiento genera polarización, reduce el espacio para los matices y transforma al interlocutor en adversario. Y, al hacerlo, erosiona el capital más valioso que una democracia puede tener: la confianza entre quienes piensan distinto pero están dispuestos a construir juntos.
Pero este destino no debemos aceptarlo como inevitable. Es necesario hacer un esfuerzo para superarlo. Reconocer la dinámica que empobrece nuestros debates es el primer paso para superarla. Si políticos, líderes de opinión, medios de comunicación y ciudadanos aceptan la necesidad de retomar un debate más racional, inclusivo y centrado en el interés común, se puede dar un giro positivo. Ese giro requiere, ante todo, un compromiso con ciertas reglas básicas: que las críticas se basen en lo que la propuesta dice y no en lo que se sospecha que busca; que se privilegie el análisis informado por encima de la consigna; y que se valore la discrepancia como una oportunidad de mejora, no como una amenaza a derrotar.
Una propuesta de reforma que impacte la estructura institucional del sistema educativo, como la eventual fusión de dos ministerios, merece sin duda un examen riguroso, abierto y plural. Las críticas fundadas, como muchas de las planteadas, deben ser escuchadas y atendidas. Las preocupaciones legítimas sobre autonomía, calidad, eficiencia o impacto presupuestario deben ser documentadas, contrastadas y discutidas con base en evidencia. Pero ese escrutinio debe hacerse con altura de miras, sin caer en el terreno resbaladizo de las imputaciones personales o las teorías conspirativas. La ciudadanía tiene derecho a una deliberación pública donde prime la información verificada, el pensamiento analítico y el respeto por las reglas del diálogo democrático.
Solo mediante una conversación pública de calidad, donde impere la argumentación honesta y la apertura mental, se podrá tomar una decisión acertada sobre una reforma de esta magnitud y, más importante aún, fortalecer nuestra democracia en el proceso. Un debate orientado al entendimiento no garantiza que todos estemos de acuerdo, pero sí garantiza que la decisión final, sea adoptar la fusión, modificarla o descartarla, estará respaldada por razones claras, comprensibles y legítimas. Esa es la base de la legitimidad democrática: no la unanimidad, sino la racionalidad compartida del proceso.
Ese tipo de legitimidad solo se alcanza hablando y escuchando con respeto y razón. Para que la educación, tema central en esta controversia, tenga un futuro mejor, es necesario que empecemos por educar nuestro modo de discutir los asuntos públicos. Cultivar una cultura del diálogo que no tema la diferencia, sino que la abrace como fuente de aprendizaje, puede ayudarnos a salir del ruido de las sospechas y avanzar hacia el terreno fértil de los argumentos. Solo así podremos transformar la confrontación estéril en una oportunidad de crecimiento democrático, donde el “peso del mejor argumento” prevalezca sobre la carga emocional de las desconfianzas infundadas.
Superar los complejos desafíos del sistema educativo dominicano exige un esfuerzo colectivo sostenido. Pero ese esfuerzo solo dará frutos si se funda en la confianza mutua, en la búsqueda compartida del bien común y en un diálogo informado, abierto y respetuoso. Solo así podremos transformar las diferencias en fuerza creadora y construir, entre todos, una educación digna del país que aspiramos ser.
Ha llegado el momento de orientar el debate sobre educación hacia un diálogo bien informado, guiado por el bien común y sustentado en argumentos y evidencias. No podemos seguir juzgando las propuestas a partir de las motivaciones atribuidas a quienes las presentan, sino por su contenido y su potencial para contribuir a la mejora de nuestro sistema educativo.
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