“Hirschman, describe magistralmente los tres siglos que según Marshall se necesitaron para los avances civilizatorios: el siglo XVIII como el siglo de la ciudadanía civil; el siglo XIX como el siglo de la ciudadanía política, y el siglo XX como el siglo de la ciudadanía socioeconómica que lleva al estado de bienestar. Cada uno de estos siglos fue respondido con gigantescas contrafuerzas ideológicas, reaccionarias, que llevaron a retrocesos”. (Latinobarómetro: Informe 2024).
En el Índice de Democracia 2024 elaborado por The Economist Inteligence, nuestro país avanzó 9 puntos, colocándonos en el ranking 52/167 países. Al verificar los indicadores evaluados, medidos: Participación electoral, Participación política, Libertades civiles, Funcionamiento del gobierno y Cultura política, de los 5 indicadores, donde más rezagados quedamos fue en Cultura política con 4.38/10. Nos encontramos en términos generales en una Democracia Deficiente, categorización de The Economist y en una Democracia Defectuosa según el Índice de Riesgo Político América Latina 2025.
Pero, ¿qué es la Cultura Política y el grado de diferenciación? La cultura política comporta un nivel de subjetividad, de tal manera que cada sociedad, cada formación social determinada, contiene su cultura política. Está determinada por el grado de desarrollo cultural, institucional, político. La cultura política es la asunción, en la praxis, de todo el accionar y decisional con que actúan los agentes o actores políticos, sociales, frente a una realidad concreta. La cultura política deviene en la configuración del devenir del cuerpo doctrinario o normativo y el abismo con que se actúa, más allá de las reglas establecidas.
La cultura política, en nuestra sociedad, entra en el plano de la categorización o conceptualización de la Teoría Parroquial, que es “aquella donde una parte significativa de los ciudadanos están desinformados, desconocen su gobierno y desconocen el entramado en el proceso político”. En la Teoría Parroquial los ciudadanos no internalizan los valores de la democracia y no comprenden las diferentes dimensiones de la democracia: Civil, Política y Económica. Se ha dado en esa cultura política una “encerrona” a los ciudadanos al cooptarlo, más en la dimensión de ciudadanos y sus derechos, en la concreción de electores clientelares.
Es tan aguda la concepción parroquial, tan provincial, que todavía en nuestro país existe el despojo político y en todo el entramado de la estratificación social, vale decir, de la pirámide social, de la jerarquía social, vemos como normal que el partido que logra acceder al poder político es “dueño” de todo el funcionariado público. La cultura política parroquial, provincialista, es esencialmente patrimonialista y no encamina sus esfuerzos hacia una construcción de proyecto de nación, de país. No hay visión de futuro. El aquí y el ahora y la exacerbación del individualismo y el particularismo es la norma.
La cultura política Parroquial es hegemonía en nuestra sociedad, sin embargo, se mueven en una emergencia interesante la cultura política Sujeta, que es allí donde una parte de la ciudadanía se encuentra informada, empero, no actúa. Comprende las condiciones objetivas del mundo social, económico, político e institucional en que interactúa, no obstante, no participa. Crece en zigzagueo la cultura política Participativa. Somos los que empujamos por más y mejor democracia, por forjar una democracia de mayor calado, de mejor contenido, en gran medida, esta democracia de papel, tan profundamente defectuosa para más del 60% de la población dominicana.
¿Qué nos mantiene unidos como nación, qué nos aglutina como dominicanos y dominicanas, qué forja el paragua y nos hacen sentir orgullosos en reflectores esporádicos de nuestro devenir histórico? La cultura política parroquial se transmutó, mutó, en un proceso de decantación político cuasi yuxtapuesto, entre la transición de la socialización de los grandes eventos del Siglo XIX (1844, 1854, 1863, 1899), para el Siglo XX (1924, 1961, 1962, 1963, 1965, 1978).
Grandes eventos hicieron posible relatos que hoy nos mantienen, empero, en el cuerpo social dominicano, desde 1844, el proceso social y político ha sido un eterno encontronazo entre los conservadores y los liberales, donde los primeros siempre han ganado el presente y han perdido en la historia: el pasado. Nuestro encuentro, como colectivo, solo se ha manifestado en la tragedia y en la alegría. No en la reflexión de un proyecto de nación, en la construcción de políticas públicas de Estado que desborden la temporalidad inmediata.
Se requiere rupturar los fragmentos del pasado para dejar atrás esa cultura política del individualismo, de la falta de aplicación de las normas. Allí donde instituciones e institucionalidad (aplicación) no sean meras sugerencias, el abismo que permea de manera perpetua que el bloque dominante se encuentre en verdadera lozanía, pues solo cambia los ejecutivos del Palacio cada cierto tiempo. Sin embargo, el statu quo se mueve muy lentamente.
Nos adentraremos en la cultura democrática que, a decir verdad, en tanto que construcción social, tiene como basamento, como epicentro, la confianza como protagonista de la interactuación social, las relaciones personales e interpersonales e institucionales. Existe en la cultura democrática una fuerte creencia en los valores del funcionamiento de la democracia. En la cultura democrática se asume la participación y las elecciones, son imprescindibles, no obstante, no son suficientes. Entran en juego otras dimensiones: los actores culturales y con ellos, la democracia cultural y todo lo que ello encierra.
Actualmente, independientemente del enorme eclipse de la incertidumbre y de disminución de la calidad de la democracia que cayó de 5.68 en el 2023 a 5.61 en el 2024 según The Economist, en nuestro país en los últimos años, sobre todo a partir de 2017, hay poros y muros que se agrietan para desestructurar la cultura política que nos cubre como un manto de colonización.
Desde la reflexividad sociológica todo apunta con caídas que la cultura democrática deberá imponerse sobre esa cultura política parroquial, donde los actores políticos, sobre todo, el Ejecutivo en su hiperpresidencialismo, se coloca por encima de las instituciones y no establece límites en su síndrome del poder. El salto dialéctico solo es posible si nos cimentamos en el presente parta otear el futuro, en una nueva construcción que impulse la rotura de nuestra cultura política: de hacer lo que nos conviene, de hacer todo lo necesario para llegar al poder, de utilizar los recursos del Estado y de propiciar una verdadera prevaricación desde los estamentos del poder.
El gran desafío, en término cuasi inmediato (2028, 2032) es no canalizar como sociedad, las energías de hoy y de mañana en el pasado referencial, encarnando en Hipólito, Leonel, Danilo y Luis; y, con ellos, en todos aquellos que su praxis política es la resituación de ese interregno (Francisco Javier, Abel Martínez, Margarita Cedeño). Por lo tanto, no es la personalización en sí, es el sedimento de su caudal como producto social y político de un espacio de 29 – 35 años, que los transformaron en todos los planos de la vida social y económica y que les impiden cambiar.
Aquí, como se pregunta Robert A. Dahl en su libro La democracia, es preguntarse ¿qué es lo que entendemos por democracia? ¿Qué distingue a un gobierno democrático de otro no democrático? ¿Hacia dónde se dirige la transición? En lo referente a las democracias en proceso de consolidación, ¿qué es exactamente lo que se consolidó? Y, ¿qué significa hablar de profundizar la democracia en un país democrático? Si un país es ya democrático, ¿cómo puede llegar a ser más democrático todavía?
Como las preguntas son tan agudas, tan sobrias, las respuestas no pueden ser la mera laxitud del simplismo. Son interrogantes para adentrar al lector a ser protagonistas, a involucrarse, no importa el lugar de la trinchera. Lo importante es como damos un golpe de timón al descontento democrático que hoy campea y se desborda en el queriendo involucionar, retroceder y deteriorar la democracia en diferentes manifestaciones: xenofobia, discriminación, racismo, exclusión, aporofobia, desigualdad.
En esta nueva transición civilizatoria tenemos que asumir la lapidaria frase del padre de la independencia cubana José Martí, cuando nos decía “Los derechos se toman no se piden, se arrancan, no se mendigan”. En la cultura democrática, que significa más participación, más empoderamiento, más información, miremos que una buena parte de los hacedores de opinión y actores políticos no se refieren al contenido de la cultura política, del postmaterialismo, que es el alcance, según Roger Inglehast, de los efectos de las condiciones económicas.
La crisis de la incertidumbre, de la confianza no es conducentemente una crisis de la democracia. Es la emergencia de nuevos actores que canalicen una nueva cultura política-democrática, que traiga consigo más democracia, más transparencia y más institucionalidad.
Compartir esta nota